sábado, 19 de febrero de 2011

AMAR AL ENEMIGO - Xavier Pikaza

El centro del Cristianismo es el mensaje y camino de amor de Jesucristo, condensado en el Sermón de la Montaña, tal como lo presenta Lucas en un texto unitario (Lc 6, 27-36) y lo recoge Mateo en dos pasajes (5, 38-42 y 5, 43-48) que ahora voy a presentar en otro plano, recogiendo en un nivel más preciso los temas de ayer.
El amor del que habla Jesús en estos pasajes no es una simple estrategia para conseguir unos objetivos político/religiosos (ganar una guerra, dominar el mundo…), sino la Verdad del Dios de Jesucristo . Este evangelio no habla de aquello que hay que hacer para ganar el reino, sino del Reino ya ganado (es decir, ofrecido) por Cristo. Esa es la estrategia del Reino de Dios, su presencia activa en el mundo.
Ciertamente, este evangelio no resuelve muchos temas concretos: ¿Qué hacer cuando matan a tu lado a los cristianos indefensos de Iraq o de Egipto? ¿Qué hacer cuando matan (dejamos que mueran) cada día 30.000 niños inocentes? Jesús sabe que la guerra no es la solución, ni matar a todos los violentos (que en este caso serían ¿seríamos? los responsables del sistema socio-político actual), ni dejar que venga Dios y que los mate, como han pedido muchos apocalípticos antiguos y modernos.
No tenemos solución teórica (ni militar), pero Jesús nos ofrece un camino: Empezar convirtiéndonos nosotros, perdonando y amando, para oponernos así el "orden injusto" que domina sobre el mundo y para abrir el camino de Dios sobre la tierra (como hizo Jesús, subiendo a Jerusalén para decir que Templo/sistema sacral y social era contrario al reino de Dios.
Creer en Dios no es decir un dogma abstracto (separado de la vida), sino vivir inmersos en la fuerza del Amor que es Dios , teniendo la certeza de que ese amor activo (¡el que debemos asumir nosotros!) es eficaz, y triunfará, venciendo todos los obstáculos, porque Dios está en nosotros y también en los otros (en aquellos que pensamos enemigos), pudiendo transformarnos a todos, como dice san Pablo en Rom 8, 31-39.
No se trata de un amor "idealista", de puros principios o de simples celebraciones sacrales, sino de una experiencia y tarea concreta, hecha de rupturas (¡oponernos a este mundo de violencia!) y de testimonios martiriales (¡empezar ya, desde aquí, a vivir en gratuidad!)... Se trata de oponerse, para "salir" de este tipo de mundo (que quiere dominarnos) y para así volver a entrar de un modo nuevo, como entró Jesús en Galilea, como subió a Jerusalén, dispuestos a morir por aquello que creemos (es decir, por la justicia del Reino), denunciando (pero no matando), anunciando (pero no imponiendo), ofreciendo (pero no exigiendo por la fuerza). Quienes creen en Jesús saben que este camino es posible, más aún, que es urgente.
Los dos millones de personas que se juntarán en Roma para aclamar a Juan Pablo II como "santo", el día 1 de Mayo (¡día de los trabajadores!) deberían asumir las consignas más fuertes de ese Papa, en línea de ruptura (rechazo del capitalismo y comunismo) y de nueva evangelización desde los excluidos del sistema. No sé si lo harán, o se contentarán con ratificar el "orden actual". Pero sé que ese es un tema y tarea que nos concierne a todos.

