viernes, 31 de diciembre de 2010
Lejaim! = ¡A la vida!
POR UN 2011 ESPERANZADO
Hay en lo que comienza una fuente (…) Una partida, una infancia que ya no se vuelve a encontrar nunca más. Y la pequeña esperanza es la que siempre comienza.
«El asombro es lo que cuenta». Ver el mundo como si acabara de ser hecho, como si uno mismo acabara también de ser hecho. Como si ahora, en este momento, fuésemos recién arrojados al mundo y mirásemos por primera vez alrededor.
Charles Pèguy
Hay en lo que comienza una fuente (…) Una partida, una infancia que ya no se vuelve a encontrar nunca más. Y la pequeña esperanza es la que siempre comienza.
«El asombro es lo que cuenta». Ver el mundo como si acabara de ser hecho, como si uno mismo acabara también de ser hecho. Como si ahora, en este momento, fuésemos recién arrojados al mundo y mirásemos por primera vez alrededor.
Charles Pèguy
jueves, 30 de diciembre de 2010
CONSTANCIA DE DIOS
No desistas, Señor, sigue insistiendo
en venir a nosotros, en hacerte
vecino del dolor y de la lágrima.
Ven más cada mañana, nunca dejes
de acercarte.
Sucede
que la arcilla es así,
que está rajada
de añoranza y de amor
y nuestro cántaro
se nos queda sin sol, se cuela el agua
hacia Ti.
Sigue empeñado,
a pesar de nosotros y la aurora,
viniendo a nuestra sed.
Llegará un día
en que todo estará
como Tú quieres.
en venir a nosotros, en hacerte
vecino del dolor y de la lágrima.
Ven más cada mañana, nunca dejes
de acercarte.
Sucede
que la arcilla es así,
que está rajada
de añoranza y de amor
y nuestro cántaro
se nos queda sin sol, se cuela el agua
hacia Ti.
Sigue empeñado,
a pesar de nosotros y la aurora,
viniendo a nuestra sed.
Llegará un día
en que todo estará
como Tú quieres.
AÑO NUEVO - José Arregi en Fe Adulta
Justo el octavo día después de Navidad, venimos de nuevo a la gruta de los pastores de Belén, o a la humilde casa del carpintero de Nazaret. Venimos a celebrar el Año Nuevo junto al niño Jesús recién nacido. Hemos visto una pequeña estrella en el cielo oscuro de la noche, en los ojos cansados de unos pastores pobres, y acudimos a la luz de la estrella, en busca de un rayo de luz, para que el año nuevo no se nos quede viejo y apagado nada más nacer.
No venimos solos. Somos muchedumbres subiendo por todos los caminos de la historia. Nuestros calendarios son diferentes, pero todos celebramos el Año Nuevo. Desde los tiempos más remotos, todas las culturas y religiones lo han celebrado, unos observando la luna, otros observando el sol: los hindúes lo celebran a mediados de noviembre, los chinos a comienzos de febrero; los judíos en septiembre, los musulmanes entre enero y febrero.
Desde siempre, los seres humanos necesitamos de un calendario que ordene nuestros días, y necesitamos marcar ciertos días en rojo, de modo que podamos saber cuándo cultivar la tierra y cuándo descansar, y para que todos los días tan iguales no sean siempre igual día tras día, y para no hundirnos -sin origen ni destino- en el agujero negro de un espacio y de un tiempo sin límite. Tenemos diversos calendarios, pero todos hemos pintado de luz y de color algunos días, y hemos dicho: ¡Hoy es Navidad! ¡Hoy es Año Nuevo!.
Así hemos hecho también los cristianos. Adoptamos muy pronto el calendario romano, pero en el día en que celebraban el nacimiento del nuevo sol o del emperador o del dios Mitra nosotros pusimos el nacimiento de Jesús. Es nuestro año nuevo.
Muchos lo celebraban con pompas imperiales; nosotros lo celebramos mirando a un recién nacido. Mirando a un niño pequeño, en compañía de unos pobres pastores. No adoramos al emperador Augusto en su palacio, ni al poderoso dios Mitra en sus templos; adoramos a un niño pequeño sin ningún poder en la gruta de Belén o en la casita de tierra de María y de José de Nazaret. No aparece ante nosotros ninguna gran estrella, ninguna señal resplandeciente del cielo. No: sólo un pequeño brillo en los ojos de un niño recién nacido.
