CRITERIO, Mayo 1996
Para una recepción teológica de los años ‘70, por Florio, Lucio
Auschwitz. Después de la II Guerra Mundial el pensamiento teológico percibió que no era posible obviar la tremenda realidad de la hecatombe vivida durante esos años. Esa fue la razón de la aparición de una -así llamada luego- “teología después de Auschwitz”, tomando al campo de concentración más monstruoso de la Alemania nazi como una referencia simbólica de lo sucedido. Las cuestiones centrales que se planteaban entonces eran: ¿Se puede hablar de Dios después de Auschwitz? y -como un eco amplificado de los argumentos de los amigos de Job-, “¿dónde estaba él en ese momento?” Se pretendía brindar una respuesta a una generación de hombres “impresionados y deshechos”. Alguien amplió posteriormente la imagen al hablar de una teología “después de Hiroshima”.
Un hecho-símbolo. Subrayo el pasaje del hecho al símbolo, o mejor aún, al “hecho-símbolo”. Auschwitz pasó a representar la totalidad de la catástrofe bélica, como una de sus más terribles muestras. Simultáneamente, se transformó en una imagen-síntesis para la memoria histórica de la humanidad. Un recuerdo de lo que sucedió y que puede volver a suceder. Utilizo la expresión “hecho-símbolo” en un sentido simple: un acontecimiento -o una conjunción de ellos- con tal carga de significación que pueden permanecer en la conciencia histórica gracias a algún rastro imaginativo-afectivo. Se puede pensar, por ejemplo, en la llegada española a América, en la revolución francesa, etc. El pasaje desde el acontecimiento hacia su simbolización no comporta una disolución de lo histórico en lo simbólico. Se trata, por el contrario, de la memoria visual de algún período histórico que hace la conciencia de la humanidad a partir de la selección de un episodio, de una persona, de un tiempo o de un lugar. El símbolo “da que pensar”puesto que tiene una reserva de sentido. Tratándose de un símbolo histórico -o de un hecho histórico “simbolizado”-, sugiere una multiplicidad de significaciones sobre la historia misma.
Auschwitz ha recordado a los hombres del siglo que termina, las dimensiones más siniestras del mal presente en el corazón del hombre y de su historia. Es una “peste” -recogiendo la imagen de la novela de A. Camus- que no es posible olvidar, puesto que está latente, a la espera del próximo estallido.
La década sucia. Propongo esta cuestión con motivo de la nueva afloración del recuerdo de la violencia vivida en la Argentina durante los ‘70. Esta ya es para los argentinos una década simbólica: la década sucia, de la violencia, de los atentados, de los secuestros, de las bombas, de la represión desproporcionada, de las torturas, de los desaparecidos.
Además del necesario primer momento de reflexión, ético, jurídico, político e histórico 5 sugiero la necesidad de un segundo momento de pensamiento teológico sobre ese tiempo. Se trata de realizar una recepción teológica de esta “década-símbolo”, a la manera como lo hizo la teología europea post-Auschwitz. La pregunta clave sería la siguiente: ¿cómo hacer teología después de la violencia de esta década? O, más moderadamente, ¿qué cuestiones plantea al pensar teológico este tiempo, que no puede ser olvidado bajo sospecha de angelismo o de algún tipo de ideologización teológica?
Cuestiones para pensar. Enuncio algunas de las cuestiones que entiendo ofrecen relevancia teológica:
1. Teología del Reino de Dios: El Reino fue en esta época identificado con un proyecto determinado (la patria socialista de los montoneros o la “occidental y cristiana” de los gobiernos militares). Se puede aprender de estos violentos intentos “neo-zelotes” de apropiación del Reino de Dios que éste no se identifica con ningún sistema político concreto, ni con ningún partido o movimiento político (cf. Lc 21,8).
2. Teología de la historia: El dualismo que afloró en ese tiempo (subversivos y defensores de la patria occidental y cristiana) parece ser un epifenómeno de un dualismo más profundo en la historia argentina (unitarios y federales, peronistas y antiperonistas, etc.). Hay una concepción de la historia que es preciso confrontar con una teología de la historia en la que la “ciudad de Dios” y la “ciudad del hombre” (san Agustín) coexisten.
3. Relación Iglesia-Estado: Esta década ha confirmado la necesidad de cuidar la libertad de la Iglesia respecto de los poderes temporales. Los tiempos revelan lo peligrosas que pueden ser ciertas ambigüedades.
4. Teología de los derechos humanos: En el proceso histórico analizado se dejó entrever una dificultad para asumir la realidad que este tema comporta, tal vez, por el marco ideológico en el que nació y se desarrolló esta temática, el liberalismo moderno. El magisterio latinoamericano, sin embargo, ha asumido una actitud clara respecto de esta cuestión, fundamentándola en una antropología cristiana.
5. Teología del testimonio: En tiempos de convulsión los hechos hablan obviamente más que las palabras y eso es percibido por la gente, aun los no-creyentes .
6. Valor de la conciencia y de la culpa: La irrupción del peso de la conciencia moral que aparentemente reabrió el caso y la “mala conciencia” colectiva sobre el pasado vivido permiten replantear teológicamente la cuestión del misterio de la conciencia humana, “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre” (Gaudium et spes, 16) .
7. Discernimiento de los posibles estallidos de violencia y educación permanente para la paz. El “signo de los tiempos” (cf. GS 4,11) puede ser en un momento dado la violencia y la injusticia; se transforma entonces en un llamado urgente a la acción pastoral. Para la Iglesia es imperioso agudizar su mirada, parte importante de su misión profética, así como cultivar una gran permeabilidad para una respuesta rápida y eficaz . De allí la importancia del cultivo de la historia que, en tiempos de paz, reflexione y eduque sobre la amenaza de una nueva eclosión de la violencia. Hay un kairós profético y pastoral durante la peste; hay un kairós teológico y educativo cuando ésta ha desaparecido.
Conclusión. “Hay quienes niegan la aflicción señalando el sol; otros niegan el sol señalando la aflicción” (Kafka).
Postular una memoria “simbólico-teológica” de los ‘70 no significa propiciar una “teología de las ruinas” , y menos aún una fijación en una etapa decididamente oscura de nuestra historia. Significa, más bien, el llamar la atención al pensar teológico -que no puede desinteresarse de la historia - sobre la necesidad de aprovechar la carga afectivomnémica de ese tiempo y rescatar la pluralidad de enseñanzas que pueda incluir. Así como el recuerdo de Auschwitz mantuvo a la teología de las últimas décadas en una seria atención hacia la pasión -con fecundas consecuencias teológicas y pastorales-, de igual manera parece necesario prestar atención a esa pasión colectiva que vivimos no hace mucho. Hemingway dijo: “Los ojos que han contemplado Auschwitz e Hiroshima nunca podrán contemplar a Dios”. Sin embargo, el testimonio profético de un Maximiliano Kolbe o el teológico de un Bonhoeffer o de un Moltmann parecen señalar que los momentos más desoladores a causa de la irrupción de la maldad humana pueden evidenciar, paradójicamente, los rasgos más hondos de Dios, visibles en el crucificado y en sus cruces históricas en la vida de los hombres. No parecen alienantes estas palabras: “¡La clave del renacimiento de nuestra esperanza hay que encontrarla en Auschwitz!” ; bien podemos trasladarlas a nuestra historia argentina a partir de nuestros Auschwitz locales.
viernes, 14 de mayo de 2010
miércoles, 12 de mayo de 2010
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