Encuadre, el mundo del Talión
Llamamos talión a la ley de equivalencia judicial (¡ojo por ojo, diente por diente!) que aparece como base de un sistema social impositivo donde todos tienen que aceptar la misma «ley» que les ofrece cierta libertad individual dentro del conjunto. Para entender esto mejor, distinguiré tres planos o niveles:
1. Hay un plano de violencia incontrolada que nace del deseo de tenerlo todo. Podemos suponer por un momento que ese deseo es infinito (abierto en todas direcciones) e insaciable, como dicen algunos antropólogos. Hemos roto el equilibrio programado que nos mantenía unidos al entorno y no sabemos ya lo que queremos. Por eso deseamos lo que vemos que hay en otros, en envidia que nos abre a la violencia. Este es nivel de lucha de todos contra todos.
2. Hay un plano de ley. Para evitar que la violencia incontrolada triunfe, los hombres han tenido que encontrar un equilibrio nuevo (es decir, no programado por la naturaleza): el equilibrio de la ley o del sistema judicial que impera sobre todos, a fin de que los hombres no se acaben destruyendo. Este sistema judicial puede encontrarse impuesto por los vencedores. En el mejor de los casos vendrá a ser la expresión del conjunto de la sociedad que se impone, por violencia legal, sobre cada uno de sus miembros.
3. Nivel de gratuidad o perdón fundante. El evangelio del no-juicio activo que acabamos de exponer nos ofrece la posibilidad de buscar un orden nuevo que ya no se funda en la violencia incontrolada ni tampoco en el control judicial de los más fuertes o del mismo conjunto del sistema. Más allá de la ley está la gracia como expresión de creatividad y perdón que nos capacita para establecer un tipo de vida supra-moral (supra-judicial), fundada en el amor activo de los unos a los otros.
Estos niveles pueden entenderse de manera progresiva, como expresión de un movimiento humano que habría empezado por la violencia incontrolada, habría tendido hacia controles siempre insuficientes y violentos de esa misma violencia, por medio de un talión impositivo (que es un tipo de lucha camuflada), para abrirse en el futuro hacia la plena gratuidad de un evangelio del perdón por encima de la ley ( Cf. R. Girard, La violencia de lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1982).
Pienso que existe un tipo de progreso. En cierto aspecto avanzamos (deberíamos avanzar) desde un riesgo de violencia incontrolada hacia un futuro de gratuidad mesiánica. Creo, además, que la ley (sistema judicial) resulta insuficiente para impedir la violencia y ofrecer un futuro de vida a los humanos. Pero pienso también que todo aventurismo mesiánico que quiere abandonar la ley para quedar en manos de una gracia idealizada y sin potencia creadora corre el riesgo de hacernos regresar hacia el nivel de la violencia incontrolada o dictadura de cualquier violento. Por eso es necesario un tipo de realismo, abierto sin embargo a la utopía de la pura gratuidad y del perdón que sobrepasa los caminos de la pura ley.
Pueden trazarse esquemas diferentes. Pero juzgo que es prudente mantener un tipo de equilibrio donde cada plano conserve su valor e independencia relativa dentro del conjunto. La amenaza de violencia incontrolada está en el fondo: seguimos llevando dentro de nosotros un deseo infinito e insaciable de tenerlo, juzgarlo y disponerlo todo; eso significa que nos tienta el pecado originario como hizo con Adán-Eva al principio. Pero, al mismo tiempo, nos atrae la llamada de la gracia, en gesto de generosidad, de don abierto hacia los otros, en la línea de Jesús, el Cristo. La vida se traduce así en perdón, se vuelve creativa como un deseo grande de que el otro exista y pueda realizarse.
Volver al evangelio
Entre estas dos tendencias (una de ley otra de gracia; una de fuerza controladora y otra de oferta creadora) se sitúa la ley. De un modo general, la ley ha sido en el pasado un tipo de equilibrio que brota del pecado, un modo violento de evitar que la violencia se extienda de manera incontrolada destruyendo a los humanos. Pero, desde el Cristo y apoyada en el amor de Dios, la ley se puede convertir (se puede auto-trascender), poniéndose al servicio de la gratuidad, para suscitar un campo de encuentro en que los hombres puedan dialogar y enriquecerse.
Algunos hablan de dos leyes.
– Una se vendría a establecer en el nivel de base (infraestructura económico-social) donde la vida debería regularse de manera universal, ofreciendo así las mismas posibilidades para todos los humanos.
– Luego habría otro nivel de ley más elevada (de superestructura cultural) donde los hombres podrían encontrarse en libertad fecunda y creativa, sin más normas ni principios que su misma gratuidad compartida.
Desde ese fondo quiero volver al evangelio, tal como ha sido expuesto, en una perspectiva convergente, por Lc 6, 27-36, que desarrolla de un modo unitario el sentido y fuerza del amor al enemigo. Pero aquí, siguiendo la liturgia del domingo pasado, prefiero centrarme en la versión que ofrece Mt 5, 38-48, partiendo del mismo material de base de Lucas, pero reinterpretando el mensaje de Jesús en el contexto de su iglesia y teología.
Dos son las novedades principales del enfoque de Mateo:
1) su manera de estudiar el tema como superación de la ley (tal como se expresa antítesis);
2)el modo de exponerlo en dos unidades bien marcadas, una sobre la venganza y otra sobre el amor al enemigo.
2) Mt 5, 21-48 La seis antítesis
Mateo presenta el tema del amor en el contexto de sus famosas antítesis (5, 21-48), que están en el fondo del pensamiento cristiano. Los filósofos suelen hablar de analogía, Hegel habla de dialéctica. El evangelio de Mateo prsentan la propuesta de Jesús en línea de antítesis:
Habéis oído lo que se ha dicho... Así comienzan los seis temas principales que condensan y definen el sentido de la ley para los hombres.
Yo, en cambio, os digo: así cambia esos temas, negando y superando su planteamiento anterior, el Jesús de Mateo, en los seis planos que siguen:
Las antítesis son seis (¡no siete) y pueden situarse en el plano de la vida personal, de la familia, la religión y la sociedad:
1) Vida (5, 27-30). La ley castiga el asesinato (¡no matar!). Cristo cierra el camino de la ira.
2 y 3) Familia (5, 31-32). La ley prohíbe el adulterio y regula el divorcio. Cristo cierra el camino del deseo malo y supera de raíz la escisión familiar.
4) Religión (5, 33-37). La ley regula el juramento (el gesto religioso). Cristo trasciende el mismo nivel del juramento.
5 y 6) Sociedad (5, 38-48). La ley protege a través de la violencia regulada (venganza) y del principio de solidaridad grupal. Cristo busca un tipo nuevo de sociedad en actitud de no-violencia y gracia universales
Mateo no ha querido incluir todos los rasgos de la ley en estos seis apartados que nosotros hemos condensado en cuatro temas (vida, familia, religión y sociedad). Pero es evidente que su esquema nos lleva al mismo núcleo de la realidad humana, que se funda en el orden de vida-familia (tres primeras antítesis), se centra en la religión (antítesis cuarta) y culmina en la exigencia de intercambios sociales (las dos últimas antítesis que ahora estudiaremos).
Mateo ha querido superar la estructura legal israelita en que se incluyen las leyes que regulan con violencia la violencia, sin que así consigan superarla. Ese motivo aparecía veladamente en Lc 6, 32-34 (al hablar de los "pecadores").Ahora es el punto de partida y clave de todo el argumento: frente a una ley deficiente que en el fondo justifica la violencia de los triunfadores ( ¡ojo por ojo!) ¡amarás a tu amigo y odiarás a tu enemigo!), Jesús ha proyectado una conducta nueva que supera el juicio de este mundo y se desvela como pura gratuidad.
Resulta significativo el hecho de que falte la antítesis del juicio que, asumiendo el material ya visto en Mt 7, 1-5, podría formularse de este mundo: "Habéis oído que se ha dicho: juzgad rectamente y sin acepción de personas; yo, en cambio, os digo No juzguéis...".
La tradición eclesial de Mateo habría sentido quizá dificultad en expresarse de esa forma. Sea como fuere, sus antítesis nos llevan a vencer o superar un juicio que exigía la venganza (castigo del culpable) y la división de los hombres en justos-amigos (los que cumplen nuestra ley) e injustos-enemigos (los que no la cumplen). Sólo al superar la ley o juicio (al trascenderlo por gracia) son posibles las formulaciones de las que hablamos.
Hay en Mateo otro motivo importante frente a Lucas; Mateo divide el material en dos mitades: una trata de la no-violencia o no-venganza (5, 38-42), otra del amor al enemigo (5, 43-48). Ambas se encuentran vinculadas en el fondo. Pero el hecho de haberlas separado permite resaltar mejor su independencia relativa.
1. Más allá del talión, superar la venganza (Mt 5, 38-42)
Desde ese fondo quiero empezar hablando de la antítesis que formula el tema de la no-venganza (Mt 5, 38-42) y ofreceremos un esquema del texto:
Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente.
Pero yo os digo:
No resistáis al mal, sino que:
1. a quien te hiera en la mejilla derecha, ponle la otra;
2. al que quiera llevarte a juicio y quitarte la túnica,
déjale también la capa;
3. a quien que te haga llevar carga una milla, llévasela dos.
4. Al que te pida, dale;
y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues.
-- Ley antigua:
ojo por ojo y diente por diente (5, 38).
– Nueva revelación:
a. Principio: no oponerse al mal (5, 39a).
b. Aplicación socio-política (5, 39b-41).
– violencia corporal (poner la otra mejilla).
– violencia judicial (dar también la capa si exigen la túnica).
– violencia militar (andar dos millas si piden una).
c) Aplicación económica (5, 42):
– dar al que pide.
– prestar al necesitado.
La ley regula el orden del mundo por la fuerza, utilizando para ello la violencia. Más que ordinatio rationis (definición clásica) es una ordinatio potentiae. Ciertamente, consigue que haya orden, pero lo consigue por la fuerza. No pensemos todavía en el tirano, que dicta e impone su ley para provecho propio. Pensemos en la buena ley, fundada en el consenso de la mayoría y puesta al servicio de los ciudadanos que resultan iguales ante ella. De esa buena ley (que parece instituida y aplicada en Israel) trata nuestro texto.
Ésta es una ley que actúa por la fuerza, por medio de un talión (ojo por ojo) que impone un control de equivalencia en los diversos campos de la vida. La ley tiene que oponerse al mal con fuerza, impidiéndole que pueda propagarse de manera incontrolada. Ella no cree en la bondad del hombre ni en que pueda superarse la violencia con la gracia. Esa violencia se supera solo con un tipo equivalente de violencia, por una educación (también punitiva) que enseñe las ventajas de aceptar la ley pues ella castiga a los que actúan como trasgresores.
En contra de eso, la nueva revelación apodíctica de Jesús, cuando dice no os opongáis al mal (malo, ponêrô), desborda los supuestos de la ley israelita y de los juicios de este mundo. La primera obligación de la ley era oponerse al malo (injusto) para que los justos se encontraran ya tranquilos: ella quiere elevar una especie de cerca o valla para que los buenos vivan protegidos dentro de ella. Pues bien, Jesús ha querido derribar esa valla, como lo muestran al criticarle todavía muchos comentaristas judíos: ¿puede haber sociedad, puede mantenerse un pueblo con justicia allí donde sus miembros (especialmente las autoridades político-judiciales) renuncian a la resistencia?.
No podía haberse formulado el tema con más precisión. Muchos pensaban y piensan que la sociedad (y justicia) nace de la resistencia contra el malo. ASÍ lo indica el principio del talión, que busca siempre un chivo expiatorio, esto es, un culpable a quien se puede y debe resistir con fuerza, expulsándole del grupo. El talión es tajante y unívoco: sabe distinguir entre inocentes y culpables; tiene lógica y la emplea, en equilibrio de juicio moralista. En contra de eso, el mensaje de Jesús es paradójico y se puede entender únicamente partiendo de las normas judiciales anteriores para superarlas.
(1) Empieza suponiendo que hay malos, hombres que dividen la sociedad y me amenazan: ponen en peligro mi vida.
(2) Pero no les trata como malos: no les presentamos resistencia, ni les expulsamos ni matamos. Eso significa que los malos dejan de mostrarse como un peligro (mala raíz que se debe arrancar del campo de la tierra; cf. Mt 13, 28-29) y aparecen ya como personas a las que tratamos con gesto creativo.
Y con esto podemos pasar a cada una de las aplicaciones.
Mateo ha seguido el esquema de Lucas, pero introduciendo unas variantes muy significativas que destacan el contexto jurídico-militar de todo el tema. Es muy posible que nos encontremos en una situación en que los fieles de Jesús han sido perseguidos. En medio de la guerra, entre soldados y juicios, los discípulos aplican el mensaje del maestro. Después de presentar el tema de la violencia personal (poner la otra mejilla), destacado por Le 6, 29, nuestro texto añade:
Y a quien te quiera juzgar para llevarte la túnica,
déjale también el manto (Mt 5, 40).
El cambio de túnica por manto (cf. Lc 6, 29) es poco significativo. Importante es el nuevo contexto judicial: quien desea mi ropa no es un simple ladrón: es hombre de justicia, acude al tribunal, me pone pleito. Pues bien, conforme a este pasaje, si asumo el principio de la gratuidad, debo renunciar a mi justicia, tenga razón (judicial) o no la tenga. De esa forma me libero del proceso, de la competencia y lucha del derecho (ley) y me coloco en manos de la gracia. El texto sigue:
Y si alguien te obliga a acompañarle una milla,
anda con él dos (5, 41).
Este pasaje, sin equivalente en Lc, nos lleva del plano judicial al militar. Los soldados del ejército ocupante tenían el derecho de exigir la ayuda de civiles para que cargaran por un tramo (milla) sus enseres o sus armas. De esa forma suscitaban la protesta y rebelión de muchos, especialmente de aquellos que se alzaban contra la presencia de soldados extranjeros. Pues bien, siguiendo el gesto de la gratuidad y no violencia activa, el texto pide que ayudemos a los mismos invasores, de una forma que resulta, por lo menos, paradójica. Entenderíamos mejor la resistencia no violenta: no atacamos a los invasores, pero rechazamos y evitamos toda relación con ellos.
Pues bien, el texto nos parece llevar hasta el extremo de un colaboracionismo que podría resultar contraproducente: ¿Y si las armas que llevamos por dos millas se utilizan contra pobres inocentes? ¿Y si el gesto les ayuda para conseguir una victoria injusta?
Es evidente que el pasaje no ha querido ni podido responder a esas preguntas. Hace algo distinto: nos conduce a lo más hondo, hasta el lugar donde podemos ofrecer un gesto de gratuidad a los mismos soldados. Allí donde los hombres se afanan por seguridades judiciales y se esfuerzan por triunfar en clave de batalla..., los que siguen a Jesús confían en la gracia y el amor del hombre. De esa forma invierten el sentido (sinsentido) de una vida donde todo parece interpretarse como simple batalla de intereses.
Desde ese mismo fondo de nueva gratuidad ha de entenderse la aplicación económica (5, 42) que Mt ha resaltado menos que Le 6, 30 (y todo Lc 6, 27-36) aunque la conciba como igualmente central: el principio de no violencia lleva a la gratuidad económica y a la comunicación de bienes. Si uno es dueño exclusivo de algún tipo de fortuna, tendrá que defenderla con las armas. Por el contrario, el que renuncia a la defensa militar, debe ofrecer sus bienes y ponerlos al servicio del conjunto de la población, compartiendo de manera generosa lo que tiene.
3. Amor al enemigo (Mt 5, 43-48).
A partir de aquí, y de forma ya más breve, presentamos el segundo texto de Mateo (5, 43-48), que se ocupa del amor a los enemigos, limitándonos a fijar su sentido de conjunto, destacando algunos de sus rasgos más novedosos:
Habéis oído que ha dicho: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo os digo:
Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen,
haced bien a los que os odian
y orad por los que os ultrajan y os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos,
que eleva su sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos.
Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?
¿No hacen también lo mismo los publicanos?
Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más?
¿No hacen también lo mismo los gentiles?
– Ley antigua: amar al prójimo y odiar al enemigo (5, 43).
– Nueva revelación:
a)Formulación: amar al enemigo y orar por el perseguidor (5.44).
b)Fundamentación: para ser hijos de Dios (5, 46).
c)Razón teológica: el amor al propio grupo pertenece a la lógica del mundo, como saben publícanos y gentiles (5, 46-47).
d) Conclusión: ¡Sed perfectos como Dios! (5, 48).
Lo más sorprendente del texto es su manera de dictar la ley antigua: «habéis oído que se ha dicho amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Se ha venido recordando desde antiguo que el segundo inciso (el primero está en Lev 19, 18) no aparece en el AT. Algunos añaden que Jesús (o quien redacte Mt 5, 43) ha sido injusto al resumir así la ley antigua. Hoy sabemos que sus palabras se encuentran casi al pie de la letra en Qumrán, aunque no han sido aceptadas por la ortodoxia israelita. Sea como fuere, el problema no está en saber la fuente del texto ni tampoco en su fidelidad formal respecto al AT o al conjunto de la tradición israelita. Lo que está en juego es el principio de la ley antigua como ley de grupo y el sentido de la nueva revelación que trasciende los límites de un grupo (sinagoga, iglesia, estado, clase social...) y nos sitúa en el mismo centro de lo humano.
La fuerza del pasaje no reside en su manera de entender el texto antiguo: está en la forma en que concibe y mira todas las relaciones humanas. Este es un pasaje que lleva al judaísmo hasta su meta radical y que le obliga a definirse. ¿Acabará cerrándose en la clave de una división de odio y amor? ¿Seguirá permaneciendo dentro de unas claves judiciales que separan a los hombres en buenos y malos, amigos y enemigos? Planteadas de esa forma, estas preguntas siguen dirigiéndose a una Iglesia que se dice apoyada en el amor universal de Cristo, pero luego corre el riesgo de seguir escindiéndonos en grupos de amor/ odio, de sacralidad/condena. Por eso comentamos el pasaje de un modo general y lo entendemos como punto de partida de la antropología:
 La lev de amor-odio divide a los hombres por razones familiares, nacionales, sociales, culturales, religiosas... Hay normas de juicio y según ellas los hombres deben distinguirse, en proceso de discernimiento que define el lugar de cada uno en el conjunto. La misma ley del judaísmo instaura un sistema de dualidad, dividiendo a los hombres en buenos y malos.
 La revelación de Jesús ha superado ese nivel, haciendo al hombre capaz de amor abierto a todos. Conforme a una visión hecha común por A. Nygren, el amor eros sigue actuando en plano judicial: lo extiendo a los que pienso que son dignos de acogerlo (mis amigos). Pero Cristo ha revelado ya el amor-agape: ha ofrecido su vida por todos, superando así las divisiones ratificadas por una ley que separa a los malos y los buenos .
Así llegamos a los límites de todo pensamiento y praxis. Más que de una antropología (estudio del hombre que ya existe) deberíamos hablar de una antropogénesis (proceso de surgimiento de lo humano). En este lugar donde la gratuidad (amor que supera al juicio) se vuelve principio de universalidad hemos venido a situarnos. Aquí continuamos.
Conclusión. Más allá de una estrategia política, el reino
El amor del que habla Jesús no es una estrategia para conseguir algo distinto, aunque tenga rasgos de estrategia, como indicaré otro día. Este amor es ya Reino, presencia de Dios entre los hombres.