Pero ¡oh!, esos ojos se llaman Jesús, y nos aman, y los amamos, y en ellos hallamos la luz. En esos ojos nos vemos reflejados, y esos ojos nos reflejan el mundo entero. Esos ojos de niño revelan la debilidad, la impotencia, la súplica de todos los seres, y la bondad herida de todos los seres.
Esos ojos se llaman "Jesús", el nombre de Dios: "Dios es salvador", Dios es sol de amor, Dios es misterio de bondad. En el fondo sin límite de esos ojos vislumbramos los ojos de Dios mirándonos a todos con ternura. Dios nos mira con los ojos de Jesús, y la mirada de Dios ilumina nuestras muchas oscuridades, y una lucecita se nos enciende dentro, y vemos cómo se encienden en el mundo otras muchas lucecitas, como en el cielo despejado de anoche.
Y en medio de la noche nace el año nuevo, y tal vez también un rayito de esperanza y algo más de bondad en nuestro corazón de carne.
Así queremos empezar este nuevo año. Queremos mirar y saludar y felicitar a todo el mundo encendido de lucecitas en los ojos de Jesús. ¡Feliz Año Nuevo a todos y a todas! ¡Paz y bien! ¡La bendición de Dios siempre nueva, siempre plena, a todos los seres!
No sabemos lo que traerá el año que empieza pero no podrá privarnos del bien y de la paz de Dios. El año que ha terminado ha tenido muchas sombras, pero no nos ha apagado la luz encendida en los ojos de Jesús, y en la tierra se han encendido otras muchas lucecitas. Confiemos en todas esas pequeñas luces, confiemos en la buena luz divina que se esconde en el corazón de todos los seres.
Quizá nos pueden parecen unas luces demasiado pequeñas para iluminar tantas sombras. Nos pueden parecer unos signos demasiado humildes para felicitar y hacer votos por el nuevo año. Hagamos como los pastores: fueron y vieron los ojos de Dios en los ojos de Jesús y se volvieron, para encender la luz de los ojos de Dios en medio de la noche.
Con todas nuestras sombras, los ojos de un niño pequeño pintan el 1 de enero con colores de fiesta. ¡Celebremos el Año Nuevo! ¡Seamos felices! ¡Que todos los seres sean felices! ¿Cómo lo haremos? Un dicho vasco nos dice cómo hacerlo, podría traducirse algo así:
"Año Nuevo hubiere, si el que tiene al que no tiene un cuenquito de trigo diere".
No venimos solos. Somos muchedumbres subiendo por todos los caminos de la historia. Nuestros calendarios son diferentes, pero todos celebramos el Año Nuevo. Desde los tiempos más remotos, todas las culturas y religiones lo han celebrado, unos observando la luna, otros observando el sol: los hindúes lo celebran a mediados de noviembre, los chinos a comienzos de febrero; los judíos en septiembre, los musulmanes entre enero y febrero.
Desde siempre, los seres humanos necesitamos de un calendario que ordene nuestros días, y necesitamos marcar ciertos días en rojo, de modo que podamos saber cuándo cultivar la tierra y cuándo descansar, y para que todos los días tan iguales no sean siempre igual día tras día, y para no hundirnos -sin origen ni destino- en el agujero negro de un espacio y de un tiempo sin límite. Tenemos diversos calendarios, pero todos hemos pintado de luz y de color algunos días, y hemos dicho: ¡Hoy es Navidad! ¡Hoy es Año Nuevo!.
Así hemos hecho también los cristianos. Adoptamos muy pronto el calendario romano, pero en el día en que celebraban el nacimiento del nuevo sol o del emperador o del dios Mitra nosotros pusimos el nacimiento de Jesús. Es nuestro año nuevo.
Muchos lo celebraban con pompas imperiales; nosotros lo celebramos mirando a un recién nacido. Mirando a un niño pequeño, en compañía de unos pobres pastores. No adoramos al emperador Augusto en su palacio, ni al poderoso dios Mitra en sus templos; adoramos a un niño pequeño sin ningún poder en la gruta de Belén o en la casita de tierra de María y de José de Nazaret. No aparece ante nosotros ninguna gran estrella, ninguna señal resplandeciente del cielo. No: sólo un pequeño brillo en los ojos de un niño recién nacido.
Pero ¡oh!, esos ojos se llaman Jesús, y nos aman, y los amamos, y en ellos hallamos la luz. En esos ojos nos vemos reflejados, y esos ojos nos reflejan el mundo entero. Esos ojos de niño revelan la debilidad, la impotencia, la súplica de todos los seres, y la bondad herida de todos los seres.
