Dentro de la historiografía, muchas veces se ha abordado la paz como un “acontecimiento”. Esto la ha encasillado, equiparándola, por ejemplo, a la firma de un tratado, donde se reparten responsabilidades después de una guerra y se marcan parámetros de convivencia y plazos de tiempo. También se ha asociado la paz a un periodo de bonanza económica, donde un país otorga a sus habitantes garantías de tranquilidad. O ya, rozando la utopía, la paz se ha propuesto como un equilibrio ideal donde no hay rencillas.
La paz puede parecerse a todo lo anteriormente expuesto o contener algunos ingredientes, sin embargo, la paz es mucho más que ello. La paz, para que respire en nuestras sociedades, ha de poder entenderse como una actitud. Una actitud que va madurando, es decir, que va siguiendo un proceso de crecimiento. Cuando somos niños podemos dibujar la paz como una paloma, sin embargo, cuando somos adultos la paz cobra forma de personas, de sentimientos y pensamientos propios ante las circunstancias vitales, de cuestiones a resolver, de perspectivas de futuro, de una idea de país o un paradigma cósmico. Existe una progresividad en la vivencia y la conciencia de lo que es la paz para cada uno.
Un aspecto crucial para entender la paz como una actitud es asumirla como algo propio. La paz se ha de vivir y reflexionar, primeramente, de manera personal. Partiendo de la actitud pacífica del individuo, se puede llegar a la experiencia compartida de vivir en paz.
La Historia no se repite: cada acontecimiento en la vida de una persona, una comunidad, un país, etc. es único e irrepetible. Las personas que intervienen en él son únicas, el contexto en el que se desenvuelve dicho acontecimiento, también lo es. No se pueden recrear hechos históricos como si se tratara de un laboratorio. Afirma Federico Mayor Zaragoza que la historia se puede describir pero no re-escribir. Tampoco hay una ecuación que permita ir intercambiando variables para crear situaciones a voluntad o para predecir el futuro.
¿Por qué, entonces, nos es fácil pensar que la Historia se repite? Si contemplamos la realidad de un determinado grupo humano, que tiene unas ciertas bases culturales comunes, vemos que hay comportamientos compartidos. Esto nos hace ver que, a lo largo de su historia como comunidad, las personas actúan con una cierta tendencia ante determinadas situaciones. ¿Quiere decir que la Historia se está repitiendo constantemente? No exactamente. Los seres humanos actuamos bajo esquemas aprendidos y podríamos decir que repetimos actitudes, pero la Historia en sí misma no se repite. Decir que la Historia se repite equivale a deslindarnos de la responsabilidad de los acontecimientos que nos configuran. Decir que la Historia se repite es convertirnos en sujetos pasivos de dicha Historia, creer que existe un determinismo que nos vuelve marionetas del devenir. Esta es una clave para crecer en términos de paz, ya que, al no estar condenados por la repetición de la Historia, somos seres libres.
Otra clave en este camino es la autopercepción de ser sujetos activos en la construcción de la paz dentro de la coordenada histórica. Somos sujetos históricos, es decir, fruto de la Historia y hacedores de Historia. Fruto de ella porque, si los acontecimientos que se conjugaron para que cada uno existiéramos hubiesen sido levemente diferentes, no existiríamos (Carta de la Paz dirigida a la ONU, IV). Hacedores de Historia porque, cada acto que desempeño como persona y que desempeñamos como grupo o como especie, está desde el presente configurando el futuro.
Otro aspecto a tomar en cuenta es el ángulo desde el cual se vive la Historia. Cuando nos referimos a Historia, hablamos de hechos pasados. Al enfrentarnos a ella, intervienen varios aspectos o momentos. Tenemos, por un lado, la elaboración de la Historia, es decir, su “redacción”, su fijación en la memoria a través de documentos de todo tipo, manifestaciones culturales, etc. Tenemos, también, su conservación. Aquí es donde, debido a diversos intereses, se va cerniendo la Historia, destacando algunos acontecimientos y oscureciendo otros. Por último, nos encontramos con la lectura y transmisión de dicha Historia. Es decir, cómo se entienden desde el presente los hechos pasados y cómo se comparten con las generaciones más jóvenes.
Los historiadores contemporáneos cada vez más atienden a fuentes de diverso tipo para dar cuenta del pasado. Miquel Batllori, eximio historiador cuyo año conmemoramos este 2009, afirmaba: «es preciso que la Historia sea global (...). No tiene que ser ni exclusivamente social, ni exclusivamente política o cultural, sino que todos estos elementos se han de encontrar combinados. Una historia que excluya positivamente uno de estos elementos históricos ya no puede ser una historia verdadera». Es así como, ahora, los historiadores escuchan las voces de los diferentes actores que han conformado un momento pretérito para desarrollar un relato polifónico y no sólo estereofónico -donde hablan dos posturas muchas veces enfrentadas-, o monótono –donde hay un agente oficial que dice qué es lo que pasó-. A menudo, en la elaboración de la Historia, en su conservación, en su transmisión y relecturas, se van produciendo y reproduciendo, como si se tratara de virus, aquellos resentimientos que se convierten en obstáculos para la paz.
La paz, entendida como una actitud, nos ha de impulsar a releer la Historia nuevamente. Cada generación ha de poder releer su Historia, explicarse a sí misma, porqué es como es, cómo vino a parar aquí. Y no para desechar otras percepciones de la Historia o contender contra ellas, sino para hacer suyo ese “relato” que le explica su razón de ser y estar. La paz, como actitud ante la Historia, es o habría de ser conciliadora y, en muchos casos, reconciliadora. Como sucede con los conflictos generacionales, el hijo o la hija, al llegar a la edad adulta, es cuando pueden ser capaces de entender al padre y a la madre. Nuestras culturas están necesitadas de alcanzar la madurez necesaria para asumir el pasado en paz.
J. Aymar y J. Bustamante
España - Barcelona
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