viernes, 18 de febrero de 2011

Ofender - por Noé Jitrik

Cuando llegué a México con la modesta intención de quedarme sólo unos pocos meses, ignorando –no lo podía ni siquiera intuir– que pasaría allí muchos años, benévolos amigos me fueron creando condiciones de sociabilidad muy agradables, cosa de paliar los previsibles efectos del extrañamiento y las dificultades del desciframiento que toda realidad nueva comporta. Entre otras inteligentes iniciativas agradecí que me presentaran a algunos escritores con quienes, de inmediato, se fue creando un diálogo intenso. Con algunos de ellos ese diálogo resiste la prueba del tiempo y eso me hace inmensamente feliz y reconocido. Con otro sucedió algo extraño: empezamos por entendernos y seguimos buscándonos en múltiples ocasiones, pero en un cruce no buscado me sorprendió que pasara de largo, como si no me viera, y no me saludara. No lo tomé en cuenta, pero la situación se reprodujo y entonces me preocupé, rebelde a la idea de dejar pasar así nomás una relación que me había resultado interesante, de modo que en otro momento, viendo que hacía lo mismo, lo detuve y le pregunté qué había, algo que yo no entendía debía estarle pasando. A duras penas, rehuyendo la mirada, me declaró que yo lo había menospreciado, yo habría, según él, sido arrogante o desdeñoso –de lo cual yo no tenía memoria– y eso no me lo perdonaba. En suma, se había ofendido por lo que presuntamente yo habría hecho, más todavía cuando yo ni siquiera había advertido que eso podía ocurrir. Nunca volvió atrás, nunca aprovechó ningún encuentro casual para restablecer un diálogo o al menos para señalar con precisión cuál y cómo había sido la terrible herida que yo había infligido a su persona, ya no sé si de escritor, de intelectual, en su ser de individuo o de ciudadano de un país.
Tal vez éste no sea el único caso en el curso de mi vida de una respuesta activa a un estímulo que no se sabe que lo es. Quizá tantos cortes y pérdidas de amigos acumuladas en tantos años hayan sido producto de similares operaciones, ofensor sin saberlo, molierescamente hablando; puedo albergar esa sospecha y preguntarme, a veces con ansiedad, qué pude haberle dicho a Fulano que lo haya ofendido de manera tan radical y elocuente o bien qué hay en mí que soy capaz de ofender a mi pesar o bien tal vez mi lenguaje, que yo creo que es transparente, sea en realidad opaco y ataque en lugar de explicar o de exponer. Son muchas preguntas y no puedo responder casi a ninguna y esa incapacidad me hace sufrir, ofender es algo serio y los ofendidos, lo pienso en la marejada de las preguntas que me hago, deben tener razones para actuar como lo hacen y alejarse de mí como de la peste.
Pero, pensándolo mejor, mucho más interesante es de qué modo la ofensa ha sido un objeto artístico o literario, sobre todo esto. Así, no puede dejar de evocarse el relato de Dostoievski, cuyo título, Humillados y ofendidos, lo dice casi todo a este respecto. Y la ofensa no sólo en este texto tiene una absorbente centralidad sino en muchas otras novelas y cuentos de ese justamente celebrado autor: la ofensa desempeña un papel generador de acciones y su inesperada emergencia en una situación de por sí dramática y tensa es como una fisura que conduce a profundidades psicológicas impresionantes: en la obra de Dostoievski el ofendido arrastra una carga de dolor que no puede analizar y que lo lleva a realizar acciones extremas, mezquindades, crímenes, la ofensa lo humilla y la humillación le es insoportable. Se diría, en esa imposibilidad y en ese contexto, que la humillación es un objeto más psicológico que psicoanalítico, un irreductible que se presenta como propio de un tipo humano o también como un rasgo humano que al ser provocado brota de las profundidades en las que la conciencia lo ha obligado a yacer.
Está claro que la figura del ofendido tiene un gran atractivo narrativo: desencadena preguntas, obliga a perfilarlo para diferenciarlo, nos hace proyectar porque todos, en algún momento, menos o más dolorosamente, nos debemos haber sentido ofendidos; en suma, genera un efecto de profundidad; la del ofensor es menos atractiva, la descripción de sus actos se agota rápidamente, es muy fácil atribuirle maldades o intenciones y una vez hecho esto se acaba su interés, ya sea porque no gana nada con la ofensa, ya porque se satisface con ella, ya porque canaliza una modalidad de carácter, ya porque actúa desde una posición de poder, ya porque ofender es más fuerte que él.
Pero pensando en el título de Dostoievski conviene hacer una distinción que me parece importante: ofendido es una cosa y humillado es otra, y si bien la ofensa puede generar humillación, porque puede haber una corriente que liga ambas nociones, este sentimiento, el de ser humillado, corre con su propia suerte; dicho de otro modo, un humillado puede sentirse así aunque nadie lo ofenda, puede cargar con esa marca desde siempre y vivir con esa cruz toda la vida. Quiero creer que porque pudo hacer esta distinción, una suerte de lejano discípulo de Dostoievski, Roberto Arlt, calificó de este modo al personaje principal de Los siete locos y Los lanzallamas: “Erdosain el humillado” lo designó. La humillación, en su caso, se produce al menor roce, una palabra basta para despertar lo que está dormido y crearle un malestar tan profundo que no puede no terminar en el crimen o el suicidio; o, clásicamente, se produce por un roce más violento, una injuria pública, el guante en la cara o la bofetada (un cuento de Horacio Quiroga se titula así), situaciones célebres en la literatura que afectan el honor, mancillan el autorrespeto. Sin embargo, en ciertas ocasiones, muy privilegiadas, es posible volver atrás; la institución del duelo, obsoleta o no, da la oportunidad de redimirse pero eso no ocurre en otros niveles sociales: no se ve cómo podría volver atrás un plagiario sorprendido o un mendigo apaleado en una calle.
En las novelas de Arlt –también en las de Dostoievski– el ofendido “se pone pálido”, extremadamente, cuando otro personaje, ocasional o central, hace una mención que no debería haber sido hecha, por decisión o imprudencia, deliberada o no: es un momento de extrema gravedad, el tiempo parece detenerse. Se diría que la palidez funciona como un puente que conduce al lugar sin retorno de una herida siempre sangrante. A veces es una agresión, inmotivada o no, a veces es un liviano comentario incidental, en ocasiones es un meterse donde no se debe, la riqueza de los relatos descansa en todas estas posibilidades.
Dejando para otra ocasión el tema de la humillación, que estaría en el orden de los efectos y de los afectos, y centrándonos en la ofensa, noción más propia del orden de las acciones, aunque sin duda tiene efectos, se podrían tipificar las ofensas, tal como circulan en nuestras tradiciones, donde sabemos lo que son, ignoro si es igual en otros lugares, vaya uno a saber si la ofensa existe en culturas lejanas y de códigos más vastos o más reducidos.
Así, en primer lugar, se podría hablar de ofensas “gratuitas”, que se infieren porque sí, sin motivación aparente ni reivindicable: el ofensor, interrogado por el adjetivo que lanzó o la burla que creyó divertida, no tiene respuesta, le salió así y quizá ni siquiera se dio cuenta de lo que generaba; algunos, inclusive, se sorprenden: “¿Qué te pasa?”, le dicen al ofendido, con expresión de perplejidad.
Pero, con ser graves, esas ofensas no se comparan con las deliberadas. “Te estaba esperando”, se dice el ofensor, y cuando encuentra el punto débil de su presa es como si se le abriera una puerta y entrara en el que va a ser ofendido como toro embravecido, no sólo sin importarle las consecuencias sino buscándolas, buscando, metafóricamente, la destrucción del otro. La injuria, en ese caso, cruda o revestida, funciona como topadora que aplasta todo a su paso, la solidez del yo, la autoestima, el decoro, la vergüenza.
Más ambiguas, porque nunca se puede saber qué mecanismo estuvo operando, están las ofensas que, a falta de otro nombre, llamaría “aéreas”, flotantes, que se infieren sin tener la menor idea de que lo que se dice estará destinado a tener la forma de una ofensa y que bien podrían no producir ese efecto, depende del resorte que toquen y el punto débil que despierten.
Y también las ofensas por diferimiento, las que se hacen sin que el ofendido lo advierta en el momento y en la situación; si se da cuenta después, cuando ya es tarde, se siente ofendido dos veces, la primera es obvia, es el impacto que viene de afuera; la otra es peor, porque es consigo mismo, no haber podido reaccionar cuando se producía es semejante a ver en el espejo una imagen de sí mismo degradada, insoportable.
A una de las más profundas, porque no dan ni siquiera la posibilidad de reaccionar, la podemos designar como “por la pasiva”: el ofensor se muestra amable, comprensivo, elogioso, pero es pura apariencia; detrás de esa escafandra opera un desinterés absoluto y definitivo, que es más ofensivo que una agresión que, al menos, es directa y clara. Algunos llaman a esa figura el “desamor”, no sin razón, pues ese término, que supone una negación de una expectativa, frustra cuando toma forma y, sin que se pueda exigir nada pues nada ha sido dicho en esa dirección, reconcentra, hace que el ofendido se vuelva sobre sí mismo y sienta que no hay ningún puente para llegar a lo que parecía un principio de comunicación, entendimiento o reconocimiento.
Es probable que existan más formas de la ofensa; las enumeradas parecen pertenecer al orden de lo individual: ¿Habrá ofensas en lo colectivo? Las hay: cuando a un grupo humano se lo reduce a la miseria no hay duda de que se lo ofende; cuando la ley del fuerte, un grupo social o un país, predomina se ofende al débil; cuando se quitan derechos se ofende a los despojados, etnias, sociedades y aun países.
Es posible que la noción de ofensa tenga múltiples formas; en todo caso, se podría pensar que es un interpretante tanto en el orden individual como social. Tenerlo en cuenta permitiría, tal vez, “darse cuenta” de algo que está sucediendo, desde luego que fuera del observador: dudo de que al observador le sirva demasiado “darse cuenta”, salvo, por cierto, para deprimirse o reaccionar, la opción está al alcance de la mano.

Página 12. Contratapa. 17/02/2011

jueves, 17 de febrero de 2011

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http://vimeo.com/19585617

Oración

Cristo Jesús, tu Evangelio nos abre a la pasión del perdón. Y cuando estamos ante ti, confiándote nuestras vidas y las de los demás, la oración humilde nos lleva a la confianza de la fe.

Vencer al mal con el bien- de http://www.taize.fr/es_article169.html

Romanos 12, 14-21

Pablo escribió: Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que están alegres, alegraos; con los que lloran, llorad. (…) En cuanto sea posible y por lo que a vosotros toca, estad en paz con todo el mundo. (…) Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; así le sacarás los colores a la cara. No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien. (Romanos 12, 14-21)

En la epístola a los Romanos, el apóstol Pablo hace suya una de las enseñanzas más célebres de Jesús, el amor a los enemigos (cf. Mateo 5,43ss; Lucas 6,27ss). Como Jesús, Pablo pide una actitud de bondad hacia los demás, una actitud que lleva hasta desear el bien a aquellos que nos desean el mal: «Bendecid a los que os persiguen» (v.14).

Esta bondad se traduce en la comunión con las alegrías y las tristezas de los otros: «Con los que están alegres, alegraos… » (v.15). Esto recuerda el ejemplo de Pablo, que dice a su vez: «Con los que sea me hago lo que sea» (1Corintios 9,22).

Siguiendo los pasos del Libro de Proverbios, Pablo pide que no se devuelva el mal por el mal (v.17), dando prueba de un gran realismo al alentar a los fieles a vivir en paz con los demás en la medida de lo posible (v.18), e invitándoles asimismo a no hacer justicia por ellos mismos, sino dejar este cometido a Dios (v.19).

En la enseñanza de Jesús, el amor a los enemigos se describe en principio desde el punto de vista de aquel que ama: consiste en seguir el ejemplo del mismo Dios, de forma gratuita y sin distinción de personas. Aquí, Pablo acentúa otro aspecto, una especie de finalidad de este amor: «Así le sacarás los colores a la cara» (v.20).

Esta imagen parece tener en principio un tinte de violencia, como si el amor tuviera como fin asegurarse que el otro recibe de Dios el castigo merecido. Pero quizás esta imagen indica más bien la esperanza de que el bien hecho al otro pudiera perturbarle tremenda e insistentemente, de forma que llegue finalmente a cambiarlo, un poco como la llamada de Jesús a «poner la otra mejilla» o a caminar dos millas con su adversario, haciendo así que éste revise su comportamiento (cf. Mateo 5, 39-41). Esto se confirma en el texto que sigue, en el que se muestra el verdadero objetivo del amor: vencer al mal con el bien.

Pablo afirma así que aquellos que aman a los enemigos no solamente «se perfeccionan», como dice el evangelio de Mateo, sino que contribuyen también a superar la enemistad con el amor, siguiendo a Jesús, que dio ejemplo con su muerte en la cruz.

- Cuando alguien quiere herirme, ¿cómo reacciono?

- ¿Cómo puedo compartir las alegrías y las tristezas de los que me rodean?

- ¿Qué ejemplo puedo dar de una situación en la que el bien hecho a una persona haya triunfado sobre el mal?

"Amad a vuestros enemigos" ROCA O PLAYA ANTE LA OLA Fray Marcos

Sigue Mateo en el sermón del monte, con la intención de armonizar el AT con la predicación de Jesús. Ante la lectura de este evangelio, uno se queda sin aliento. No hagáis frente al que os agravia. Ama a tu enemigo y reza por él. Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto.

Si repaso detenidamente estas exigencias, descubriré lo que me falta para cumplirlas como nos pide Jesús. Me creo perfecto porque no robo ni mato, pero el evangelio me pide mucho más. Tal vez Nietzsche tenía más razón de lo que pensamos cuando decía: "Sólo hubo un cristiano y ese murió en la cruz."

Sinceramente creo que la verdadera dimensión cristiana está aún por inaugurar. Hemos construido miles de templos; hemos llevado la cruz a todos los rincones del orbe; hemos elaborado sumas teológicas como para parar un tren; hemos creado leyes que regulan todas nuestras acciones; hemos recorrido el mundo entero en busca de nuevos cristianos; hemos sido extremadamente exigente con relación a algunas normas y leyes; y resulta que el único principio esencialmente cristiano está completamente olvidado y sin repercusión alguna en nuestra vida. Parece que nos han colocado el listón tan alto, que hemos optado por olvidarnos de él y pasar tranquilamente por debajo.