Esos ojos se llaman "Jesús", el nombre de Dios: "Dios es salvador", Dios es sol de amor, Dios es misterio de bondad. En el fondo sin límite de esos ojos vislumbramos los ojos de Dios mirándonos a todos con ternura. Dios nos mira con los ojos de Jesús, y la mirada de Dios ilumina nuestras muchas oscuridades, y una lucecita se nos enciende dentro, y vemos cómo se encienden en el mundo otras muchas lucecitas, como en el cielo despejado de anoche.
Y en medio de la noche nace el año nuevo, y tal vez también un rayito de esperanza y algo más de bondad en nuestro corazón de carne.
Así queremos empezar este nuevo año. Queremos mirar y saludar y felicitar a todo el mundo encendido de lucecitas en los ojos de Jesús. ¡Feliz Año Nuevo a todos y a todas! ¡Paz y bien! ¡La bendición de Dios siempre nueva, siempre plena, a todos los seres!
No sabemos lo que traerá el año que empieza pero no podrá privarnos del bien y de la paz de Dios. El año que ha terminado ha tenido muchas sombras, pero no nos ha apagado la luz encendida en los ojos de Jesús, y en la tierra se han encendido otras muchas lucecitas. Confiemos en todas esas pequeñas luces, confiemos en la buena luz divina que se esconde en el corazón de todos los seres.
Quizá nos pueden parecen unas luces demasiado pequeñas para iluminar tantas sombras. Nos pueden parecer unos signos demasiado humildes para felicitar y hacer votos por el nuevo año. Hagamos como los pastores: fueron y vieron los ojos de Dios en los ojos de Jesús y se volvieron, para encender la luz de los ojos de Dios en medio de la noche.
Con todas nuestras sombras, los ojos de un niño pequeño pintan el 1 de enero con colores de fiesta. ¡Celebremos el Año Nuevo! ¡Seamos felices! ¡Que todos los seres sean felices! ¿Cómo lo haremos? Un dicho vasco nos dice cómo hacerlo, podría traducirse algo así:
"Año Nuevo hubiere, si el que tiene al que no tiene un cuenquito de trigo diere".
El día mundial de la paz. Fray Marcos en Fe Adulta
Tal vez sea una de las carencias que más afecta al ser humano de hoy, porque la ausencia de paz es la prueba palpable de una falta de humanidad.
Ahora bien, la reflexión que hacemos no puede quedarse en aspavientos y quejas sobre lo mal que está el mundo. No podemos descubrir lo que significa la paz, hablando de guerras y conflictos. No son las contiendas internacionales, por muy dañinas que sean, las que impiden a los seres humanos alcanzar su plenitud. Los grandes conflictos internacionales los originamos nosotros con nuestras riñas y pendencias individuales.
Si no hay paz a escala mundial, la culpa la tengo yo, que lucho a brazo partido por imponerme a los que están a mi alrededor. El egoísmo que impide la armonía en nuestras relaciones personales es el causante de las más feroces guerras a todos los niveles.
La paz no es una realidad que podamos buscar con un candil. La paz será siempre la consecuencia de unas relaciones verdaderamente humanas entre los hombres.
Es deprimente que nos sigamos rigiendo por el proverbio latino: “si vis pacem para bellum”. Si te preparas para la guerra, es que estás pensando en quedar por encima del otro para esclavizarlo.
Si no existe una auténtica calidad humana no puede haber una verdadera paz, ni entre las personas ni entre las naciones. El primer paso en la búsqueda de la paz, tengo que darlo yo caminando hacia mi interior. Si no he conseguido una armonía interior; si no descubro mi verdadero ser y lo asumo como la realidad fundamental en mí, ni tendré paz ni la puedo llevar a los demás.
Este proceso de maduración personal es el fundamento de toda verdadera paz. Pero es también lo más difícil. Una auténtica paz interior se reflejaría en todas nuestras relaciones humanas, comenzando por las familiares y terminando por las internacionales.
¡Ojalá recuperásemos el sentido del shalom judío! En esa palabra se encuentra resumido todo lo que intento deciros en estas líneas. Nuestra palabra “paz” tiene connotaciones exclusivamente negativas. Pero el shalom se refiere a realidades positivas. Decir shalom significaría un deseo de que Dios te conceda todo lo que necesitas para ser auténticamente tú, incluida la misma presencia de Dios en ti.