Sabéis que está mandado: “ojo por ojo y diente por diente" Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Aunque nos parezca hoy bárbara la máxima de ‘ojo por ojo’, se trata de un intento de superar el instinto de venganza que nos lleva a hacer el máximo daño posible al que me ha hecho algún daño.

En nuestra civilización occidental, tenemos completamente asumido que la meta es la justicia, identificada con el ojo por ojo. Creo que la racionalidad y el jurisdicismo occidental nos impiden la comprensión del verdadero cristianismo. Tenemos tan incrustado en nuestro ser, que lo primero es la justicia, que no nos queda lugar para la visión cristiana del hombre. ¿Quién de nosotros, todos muy católicos, ante un agravio se queda tan tranquilo?

Reclamamos justicia, pero si examinamos esa justicia que exigimos, descubriremos con horror, que lo que intentamos todos es hacer de la justicia un instrumento de venganza. Se utilizan las leyes para hacer todo el daño que se pueda al enemigo; eso sí, dentro de la legalidad y amparados por la sociedad.

(Los buenos abogados son aquellos que son capaces de ganar los pleitos cuando la razón está de parte del contrario. Se considera el mayor éxito profesional y le felicitan por ello.)

Como siempre, las frases tan concisas y profundas pueden entenderse mal. No nos dice Jesús que no debamos hacer frente a la injusticia. Contra la injusticia hay que luchar siempre con todas la “fuerzas”. Tenemos la obligación de defendernos cuando nos afecta personalmente, pero sobre todo, tenemos la obligación de defender a los demás de toda clase de injusticia.

Lo que nos pide el evangelio es, que nunca debemos eliminar la injusticia dañando al injusto. Si tenemos que utilizar la violencia para eliminar una injusticia, estamos manifestando nuestra incapacidad de eliminarla humanamente.

No convenceré al injusto si me empeño en demostrarle que me hace daño a mí o a otro. Pero si soy capaz de demostrarle que con su actitud se está haciendo un daño irreparable a sí mismo, sin duda cambiaría de actitud. Lee este párrafo una y otra vez; es vital que lo comprendas bien.

Habéis oído que se dijo: “amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo" Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Es verdad que no se encuentra la cita exacta en el AT, pero era la práctica común en toda la tradición judía.

Hay que aclarar que para ellos el prójimo era el que pertenecía a su pueblo, a su raza, a su familia. El “enemigo” era siempre el extranjero, que atentaba real o potencialmente contra la seguridad el pueblo. Para poder subsistir, no tenían más remedio que defenderse de las agresiones.

Jesús da un salto de gigante y podemos apreciar que la diferencia entre ambas propuestas es abismal.

Debemos reconocer que el amor al enemigo es una asignatura pendiente. ¿Por qué tengo que amar al que me está haciendo la puñeta? El camino para la comprensión de esta norma, es largo y muy penoso. Tenemos que llegar a él, a través de un proceso de maduración, en el que debemos tomar conciencia de lo que nos une a los demás, que todos somos una sola cosa, y que en realidad, no hay enemigo.

En el fondo, el amor al enemigo no es más que una manifestación del verdadero amor; pero por ir radicalmente en contra del instinto de conservación, se ha convertido en la verdadera prueba de fuego del amor.

Tal vez la dificultad mayor para comprender esa manera de amar, está en que confundimos amor con sentimiento o con instinto. Más de una vez me habéis oído decir que el amor evangélico no es instinto ni sentimiento. Por lo tanto no podemos esperar que sea algo espontáneo.

El verdadero amor, sea al enemigo o a un hijo, sea el amor al terrorista, no es el instinto que nace de mi ser biológico y que por lo tanto está grabado en los genes. El amor de que estamos hablando es algo mucho más profundo y también más humano, por lo tanto tiene que estar originado y orientado por la parte más elevada de nuestro ser.

Vamos a desmenuzar un poco el tema, porque es de la máxima importancia para comprender todo el evangelio.

El DRAE define “enemigo” como “el que tiene mala voluntad a otro y le desea o hace mal”. Es decir que el enemigo es el que tiene la postura de animadversión, no el que la sufre.

El enemigo no tiene por qué obtener una respuesta de la misma categoría que su acción. Alguien puede considerarse enemigo mío, pero yo puedo mantenerme sin ninguna agresividad hacia él. En ese caso, yo no me convierto en el enemigo del que me ataca.

Creo que aquí está la clave para superar la aporía. Si me constituyo en enemigo, he destrozado toda posibilidad de poder amarle.

Un ejemplo puede aclarar lo que quiero decir. En el mar siempre habrá olas, de mayor o menor tamaño, pero siempre estarán ahí. Al llegar al litoral, la misma ola puede encontrar la roca o puede encontrarse con la arena. ¡Qué diferencia! Contra la roca estalla en mil pedazos. Con la arena se encuentra suavemente y de manera imperceptible. Incluso si la ola es muy potente, rompe sobre sí misma y se destruye.

¿Necesitas explicación? Pues voy a dártela. Los enemigos van a estar siempre ahí. Pero la manera de encontrarte con ellos dependerá siempre de ti.

Si eres roca, el encuentro se manifestará estruendosamente y ambos os dañaréis.

Si eres playa, todo su potencial queda anulado y llegará hasta ti con la mayor suavidad.

Un detalle, la roca y la arena, están hechas de la misma materia, solo cambia su aspecto exterior.

Como en el caso de la roca, tu rígida postura lo que hace es potenciar la fuerza del enemigo, dejando patente su energía. Es lo que espera y lo que recompensa su actitud. La mejor manera de vengarte del que se acerca a ti como enemigo, es privarle de esa satisfacción y demostrarle así lo ridículo de todo su poder.

Así seréis hijos de vuestro Padre… Aquí encontramos una de las mejores muestras de lo que se entendía por hijo en tiempo de Jesús. Hijo era el que salía al padre, el que era capaz de imitarle en todo. Viendo al hijo, uno podía adivinar quién era su padre.

También podemos descubrir la idea de Dios que tenía Jesús. Un Dios que ama a todos por igual porque su amor no es la respuesta a unas actitudes o unas acciones sino anterior a toda acción humana. Dios me ama no porque yo sea bueno sino porque él es bueno.

Hacer referencia a la perfección de Dios, nos tiene que hacer pensar en que nuestra capacidad de perfección es infinita, y que no podemos darnos por satisfechos nunca. Dios es infinita bondad.

Dios como punto de referencia de nuestro amor, nos puede dar una pista para tratar de comprender el amor al enemigo. Imposible de comprender esta exigencia mientras sigamos pensando en un dios que manda a sus enemigos al infierno.

En contra de lo que se nos ha dicho con demasiada frecuencia, Dios no ama exclusivamente a los buenos, sino que Él ama infinitamente a todos. De la misma manera, el amor que yo tengo a los demás, no puede estar originado ni condicionado por lo que el otro es o tiene, sino por la calidad de mi propio ser.

El amor no es respuesta a las actuaciones o cualidades de un ser; su origen tiene que estar en mí, y solo afecta al otro como objetivo, como meta.

Si no hemos llegado al amor al enemigo, podemos tener la total certeza de que todo lo que nosotros hemos llamado amor, no tiene nada que ver con el amor del evangelio, el amor que nos ha exigido Jesús para ser sus discípulos.

Con la palabra ‘amor’ expresamos hoy una infinidad de conceptos, no solo distintos sino radicalmente opuestos. Incluso el más refinado de los egoísmos que es aprovecharse del otro en lo más íntimo, también le llamamos amor. Es imprescindible hacer un serio examen de conciencia para saber de qué estamos hablando cuando nos referimos al amor del evangelio.

Meditación-contemplación:

Si quieres vivir en paz y en armonía

No pretendas ir a nadie como ola agresiva.

Pero a todo el que venga hacia ti con violencia latente,

acógele con suavidad y quedará frustrado y sin violencia.

No se te ocurra intentar amar a otra persona,

si te acercas a él como enemigo.

Descubre, más bien, que no tienes ningún enemigo,

porque eso depende exclusivamente de ti.

El verdadero amor de una madre a su hijo

tiene que haber superado el instinto.

De la misma manera, el amor al que viene a hacerte daño

tiene que superar el instinto contrario

(DE FE ADULTA)

lunes, 7 de febrero de 2011

Proyecto de reconciliación 70 veces 7 – La Nación

Trabajar por la paz, sin negar los trágicos y dolorosos momentos de la violencia desatada en los años 70, con la mira puesta en una sincera reconciliación y la bandera blanca del perdón, es el propósito del Proyecto 70 veces 7, que llevan adelante familiares de víctimas de la represión y la lucha subversiva, ex represores y ex miembros de organizaciones guerrilleras. Luego de seis meses de trabajo en común, hicieron público el ideario del movimiento, inspirado en el llamado a la reconciliación que hizo el año último monseñor Carmelo Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia y de larga militancia y compromiso en favor del respeto de los derechos humanos.
Con un nombre que resume las enseñanzas de Jesús para ofrecer el perdón, el proyecto reúne, entre otros, a José María Sacheri, hijo del dirigente católico Carlos Sacheri, asesinado en 1974 por el ERP; Cristina Cacabelos, hermana de una militante de Montoneros muerta en un enfrentamiento, y Beatriz Fernández, que integra la comunidad de la iglesia de Santa Cruz, donde fueron secuestradas las monjas francesas desaparecidas.
Más allá de partir de un pasado que promovió la división y el enfrentamiento, el documento liminar del Proyecto 70 veces 7 intenta desalentar el espíritu revanchista con que desde muchos sectores políticos se mira el pasado reciente. "Nos duele nuestra patria herida y dividida por antinomias recurrentes, el tejido social fragmentado, disperso, con vínculos destruidos y una exacerbación del resentimiento entre hermanos, además de una ideologización y reivindicación acrítica de aquella lucha fratricida", señala la declaración de principios, dada a conocer la semana última por medio de la agencia AICA. "Con un criterio amplio -añaden sus integrantes-, pretendemos humildemente convocar para la maduración y concreción de esta causa a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que tengan como meta el bien común y la paz de los argentinos."
El punto de partida de la propuesta fue la mesa redonda "Reconciliándonos con la historia", que reunió en la última Feria del Libro, en mayo de 2010, a Augusto Larrabure, hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado y muerto por la subversión; Luis Labraña, docente y ex militante guerrillero, y a monseñor Giaquinta, que llamó a "desatar las ataduras que nos tienen prisioneros del pasado" para "volver a caminar como nación". Su prédica germinó y cosechó el Proyecto 70 veces 7, que insiste en la vía del perdón y la reconciliación. Sus miembros procuran "hacernos cargo de nuestra responsabilidad ciudadana en un proceso de pacificación humilde y sustentable que reconstruya relaciones quebradas por la violencia y que genere espacios de convivencia y concordia". Los inspira el objetivo común de que "nuestros hijos y nietos hereden una Argentina en paz y no les dejemos la pesada carga de seguir padeciendo las consecuencias de una terrible violencia que ni siquiera vivieron directamente".

mvedia@lanacion.com.ar

jueves, 3 de febrero de 2011

CINE: HOMBRES Y DIOSES (fragmentos del texto) Los trapenses mártires de Argelia

No sé por qué el título español dice “De dioses y hombres”, siguiendo a la versión inglesa (“Of Gods and men”). Creo que el original francés (“Des hommes et des dieux”) debería traducirse más bien “Hombres y dioses”. La película no habla “acerca de dioses y hombres”, sino acerca de unos hombres tan humanos que encarnan a Dios. Pues Dios no habita en el cielo, ni desciende a veces de lo alto, sino que es la entraña de la tierra y de todo lo entrañable. Y cuando entrañas a Dios en tu vida, entonces eres dios con minúscula e incluso con mayúscula.

Soy lego en la materia, y no sé juzgar sobre la calidad artística de la fotografía, el montaje, la interpretación o la banda sonora. Pero me parece una película maravillosa. Uno se siente subyugado, sumergido de comienzo a fin en un mundo de belleza y de bondad, Y uno se dice:

“¡Oh, sí! Esto es lo real, lo más verdadero a pesar de todo. Esta es la humanidad verdadera, más allá de la dominación, la vanidad y la codicia. Esta es la religión verdadera más allá de la verdad, de la ley y del miedo. Oh sí, Dios es Eso, es Ahí, ese Fondo o ese Rostro de ternura en que todos podemos descansar. Dios es ese silencio que estalla en palabras y melodías. Dios es esa penumbra en que todo se ilumina. Dios es esa conversación tan natural entre el anciano y entrañable monje médico y la sencilla muchacha musulmana que le habla de sus amores, sentados ambos contra el muro del monasterio al sol de la tarde. Dios es esa naturalidad, esa franqueza, esa humildad. Dios es esa Humanidad”.

La historia es conocida: en la noche del 26 de marzo de 1996, siete monjes cistercienses del monasterio de Tibhirine, en el Atlas argelino, fueron secuestrados por el Grupo Islámico Armado (GIA); el 31 de mayo, el ejército argelino halló las cabezas cortadas (nunca los cuerpos) de los siete monjes.

Nunca se ha aclarado la autoría del múltiple crimen. El Gobierno argelino y el Gobierno francés (poder colonial de Argelia hasta 1962) informaron que los monjes habían sido ejecutados por la GIA que los secuestró. Pero hay muchos indicios de que fue el propio ejército argelino el que los mató tanto a ellos como a sus secuestradores, y falsearon la información para así desacreditar a los islamistas de la GIA dentro y fuera de Argelia. Así lo piensan los monjes de Notre Dame de l’Atlas Midelt (Marruecos), fundación que prolonga el monasterio de Tibhirine.

Pero la película no toma partido por ninguna hipótesis sobre la autoría del asesinato, pues eso no es fundamental para el mensaje que quiere transmitir. ¡Hay tantas muertes en todos los lados! El poder colonial francés, el régimen argelino violento, el islamismo violento… ¡Hay tantos poderes que matan!

La película no acusa a unos exculpando a otros, no divide el mundo entre buenos y malos, no llama al odio, el castigo, la venganza. Ni por ello incurre en eso que muchos –tendrán que preguntarse por qué–, en cuanto alguien apela a la bondad, se apresuran a denigrar como “buenismo”.

La película nos sumerge en la vida cotidiana de unos monjes buenos que comparten la tierra, la oración, las fiestas, la vida con los musulmanes de la pequeña aldea en la montaña soleada y fría. Su vida corre peligro, pero allí se quedan. La película nos sumerge en la bondad de los monjes, en la bondad de las gentes musulmanas, incluso en la bondad herida que se oculta bajo las armas de los terroristas. La bondad limpia, la bondad que cree, la bondad que perdona, la bondad que cura también al terrorista.

“Hombres y dioses” no oculta la duda, el miedo, la herida, pero es un acto de fe y de esperanza en la humanidad, Sacramento del Misterio Consolador en el corazón de la vida.

“Somos como unos pajarillos en una débil rama”. Seamos esa débil rama que sostiene a ese pobre pajarillo en su desamparo.

La película no enmascara el fanatismo, la violencia, la crueldad, pero no se detiene ni nos encierra ahí, sino que nos conduce más allá, desde más allá. Mirad el Misterio y dejaos acoger, nos dice. No endurezcáis el corazón. Creed en la bondad, creed en la belleza. También la noche está llena de luz.

El corazón humano está lleno de dudas y de heridas, pero hay un bálsamo, y aun cuando no queden medicinas, puede quedar todavía una mirada, una palabra bondadosa. El mundo está lleno de inseguridad y de horrores, pero la paz del corazón es posible, la paz de la tierra es posible. Las religiones están llenas de opresión y perversiones, pero debería bastar la llamada del muecín o el eco de un salmo para convertirnos al Misterio que nos habita y regenera.

“Hombres y dioses”. Estos dos términos no designan seres distintos: seres humanos de la tierra por un lado, seres divinos o dioses celestes por otro. No. Todos los seres humanos guardan un misterio divino que están llamados a revelar y realizar. Ya lo dijo el Salmo bíblico, hablando de los hombres: “Sois dioses, hijos del Altísimo todos” (Sal 82,6).

El monje que ora y cura, la muchacha que cuenta sus primeros amores, el musulmán que reza al Único Dios, el terrorista que empuña el arma, el soldado que mata… son hijas e hijos de Dios. Diré más: son Dios mismo, pues Dios habita y alienta en su corazón, aunque aún no sea en ellos enteramente Dios.

Cuando una comunidad musulmana ora, celebra y canta – “somos orantes en medio de un pueblo de orantes”, solía decir Christian, el prior del monasterio–, entonces Dios ora, celebra y canta. Cuando unos monjes son secuestrados y asesinados, entonces Dios es secuestrado y asesinado. ¿Y qué nos curará, nos hará libres, nos hará dioses, sino la misericordia o la humanidad de Dios que se manifiesta en toda belleza y en toda bondad?

La belleza, la bondad, la humanidad no tienen dueños. Dios tampoco tiene dueño, pues se derrama y se regala en todos los seres, más allá de todos los esquemas y de todos los sistemas religiosos, dogmáticos o morales. Pienso por ello que nadie debiera utilizar esta película para defender su causa particular, especialmente religiosa.

(...) la película, sin estridencia ni agresividad, dice (…): “Donde no hay bondad, no se cree en Dios”. Lo dice más bien en forma positiva: “Donde hay bondad, allí está Dios”. Ya lo dijo san Juan. Ya lo dijo Jesús.

José Arregi (en Fe adulta)

Una pausa para la reflexión poética

SI FUÉRAMOS CAPACES...

Si fuéramos capaces

de juntar hombro con hombro,

brazos con brazos

y llevar el mismo ritmo en este tiempo aciago...

Si fuéramos capaces

de compartir tantos sueños,

fatigas, lágrimas y fracasos

que nos acompañan en el camino diario...

Si nos hiciéramos uno,

unos con otros respetándonos,

unos junto a otros solidarizándonos,

sin dejar de ser proyecto evangélico...

Si nos hiciéramos grito,

rostro y buena noticia

dentro y fuera de la Iglesia

para todos los que buscan a tientas...

Si nos abrazáramos

más allá de las conveniencias,

de leyes, credos y mandatos

psicológicos, sociales y religiosos...

Si al abrazarnos

nos transmitiéramos luz,

calor, vida y sabor

para gustar toda la creación...

Si construyéramos un bloque

de enamorados corazones

sensibles a todo lo que surge

en los cuatro puntos cardinales...

Si construyéramos una casa,

tu casa solariega en esta tierra,

con puertas y ventanas abiertas

y sala de encuentros bien acogedora...

Si fuéramos luz humilde

que no quiere ocultarse

y no teme manifestarse

en las plazas y sendas de la historia....

Si fuéramos sal no devaluada

que no teme mezclarse

ni perderse entre la gente

para darles sabor y gracia...

Si creyéramos que es posible

encontrarte y gozarte

en nuestro lodo de siempre

cubierto ya con tantos disfraces.

Si creyéramos, si fuéramos,

si hiciéramos, si nos abrazáramos...

¡Qué hermosa arquitectura se alzaría

para que todos viviéramos a gusto,

en este tiempo y en esta tierra,

más allá de nuestras ideologías!


Florentino Ulibarri (en Fe adulta)

miércoles, 2 de febrero de 2011

El perdón: una posibilidad humana. Jacques Derrida

ENTREVISTA A DERRIDA por Michel Wieviorka, 1999

Michel Wieviorka. Su seminario trata acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, ¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?

Jacques Derrida. En principio, no hay un límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que, evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a situar.

1. En primer lugar, porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las cuales corresponden al derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en principio heterogéneo e irreductible.

2. Por enigmático que siga siendo el concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición -compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en juego o saca a la luz.

3. En consecuencia y éste es uno de los hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de “perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de “contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta, entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento “performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar.

Incluso cuando palabras como “crimen contra la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde, con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen” movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.

Ya se vea en esto un inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de “crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo sobrecogedor de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del apartheid como “crimen contra la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la ONU.

Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación, de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la “mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.

Si, como sugería hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó ciertamente sus heartfelt apologies a título personal, sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo político.

Correré entonces el riesgo de enunciar esta proposición: cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica.

Por lo tanto, habría que interrogar desde este punto de vista lo que se llama la mundialización y lo que en otra parte[ii] propongo apodar la mundialatinización -para tomar en cuenta el efecto de cristiandad romana que sobredetermina actualmente todo el lenguaje del derecho, de la política, e incluso la interpretación del llamado “retorno de lo religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna secularización llega a interrumpirlo, muy por el contrario.

Para abordar ahora el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez con la paradoja: es preciso, me parece, partir del hecho de que, sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e implacable, sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que ahí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Sólo puede ser posible si es im-posible. Porque, en este siglo, crímenes monstruosos (“imperdonables”, por ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí mismo no es quizás tan nuevo- sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados por una “conciencia universal” mejor informada que nunca, porque esos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o porque se ha buscado hacerlos escapar, en su exceso mismo, de la medida de toda justicia humana, y la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable mismo, entonces!) reactivada, re-motivada, acelerada.

Al sancionarse, en 1964, la ley que decidió en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, se abrió un debate. Menciono al pasar que el concepto jurídico de lo imprescriptible no equivale para nada al concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo tiempo al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y no obstante rehusar el perdón. Queda abierta la cuestión de que la singularidad del concepto de imprescriptibilidad (por oposición a la “prescripción”, que tiene equivalentes en otros derechos occidentales, por ejemplo, el norteamericano) responde quizás a que introduce además, como el perdón o como lo imperdonable, una especie de eternidad o de trascendencia, el horizonte apocalíptico de un juicio final: en el derecho más allá del derecho, en la historia más allá de la historia. Éste es un punto crucial y difícil. En un texto polémico titulado justamente “Lo imprescriptible”, Jankélévitch declara que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la humanidad del hombre: no contra “enemigos” (políticos, religiosos, ideológicos), sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra la capacidad misma de perdonar-. De modo análogo, Hegel, gran pensador del “perdón” y de la “reconciliación”, decía que todo es perdonable salvo el crimen contra el espíritu, es decir, contra la capacidad reconciliadora del perdón. Tratándose evidentemente de la Shoá, Jankélévitch insistía sobre todo en otro argumento, a sus ojos decisivo: menos aún puede hablarse de perdonar, en este caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón. No reconocieron su culpa y no manifestaron ningún arrepentimiento. Esto es al menos lo que sostiene, algo apresuradamente quizás, Jankélévitch.

Ahora bien, yo estaría tentado a recusar esa lógica condicional del intercambio, esa presuposición tan ampliamente difundida según la cual sólo se podría considerar el perdón con la condición de que sea pedido, en un escenario de arrepentimiento que atestiguase a la vez la conciencia de la falta, la transformación del culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno del mal. Hay ahí una transacción económica que a la vez confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Es importante analizar a fondo la tensión, en el seno de la herencia, entre por una parte la idea, que es también una exigencia, del perdón incondicional, gratuito, infinito, aneconómico, concedido al culpable en tanto culpable, sin contrapartida, incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón y, por otra parte, como lo testimonian gran cantidad de textos, a través de muchas dificultades y sutilezas semánticas, un perdón condicional, proporcional al reconocimiento de la falta, al arrepentimiento y a la transformación del pecador, que pide explícitamente el perdón. Y quien entonces no es ya decididamente el culpable sino ahora otro, y mejor que el culpable. En esta medida, y con esta condición, no es ya al culpable como tal a quien se perdona. Una de las cuestiones indisociables de ésta, y que también me interesa, atañe entonces a la esencia de la herencia. ¿Qué es heredar cuando la herencia incluye un mandato a la vez doble y contradictorio? Un mandato que es preciso reorientar, interpretar activamente, performativamente, pero en la noche, como si debiéramos entonces, sin norma ni criterio preestablecidos, reinventar la memoria.

Pese a mi admirativa simpatía por Jankélévitch, e incluso cuando comprendo lo que inspira esta justa cólera, me es difícil seguirlo. Por ejemplo, cuando multiplica las imprecaciones contra la buena conciencia de “el alemán” o cuando truena contra el milagro económico del marco y la obscenidad próspera de la buena conciencia, pero sobre todo cuando justifica el rehusamiento a perdonar por el hecho, o más bien la alegación, del no-arrepentimiento. Dice, en resumen: “Si hubieran comenzado, al arrepentirse, por pedir perdón, hubiéramos podido considerar otorgárselo, pero no fue ése el caso”. Tuve más dificultad aún en seguirlo aquí en la medida en que, en lo que él mismo llama un “libro de filosofía”, Le pardon, publicado anteriormente, Jankélévitch había sido más favorable a la idea de un perdón absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y sobre todo cristiana. Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una “ética hiperbólica”: una ética, por lo tanto, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una obligación. Ética más allá de la ética, ése es quizá el lugar inhallable del perdón. Sin embargo, incluso en ese momento -y la contradicción por lo tanto subsiste- Jankélévitch no llegaba a admitir un perdón incondicional y que sería entonces concedido incluso a quien no lo pidiera.

Lo central del argumento, en “Lo imprescriptible”, y en la parte titulada “¿Perdonar?”, es que la singularidad de la Shoá alcanza las dimensiones de lo inexpiable. Ahora bien, para lo inexpiable no habría perdón posible, según Jankélévitch, ni siquiera perdón que tuviera un sentido, que produjera sentido. Porque el axioma común o dominante de la tradición, finalmente, y a mi modo de ver el más problemático, es que el perdón debe tener sentido. Y ese sentido debería determinarse sobre una base de salvación, de reconciliación, de redención, de expiación, diría incluso de sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en que ya no se puede punir al criminal con una “punición proporcional a su crimen” y que, en consecuencia, el “castigo deviene casi indiferente”, uno se encuentra con “lo inexpiable” -dice también “lo irreparable” (palabra que Chirac utilizó frecuentemente en su famosa declaración sobre el crimen contra los judíos durante el régimen de Vichy: “Francia, ese día, consumaba lo irreparable”). De lo inexpiable o lo irreparable, Jankélévitch deduce lo imperdonable. Y lo imperdonable, según él, no se perdona. Este encadenamiento no me parece evidente. Por el motivo que expuse (¿qué sería un perdón que sólo perdonara lo perdonable?) y porque esta lógica continúa implicando que el perdón sigue siendo el correlato de un juicio y la contrapartida de una punición posibles, de una expiación posible, de lo “expiable”.

Porque Jankélévitch parece entonces dar dos cosas por sentadas (como Arendt, por ejemplo, en La Condition de l’homme moderne):

1. El perdón debe seguir siendo una posibilidad humana -insisto sobre estas dos palabras y sobre todo sobre ese rasgo antropológico que decide acerca de todo (porque siempre se tratará, en el fondo, de saber si el perdón es una posibilidad o no, incluso una facultad, en consecuencia un “yo puedo” soberano, y un poder humano o no).

2. Esta posibilidad humana es el correlato de la posibilidad de punir -no de vengarse, evidentemente, lo que es otra cosa, a la que el perdón es más ajeno aún, sino de punir según la ley-. “El castigo”, dice Arendt, “tiene en común con el perdón que trata de poner término a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy significativo, es un elemento estructural del dominio de los asuntos humanos [bastardillas de JD], que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces de punir lo que se revela imperdonable.”

En “L’imprescriptible”, por lo tanto, y no en Le pardon, Jankélévitch se instala en este intercambio, en esta simetría entre punir y perdonar: el perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen ha devenido, como la Shoá, “inexpiable”, “irreparable”, fuera de toda medida humana. “El perdón ha muerto en los campos de la muerte”, dice. Sí. A menos que sólo se vuelva posible a partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría, por el contrario, con lo imperdonable.

Si insisto en esta contradicción en el seno de la herencia y en la necesidad de mantener la referencia a un perdón incondicional y aneconómico, es decir, más allá del intercambio e incluso del horizonte de una redención o una reconciliación, no lo hago por purismo ético o espiritual. Si digo: “Te perdono con la condición de que, al pedir perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo”, ¿acaso te perdono?; ¿qué es lo que perdono? y ¿a quién?; ¿qué perdono y a quién?; ¿perdono algo o perdono a alguien?

Primera ambigüedad sintáctica, por otra parte, que debería detenernos largo rato; entre “¿a quién?” y “¿qué?”. ¿Se perdona algo, un crimen, una falta, un daño, es decir un acto o un momento que no agota la persona incriminada y, en último análisis, no se confunde con el culpable que sigue siendo por lo tanto irreductible a ese algo? ¿O bien se perdona a alguien, absolutamente, no marcando ya entonces el límite entre el daño, el momento de la falta, y la persona que se tiene por responsable o culpable? Y en este último caso (pregunta “¿a quién se perdona?”), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo absoluto, a Dios, por ejemplo a determinado Dios que prescribió que perdonáramos al otro (hombre) para merecer a su vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia pidió perdón a Dios, no se arrepintió directamente o solamente ante los hombres, o ante las víctimas -por ejemplo, la comunidad judía, a la que sólo tomó como testigo, pero públicamente, es verdad, del perdón pedido realmente a Dios, etc.-.) Debo dejar abiertas estas inmensas cuestiones.

Imaginemos que perdono con la condición de que el culpable se arrepienta, se enmiende, pida perdón y por lo tanto sea transformado por un nuevo compromiso, y que desde ese momento ya no sea en absoluto el mismo que aquel que se hizo culpable. En ese caso, ¿se puede todavía hablar de un perdón? Sería demasiado fácil, de los dos lados: se perdonaría a otro distinto del culpable mismo. Para que exista perdón, ¿no es preciso, por el contrario, perdonar tanto la falta como al culpable en tanto tales, allí donde una y otro permanecen, tan irreversiblemente como el mal, como el mal mismo, y serían capaces de repetirse, imperdonablemente, sin transformación, sin mejora, sin arrepentimiento ni promesa? ¿No se debe sostener que un perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo imperdonable, y sin condiciones? Esta incondicionalidad está también inscrita -como su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento- en “nuestra” herencia, aun cuando esta pureza radical puede parecer excesiva, hiperbólica, loca. Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y que debe seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que arribe, que sorprenda, como una revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho. Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo político o de lo jurídico tal como se los entiende comúnmente. Jamás se podría, en ese sentido corriente de las palabras, fundar una política o un derecho sobre el perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos, se abusa de la palabra “perdón”. Porque siempre se trata de negociaciones más o menos declaradas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría Kant, de imperativos hipotéticos. Estas maniobras pueden ciertamente parecer honorables. Por ejemplo, en nombre de la “reconciliación nacional”, expresión a la que De Gaulle, Pompidou y Mitterrand han recurrido en el momento en que creyeron tener que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los crímenes del pasado, bajo la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En Francia, los más altos responsables políticos adoptaron por lo regular el mismo lenguaje: es preciso proceder a la reconciliación por la amnistía y reconstituir así la unidad nacional. Es un leitmotiv de la retórica de todos los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra Mundial, sin excepción. Fue literalmente el lenguaje de los que, tras el primer momento de depuración, decidieron la gran amnistía de 1951 para los crímenes cometidos bajo la Ocupación. Una noche, en un documental de archivo, escuché a M. Cavaillet decir, lo cito de memoria, que siendo entonces parlamentario, había votado por la ley de amnistía de 1951 porque era preciso, decía, “saber olvidar”; tanto más cuanto que en aquel momento -Cavaillet insistía duramente en ello-, el peligro comunista se vivía como lo más urgente. Había que hacer reingresar en la comunidad nacional a todos los anticomunistas que, colaboracionistas unos años antes, corrían el riesgo de verse excluidos del campo político por una ley demasiado severa y por una depuración demasiado poco olvidadiza. Reconstruir la unidad nacional significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un combate que continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría. Siempre hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien ofrece la reconciliación o la amnistía, y es necesario integrar siempre este cálculo en nuestros análisis. “Reconciliación nacional”, ése fue también, como dije, el lenguaje explícito de De Gaulle cuando volvió por primera vez a Vichy y pronunció allí un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad de Francia; ése fue literalmente el discurso de Pompidou, que habló también, en una famosa conferencia de prensa, de “reconciliación nacional” y de división superada cuando indultó a Touvier; ése fue también el lenguaje de Mitterrand cuando sostuvo, en varias ocasiones, que él era garante de la unidad nacional, y muy precisamente cuando rehusó declarar la culpabilidad de Francia bajo el régimen de Vichy (al que calificaba, como usted sabe, de poder no-legítimo o no-representativo, apropiado por una minoría de extremistas, mientras que sabemos que la cosa es más complicada, y no sólo desde el punto de vista formal y legal, pero dejemos esto). Inversamente, cuando el cuerpo de la nación puede soportar sin riesgo una división menor o ver incluso su unidad reforzada por procesos, por aperturas de archivos, por “levantamientos de represión”, entonces otros cálculos dictan hacer justicia en forma más rigurosa y más pública a lo que se llama el “deber de memoria”.

Siempre el mismo desvelo: actuar de modo que la nación sobreviva a sus discordias, que los traumatismos cedan al trabajo de duelo, y que el Estado-nación no se vea ganado por la parálisis. Pero aun ahí donde se lo podría justificar, ese imperativo “ecológico” de la salud social y política no tiene nada que ver con el “perdón” de que se habla en ese caso muy ligeramente. El perdón no corresponde, jamás debería corresponder, a una terapia de la reconciliación. Volvamos al notable ejemplo de Sudáfrica. Todavía en prisión, Mandela sintió el deber de asumir él mismo la decisión de negociar el principio de un procedimiento de amnistía. Para permitir sobre todo el regreso de los exiliados del Congreso Nacional Africano. Y con miras a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiera sido barrido a sangre y fuego por la venganza. Pero igual que la absolución, el sobreseimiento, e incluso el “indulto” (excepción jurídico-política de la que volveremos a hablar), tampoco la amnistía significa el perdón. Ahora bien, cuando Desmond Tutu fue nombrado presidente de la Comisión Verdad y Reconciliación, cristianizó el lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente crímenes de motivación “política” (problema enorme que renuncio a tratar aquí, como renuncio a analizar la compleja estructura de la mencionada comisión, en sus relaciones con las otras instancias judiciales y procedimientos penales que debían seguir su curso). Con tanta buena voluntad como confusión, me parece, Tutu, arzobispo anglicano, introduce el vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto le fue reprochado, además, y entre otras cosas, por una parte no cristiana de la comunidad negra. Sin hablar de los peligrosos riesgos de traducción que aquí sólo puedo mencionar pero que, como el recurso al lenguaje mismo, atañen también al segundo aspecto de su pregunta: la escena del perdón, ¿es una confrontación personal o bien apela a alguna mediación institucional? (Y el lenguaje mismo, la lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, entonces, siempre para seguir una concepción de la tradición abrahámica, el perdón debe comprometer dos singularidades: el culpable (el “perpetrator”, como se dice en Sudáfrica) y la víctima. Desde el momento en que interviene un tercero se puede a lo sumo hablar de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc. Pero ciertamente no de perdón puro, en sentido estricto. El estatuto de la Comisión Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo en este asunto, como el discurso de Tutu, que oscila entre una lógica no penal y no reparadora del “perdón” (la llama “restauradora”) y una lógica judicial de la amnistía. Se debería analizar con más detalle la inestabilidad equívoca de todas esas autointerpretaciones.

Gracias a una confusión entre el orden del perdón y el orden de la justicia -pero abusando tanto de su heterogeneidad como del hecho de que el tiempo del perdón escapa del proceso judicial-, siempre es posible remedar el escenario del perdón “inmediato” y casi automático para escapar de la justicia. La posibilidad de este cálculo está siempre abierta y se podrían dar muchos ejemplos. Y contraejemplos. Así, Tutu cuenta que un día una mujer negra atestigua ante la Comisión. Su marido había sido asesinado por policías torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la traduce más o menos así, en su idioma cristiano (anglo-anglicano): “Una comisión o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo. (And I am rot ready to forgive.) Y no estoy dispuesta a perdonar -o lista para perdonar-”. Palabras muy difíciles de entender. Esta mujer víctima, esta mujer de víctima[iii] quería seguramente recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además ningún sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no tiene nada que ver con el juicio, justamente. Ni siquiera con el espacio público o político. Incluso si el perdón fuera “justo”, lo sería de una justicia que no tiene nada que ver con la justicia judicial, con el derecho. Hay tribunales de justicia para eso, y esos tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de este término. Esta mujer quería tal vez sugerir otra cosa: si alguien tiene alguna calificación para perdonar, es sólo la víctima y no una institución tercera. Porque por otra parte, incluso si esta esposa también era una víctima, de todos modos, la víctima absoluta, si se puede decir así, seguía siendo su marido muerto. Sólo el muerto hubiera podido, legítimamente, considerar el perdón. La sobreviviente no estaba dispuesta a sustituir abusivamente al muerto. Inmensa y dolorosa experiencia del sobreviviente: ¿quién tendría el derecho de perdonar en nombre de víctimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes, en cierta manera. Desaparecidas por esencia, nunca están ellas mismas absolutamente presentes, en el momento del perdón invocado, como las mismas, las que fueron en el momento del crimen; y a veces están ausentes en su cuerpo, incluso a menudo muertas.

Vuelvo un instante al equívoco de la tradición. A veces el perdón (concedido por Dios o inspirado por la prescripción divina) debe ser un don gratuito, sin intercambio e incondicional; a veces, requiere, como condición mínima, el arrepentimiento y la transformación del pecador. ¿Qué consecuencia resulta de esta tensión? Al menos ésta, que no simplifica las cosas: si nuestra idea del perdón se derrumba desde el momento en que se la priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su pureza incondicional, no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es heterogéneo, a saber, el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la transformación, cosas todas que le permiten inscribirse en la historia, el derecho, la política, la existencia misma. Estos dos polos, el incondicional y el condicional, son absolutamente heterogéneos y deben permanecer irreductibles uno al otro. Sin embargo, son indisociables: si se quiere, y si es preciso, que el perdón devenga efectivo, concreto, histórico, si se quiere que venga, que tenga lugar cambiando las cosas, es necesario que su pureza se comprometa en una serie de condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Es entre esos dos polos, irreconciliables pero indisociables, donde deben tomarse las decisiones y las responsabilidades. Pero pese a todas las confusiones que reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, a la absolución o a la prescripción, al trabajo de duelo o a alguna terapia política de reconciliación, en suma a alguna ecología histórica, jamás habría que olvidar que todo esto se refiere a una cierta idea del perdón puro e incondicional, sin la cual este discurso no tendría el menor sentido. Lo que complica la cuestión del “sentido” es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón puro e incondicional, para tener su sentido estricto, debe no tener ningún “sentido”, incluso ninguna finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible. Habría que seguir ocupándose sin descanso de las consecuencias de esta paradoja o aporía.

Lo que se denomina el derecho de gracia es un ejemplo de esto, a la vez un ejemplo entre otros y el modelo ejemplar. Porque si es verdad que el perdón debería permanecer heterogéneo al orden jurídico-político, judicial o penal; si es verdad que debería cada vez, en cada caso, seguir siendo una excepción absoluta, hay una excepción a esta ley de excepción, en cierto modo, y es justamente, en Occidente, esa tradición teológica que concede al soberano un derecho exorbitante. Porque el derecho de gracia es precisamente, como su nombre lo indica, del orden del derecho, pero de un derecho que inscribe en las leyes un poder por encima de las leyes. El monarca absoluto de derecho divino puede indultar a un criminal, es decir, practicar, en nombre del Estado, un perdón que trasciende y neutraliza el derecho. Derecho por encima del derecho. Como la idea de soberanía misma, este derecho de gracia fue readaptado en la herencia republicana. En algunos Estados modernos de tipo democrático, como Francia, se diría que ha sido secularizado (si esta palabra tuviera un sentido fuera de la tradición religiosa que mantiene, aunque pretenda sustraerse a ella). En otros, como los Estados Unidos, la secularización no es siquiera un simulacro, puesto que el presidente y los gobernadores, que tienen el derecho de gracia (pardon, clemency), prestan ante todo juramento sobre la Biblia, sostienen discursos oficiales de tipo religioso e invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se dirigen a la nación. Lo que importa en esta excepción absoluta que es el derecho de gracia, es que la excepción del derecho, la excepción al derecho está situada en la cúspide o en el fundamento de lo jurídico-político. En el cuerpo del soberano, encarna lo que funda, sostiene o erige, en lo más alto, con la unidad de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y el ejercicio del derecho. Como siempre ocurre, el principio trascendental de un sistema no pertenece al sistema. Le es extraño como una excepción.

Sin discutir el principio de este derecho de gracia, por más “elevado” que sea, por más noble pero también más “escurridizo” y más equívoco, más peligroso, más arbitrario que sea, Kant recuerda la estricta limitación que habría que imponerle para que no diera lugar a las peores injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí donde el crimen lo afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la garantía misma del derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la lógica hegeliana de la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen contra lo que da el poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva -el espíritu según Hegel, y lo que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es justamente esto imperdonable, y sólo esto imperdonable, lo que el soberano tiene todavía el derecho de perdonar, y solamente cuando “el cuerpo del rey”, en su función soberana, es afectado a través del otro “cuerpo del rey”, que es aquí lo “mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico. Fuera de esta excepción absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde los daños afecten a los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no podría ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido por el soberano en forma condicional, en función de una interpretación o de un cálculo en cuanto a lo que entrecruce un interés particular (el propio o el de los suyos o de una fracción de la sociedad) y el interés del Estado. Un ejemplo reciente lo daría Clinton, quien nunca estuvo inclinado a indultar a nadie y que es un partidario más bien aguerrido de la pena de muerte. Ahora bien, él llega, utilizando su right to pardon, a indultar a unos portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues bien, los republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo, acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su próxima campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los puertorriqueños son muchos.

En el caso a la vez excepcional y ejemplar del derecho de gracia, allí donde lo que excede lo jurídico-político se inscribe, para fundarlo, en el derecho constitucional, hay y no hay ese encuentro o esa confrontación personal, y del cual puede pensarse que es exigido por la esencia misma del perdón. Ahí donde éste debería sólo comprometer singularidades absolutas, no puede manifestarse en cierta forma sin apelar al tercero, a la institución, al carácter de social, a la herencia transgeneracional, al sobreviviente en general; y ante todo a esa instancia universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber ahí, de una o de otra parte, un escenario de perdón sin un lenguaje compartido? No se comparte sólo una lengua nacional o un idioma, sino un acuerdo sobre el sentido de las palabras, sus connotaciones, la retórica, la orientación de una referencia, etc. Ésa es otra forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no comparten ningún lenguaje, cuando nada común y universal les permite entenderse, el perdón parece privado de sentido, uno se encuentra precisamente con lo imperdonable absoluto, con esa imposibilidad de perdonar de la que decíamos sin embargo hace un momento que era, paradójicamente, el elemento mismo de cualquier perdón posible. Para perdonar es preciso por un lado que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber quién es culpable de qué mal hacia quién, etc. Cosa ya muy improbable. Porque imagínese lo que una “lógica del inconsciente” vendría a perturbar en ese “saber”, y en todos los esquemas en que detenta no obstante una “verdad”. Imaginemos además lo que pasaría cuando la misma perturbación hiciera temblar todo, cuando llegara a repercutir en el “trabajo del duelo”, en la “terapia” de la que hablábamos, y en el derecho y en la política. Porque si un perdón puro no puede -no debe- presentarse como tal, exhibirse por lo tanto en el teatro de la conciencia sin, en el mismo acto, negarse, mentir o reafirmar una soberanía, ¿cómo saber lo que es un perdón -si algún día tiene lugar-, y quién perdona a quién, o qué a quién? Porque por otro lado, si es preciso, como decíamos recién, que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber, a conciencia, quién es culpable de qué mal hacia quién, etc., y esto sigue siendo muy improbable, lo contrario también es verdad. Al mismo tiempo, es preciso efectivamente que la alteridad, la no-identificación, la incomprensión misma permanezcan irreductibles. El perdón es, por lo tanto, loco, debe hundirse, pero lúcidamente, en la noche de lo ininteligible. Llamemos a esto lo inconsciente o la no-conciencia, como usted prefiera. Desde que la víctima “comprende” al criminal, desde que intercambia, habla, se entiende con él, la escena de la reconciliación ha comenzado, y con ella ese perdón usual que es cualquier cosa menos un perdón. Aun si digo “no te perdono” a alguien que me pide perdón, pero a quien comprendo y me comprende, entonces ha comenzado un proceso de reconciliación, el tercero ha intervenido. Pero se acabó el asunto del perdón puro.

M. W. En las situaciones más terribles, en África, en Kosovo, ¿no se trata, precisamente, de una barbarie de proximidad, donde el crimen se produce entre personas que se conocen? ¿El perdón no implica lo imposible: estar al mismo tiempo en algo diferente de la situación anterior, antes del crimen, comprendiendo simultáneamente la situación anterior?

J. Derrida: En lo que usted llama la “situación anterior” podría haber, en efecto, todo tipo de proximidades: lenguaje, vecindad, familiaridad, incluso familia, etc. Pero para que el mal surja, el “mal radical” y quizá peor aún, el mal imperdonable, el único que hace surgir la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo de esta intimidad, un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esta hostilidad destructora sólo puede dirigirse a lo que Lévinas llama el “rostro” del otro, el otro semejante, el prójimo más próximo, entre el bosnio y el servio, por ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia. ¿El perdón debe entonces tapar el agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión? Por supuesto, nadie se atrevería decentemente a objetar el imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a los crímenes y a las discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y el proceso de reconciliación, esta reconstitución de una salud o de una “normalidad”, por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las amnesias, el “trabajo de duelo”, etc. Un perdón “finalizado” no es un perdón, es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica. En Argelia hoy, pese al dolor infinito de las víctimas y el daño irreparable que sufren para siempre, se puede pensar, ciertamente, que la supervivencia del país, de la sociedad y del Estado pasa por el anunciado proceso de reconciliación. Desde este punto de vista se puede “comprender” que un comicio haya aprobado la política prometida por Bouteflika. Pero creo inapropiada la palabra “perdón” que fue pronunciada en esa ocasión, en particular por el jefe del Estado argelino. Me parece injusta a la vez por respeto a las víctimas de crímenes atroces (ningún jefe de Estado tiene derecho a perdonar en su lugar) y por respeto al sentido de esta palabra, a la incondicionalidad no negociable, aneconómica, a-política y no-estratégica que éste prescribe. Pero, una vez más, ese respeto por la palabra o por el concepto no traduce solamente un purismo semántico o filosófico. Todo tipo de “políticas” inconfesables, todo tipo de maniobras estratégicas pueden ampararse abusivamente tras una “retórica” o una “comedia” del perdón para saltear la etapa del derecho. En política, cuando se trata de analizar, de juzgar, hasta de oponerse prácticamente a esos abusos, es de rigor la exigencia conceptual, incluso allí donde ésta toma en cuenta, embrollándose en ellas y declarándolas, paradojas o aporías. Ésta es, una vez más, la condición de la responsabilidad.

M. W. ¿Entonces usted está permanentemente repartido entre una visión ética “hiperbólica” del perdón, el perdón puro, y la realidad de una sociedad ocupada en procesos pragmáticos de reconciliación?

J. Derrida: Sí, permanezco “repartido”, como usted dice tan acertadamente. Pero sin poder, ni querer, ni deber optar. Ambos polos son irreductibles uno a otro, ciertamente, pero siguen siendo indisociables. Para modificar el curso de la “política” o de lo que usted acaba de llamar los “procesos pragmáticos”, para cambiar el derecho (que se encuentra atrapado entre los dos polos, el “ideal” y el “empírico” -y lo que me interesa aquí es, entre ambos, esa mediación universalizante, esa historia del derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho-), es necesario referirse a lo que usted acaba de llamar “visión ética ‘hiperbólica’ del perdón”. Aunque yo no esté seguro de las palabras “visión” o “ética”, en este caso, digamos que sólo esta exigencia inflexible puede orientar una historia de las leyes, una evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí, ahora, con urgencia, sin esperar, la respuesta y las responsabilidades.

Volvamos a la cuestión de los derechos del hombre, al concepto de crimen contra la humanidad, pero también de la soberanía. Más que nunca, esos tres motivos están ligados en el espacio público y en el discurso político. Aunque a menudo una cierta noción de la soberanía esté positivamente asociada al derecho de la persona, al derecho a la autodeterminación, al ideal de emancipación, por cierto a la idea misma de libertad, al principio de los derechos del hombre, es con frecuencia en nombre de los derechos del hombre y para castigar o prevenir crímenes contra la humanidad como se llega a limitar, al menos a pretender limitar, con intervenciones internacionales, la soberanía de ciertos Estados-nación. Pero de algunos, más que de otros. Ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en Timor oriental, por otra parte diferentes en su naturaleza y su orientación. (El caso de la Guerra del Golfo es complicado de modo diferente: se limita hoy la soberanía de Irak pero después de haber pretendido defender, contra él, la soberanía de un pequeño Estado -y de paso algunos otros intereses, pero no nos detengamos en eso-.) Estemos siempre atentos, como Hannah Arendt advierte tan lúcidamente, al hecho de que esta limitación de soberanía nunca es impuesta sino ahí donde esto es “posible” (física, militar, económicamente), es decir, siempre impuesta a pequeños Estados; relativamente débiles, por Estados poderosos. Estos últimos, celosos de su propia soberanía, limitan la de los otros. Y pesan además de modo determinante sobre las decisiones de las instituciones internacionales. Se trata de un orden y de un “estado de hecho” que pueden ser consolidados al servicio de los “poderosos” o bien, por el contrario, poco a poco dislocados, puestos en crisis, amenazados por conceptos (es decir, performativos instituidos, acontecimientos por esencia históricos y transformables), como el de los nuevos “derechos del hombre” o el de “crimen contra la humanidad”, por convenciones sobre el genocidio, la tortura o el terrorismo. Entre las dos hipótesis, todo depende de la política que recurre a estos conceptos. Pese a sus raíces y sus fundamentos sin edad, estos conceptos son muy jóvenes, al menos en tanto dispositivos del derecho internacional. Y cuando, en 1964 -apenas ayer- Francia juzgó oportuno decidir que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles (decisión que hizo posibles todos los procesos que usted conoce -ayer incluso el de Papon-), para eso apeló implícitamente a una especie de más allá del derecho en el derecho. Lo imprescriptible, como noción jurídica, no es ciertamente lo imperdonable, acabamos de ver por qué. Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre esto, señala hacia el orden trascendente de lo incondicional, del perdón y de lo imperdonable, hacia una especie de ahistoricidad, incluso de eternidad y de Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para siempre, “eternamente”, en cualquier parte y siempre, un crimen contra la humanidad será pasible de un juicio, y jamás se borrará su archivo judicial. Por lo tanto, una cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá del derecho (de toda determinación histórica del derecho), ha inspirado a los legisladores y los parlamentarios, los que producen el derecho, cuando por ejemplo instituyeron en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad o, en forma más general, cuando transforman el derecho internacional e instalan tribunales universales. Esto muestra claramente que, pese a su apariencia teórica, especulativa, purista, abstracta, toda reflexión sobre una exigencia incondicional está anticipadamente comprometida, y por completo, en una historia concreta. Ésta puede inducir procesos de transformación -política, jurídica-verdaderamente sin límite.

Dicho esto, puesto que usted me señalaba hasta qué punto estoy “repartido” ante estas dificultades aparentemente insolubles, estaría tentado de dar dos tipos de respuesta. Por un lado, hay, debe haber, es preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En política y más allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no aparecen como infinitamente contradictorios, ubicándome ante la aporía de una doble inyunción, entonces sé anticipadamente lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber organiza y programa la acción: está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad que asumir. Un cierto no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo que tengo que hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente obligado a ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme responsable de esta transacción entre dos imperativos contradictorios e igualmente justificados. No es que haga falta no saber. Al contrario, es preciso saber lo más posible y de la mejor manera posible, pero entre el saber más extenso, el más sutil, el más necesario, y la decisión responsable, sigue habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a encontrar aquí la distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que nos preocupa desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos “política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos de reconciliación”, entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias políticas, creo también que no estamos definidos por completo por la política, y sobre todo tampoco por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un Estado-nación. ¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo cuando se trata del “perdón”, algo arriva que excede toda institución, todo poder, toda instancia jurídico-política? Se puede imaginar que alguien, víctima de lo peor, en sí mismo, en los suyos, en su generación o en la precedente, exija que se haga justicia, que los criminales comparezcan, sean juzgados y condenados por un tribunal y, sin embargo, en su corazón perdone.

M. W. ¿Y lo inverso?

J. Derrida: Lo inverso también, por supuesto. Se puede imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás, incluso después de un procedimiento de absolución o de amnistía. El secreto de esta experiencia perdura. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la política, a la moral misma: absoluto. Pero yo haría de este principio transpolítico un principio político, una regla o una toma de posición política: también es necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo político o lo que ya no depende de lo jurídico. Es lo que llamaría la “democracia por venir”. En el mal radical del que hablamos y en consecuencia en el enigma del perdón de lo imperdonable, hay una especie de “locura” que lo jurídico-político no puede abordar, menos aún apropiarse. Imaginemos una víctima del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o deportados, u otra cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Sea que ella diga “perdono” o “no perdono”, en ambos casos, no estoy seguro de comprender, incluso estoy seguro de no comprender, y en todo caso no tengo nada que decir. Esta zona de la experiencia permanece inaccesible y debo respetar ese secreto. Lo que queda por hacer, luego, públicamente, políticamente, jurídicamente, también sigue siendo difícil. Retomemos el ejemplo de Argelia. Comprendo, comparto incluso el deseo de los que dicen: “Hay que hacer la paz, este país debe sobrevivir, basta ya, esos asesinatos monstruosos, hay que hacer lo necesario para que esto se detenga”, y si para eso es necesario falsear hasta la mentira o la confusión (como cuando Bouteflika dice: “Vamos a liberar a los prisioneros políticos que no tienen las manos ensangrentadas”), pues bien, vaya por esta retórica abusiva, no habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y sobre todo colonial de este país. Comprendo por lo tanto esta “lógica”, pero también comprendo la lógica opuesta, que rechaza a toda costa, y por principio, esta útil mistificación. Pues bien, ése es el momento de la mayor dificultad, la ley de la transacción responsable. Según las situaciones y según los momentos, las responsabilidades a asumir son diferentes. No debería hacerse, me parece, en la Francia de hoy, lo que se aprestan a hacer en Argelia. La sociedad francesa de hoy puede permitirse sacar a la luz, con un rigor inflexible, todos los crímenes del pasado (incluso los que se prolongan en Argelia, precisamente -y esto no ha terminado todavía-, puede juzgarlos y no dejar que se adormezca la memoria. Hay situaciones donde, por el contrario, es necesario, si no adormecer la memoria (esto no habría que hacerlo jamás, si fuera posible), al menos hacer como si, en el escenario público, se renunciase a sacar todas las consecuencias de esto. Nunca estamos seguros de hacer la elección justa -uno nunca sabe, nunca lo sabrá- de lo que se llama un saber. El futuro no nos lo hará saber mejor, porque habrá estado determinado, él mismo, por esa elección. Es ahí donde las responsabilidades deben reevaluarse a cada instante según las situaciones concretas, es decir, las que no esperan, las que no nos dan tiempo para la deliberación infinita. La respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o mañana, que en la Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que difícil, es infinitamente angustiante. Es la noche. Pero reconocer esas diferencias “contextuales” es algo muy distinto de una renuncia empirista, relativista o pragmatista. Justamente porque la dificultad surge en nombre y en razón de principios incondicionales, por lo tanto irreductibles a esas facilidades (empiristas, relativistas o pragmatistas). En todo caso, yo no reduciría la terrible cuestión de la palabra “perdón” a esos “procesos” en los que se encuentra anticipadamente implicada, por complejos e inevitables que éstos sean.

M. W. Lo que sigue siendo complejo es esta circulación entre la política y la ética hiperbólica. Pocas naciones escapan al hecho, quizás fundador, de que ha habido crímenes, violencias, una violencia fundadora, para hablar como René Girard, y el tema del perdón se vuelve muy cómodo para justificar, luego, la historia de la nación.

J. Derrida: Todos los Estados-nación nacen y se fundan en la violencia. Creo irrecusable esta verdad. Sin siquiera exhibir a este respecto espectáculos atroces, basta con destacar una ley de estructura: el momento de fundación, el momento instituyente, es anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura. Es, por lo tanto, fuera de la ley, y violento por eso mismo. Pero usted sabe que se podría “ilustrar” (¡qué palabra, aquí!) esta verdad abstracta con documentos terroríficos, y procedentes de las historias de todos los Estados, los más viejos y los más jóvenes. Antes de las formas modernas de lo que se llama, en sentido estricto, el “colonialismo”, todos los Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar demasiado con la palabra y la etimología, todas las culturas) tienen su origen en una agresión de tipo colonial. Esta violencia fundadora no es sólo olvidada. La fundación se hace para ocultarla; tiende por esencia a organizar la amnesia, a veces bajo la celebración y la sublimación de los grandes comienzos. Ahora bien, lo que parece singular hoy, e inédito, es el proyecto de hacer comparecer Estados, o al menos jefes de Estado en cuanto tales (Pinochet), e incluso jefes de Estado en ejercicio (Milosevic) ante instancias universales. Se trata ahí sólo de proyectos o de hipótesis, pero esta posibilidad basta para anunciar una mutación: ésta constituye de por sí un acontecimiento capital. La soberanía del Estado, la inmunidad de un jefe de Estado ya no son, en principio, en derecho, intangibles. Evidentemente, subsistirán por largo tiempo muchos equívocos, ante los cuales es necesario redoblar la vigilancia. Estamos lejos de pasar a los actos y de poner estos proyectos en marcha, porque el derecho internacional depende todavía demasiado de Estados-nación soberanos y poderosos. Además, cuando se pasa al acto, en nombre de derechos universales del Hombre o contra “crímenes contra la humanidad”, se lo hace a menudo en forma interesada, en consideración de estrategias complejas y a veces contradictorias, en una situación donde se depende enteramente de Estados no solamente celosos de su propia soberanía, sino dominantes en el escenario internacional, apurados por intervenir aquí más bien o más pronto que allá, por ejemplo en Kosovo más bien que en Chechenia, para limitarse a ejemplos recientes, etc., y excluyendo, por supuesto, toda intervención en ellos; de allí por ejemplo la hostilidad de China a cualquier injerencia de este tipo en Asia, en Timor, por ejemplo -esto podría dar ideas del lado del Tíbet-; o también de ciertos países llamados “del Sur”, ante las competencias universales prometidas a la Corte penal internacional, etcétera.

Volvemos regularmente a esta historia de la soberanía. Y puesto que hablamos del perdón, lo que hace al “te perdono” a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la afirmación de soberanía. Esta se dirige a menudo de arriba abajo, confirma su propia libertad o se arroga el poder de perdonar, ya sea como víctima o en nombre de la víctima. Ahora bien, es necesario además pensar en una victimización absoluta, la que priva a la víctima de la vida, o del derecho a la palabra, o de esa libertad, de esa fuerza y ese poder que autorizan, que permiten acceder a la posición del “te perdono”. Ahí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese derecho a la palabra, de la palabra misma, de la posibilidad de toda manifestación, de todo testimonio. La víctima sería entonces víctima, además, de verse despojada de la posibilidad mínima, elemental, de considerar virtualmente perdonar lo imperdonable. Este crimen absoluto no adviene solamente en la figura del asesinato.

Inmensa dificultad, pues. Cada vez que el perdón es efectivamente ejercido, parece suponer algún poder soberano. Puede ser el poder soberano de un alma noble y fuerte, pero también un poder de Estado que dispone de una legitimidad incuestionada, de la potencia necesaria para organizar un proceso, un juicio aplicable o, eventualmente, la absolución, la amnistía o el perdón. Si, como lo pretenden Jankélévitch y Arendt (ya he expresado mis reservas al respecto), sólo se perdona allí donde se podría juzgar y castigar, por lo tanto evaluar, entonces la instalación, la institución de una instancia de juicio supone un poder, una fuerza, una soberanía. Usted conoce el argumento “revisionista”: el tribunal de Nuremberg era la invención de los vencedores, estaba a su disposición, tanto para establecer el derecho, juzgar y condenar, como para exculpar, etcétera.

Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y soberanía. ¿Se hará algún día? C’est pas demain la veille,[iv] como se dice. Pero, puesto que la hipótesis de esta tarea impresentable se anuncia, aunque sea como una ilusión para el pensamiento, esta locura no es quizás tan loca...

[i] Esta entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka fue publicada con este título en el número 9 de Monde des débats (diciembre de 1999).

[ii] Cf. infra “Fe y saber”, págs. 75-77 y 95.

[iii] Habría mucho para decir aquí sobre las diferencias sexuales, ya se trate de las víctimas o de su testimonio. Tutu cuenta también cómo algunas mujeres perdonaron en presencia de los victimarios. Pero Antje Krog, en un libro admirable, The Country of my Skull, describe además la situación de mujeres militantes que, violadas y ante todo acusadas por los torturadores de no ser militantes sino rameras, no podían siquiera atestiguarlo ante la Comisión, ni tampoco en su familia, sin desnudarse, sin mostrar sus cicatrices o sin exponerse una vez más, por su testimonio mismo, a otra violencia. La “cuestión del perdón” no podía siquiera plantearse públicamente a estas mujeres, algunas de las cuales ocupan actualmente altas responsabilidades en el Estado. En Sudáfrica existe una Gender Commission para este tema.

[iv] Del lenguaje familiar, literalmente “no es mañana la víspera”, para significar “no será en lo inmediato”. [N. de la T.]