El ser humano auténtico es el que ha superado el egoísmo, es decir, ha dejado de pretender que todo, personas y cosas, giren en torno a él. Aprender a amar, preocuparse de los demás más que de sí mismo, entrar en armonía no sólo con los demás seres humanos sino con toda la creación es la auténtica preparación para la paz.
El que ama no pelea por nada ni pretende nada de los demás, sino que está encantado de que todos saquen provecho de él.
Ahora bien, la reflexión que hacemos no puede quedarse en aspavientos y quejas sobre lo mal que está el mundo. No podemos descubrir lo que significa la paz, hablando de guerras y conflictos. No son las contiendas internacionales, por muy dañinas que sean, las que impiden a los seres humanos alcanzar su plenitud. Los grandes conflictos internacionales los originamos nosotros con nuestras riñas y pendencias individuales.
Si no hay paz a escala mundial, la culpa la tengo yo, que lucho a brazo partido por imponerme a los que están a mi alrededor. El egoísmo que impide la armonía en nuestras relaciones personales es el causante de las más feroces guerras a todos los niveles.
La paz no es una realidad que podamos buscar con un candil. La paz será siempre la consecuencia de unas relaciones verdaderamente humanas entre los hombres.
Es deprimente que nos sigamos rigiendo por el proverbio latino: “si vis pacem para bellum”. Si te preparas para la guerra, es que estás pensando en quedar por encima del otro para esclavizarlo.
Si no existe una auténtica calidad humana no puede haber una verdadera paz, ni entre las personas ni entre las naciones. El primer paso en la búsqueda de la paz, tengo que darlo yo caminando hacia mi interior. Si no he conseguido una armonía interior; si no descubro mi verdadero ser y lo asumo como la realidad fundamental en mí, ni tendré paz ni la puedo llevar a los demás.
Este proceso de maduración personal es el fundamento de toda verdadera paz. Pero es también lo más difícil. Una auténtica paz interior se reflejaría en todas nuestras relaciones humanas, comenzando por las familiares y terminando por las internacionales.
¡Ojalá recuperásemos el sentido del shalom judío! En esa palabra se encuentra resumido todo lo que intento deciros en estas líneas. Nuestra palabra “paz” tiene connotaciones exclusivamente negativas. Pero el shalom se refiere a realidades positivas. Decir shalom significaría un deseo de que Dios te conceda todo lo que necesitas para ser auténticamente tú, incluida la misma presencia de Dios en ti.
El ser humano auténtico es el que ha superado el egoísmo, es decir, ha dejado de pretender que todo, personas y cosas, giren en torno a él. Aprender a amar, preocuparse de los demás más que de sí mismo, entrar en armonía no sólo con los demás seres humanos sino con toda la creación es la auténtica preparación para la paz.
El que ama no pelea por nada ni pretende nada de los demás, sino que está encantado de que todos saquen provecho de él.
¿Alguna vez hubo una ETA buena? F. Javier Vitoria Cormenzana.
¿Alguna vez hubo una ETA buena? Aunque la pregunta no sea nada sencilla de contestar y aun a riesgo de simplificar excesivamente mi respuesta que exigiría, sin ninguna duda, muchas más precisiones de las que aquí puedo hacer, mi contestación es: nunca hubo una ETA buena, aunque no todos sus comportamientos históricos y acciones puntuales merezcan el mismo calificativo moral. Sin embargo no siempre pensé así. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Me ayudaré para explicarme de los tres primeros significados de la palabra «buena», según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: 1º “que tiene bondad en su género”; 2º “útil y a propósito para algo”; y 3º “gustosa, apetecible, agradable, divertida”. Iré del tercero al primero.
*Pertenezco a la generación nacida nada más terminar la guerra civil española. Durante los años sesenta la mitología de la cultura violenta (“Euskadi está ocupada”, el mesianismo guerrillero, las figuras del Che Guevara o del cura guerrillero Camilo Torres, etc.) nos sedujo a muchos de nosotros. La irrupción de ETA en el escenario político vasco nos pareció apetecible y nos cautivó incluso a muchos que jamás militamos en ella. Nos complacía comprobar la generosidad y el valor de algunos jóvenes de nuestra generación, que arriesgaban sus vidas para luchar contra la dictadura franquista. Incluso en algunos momentos nos pareció divertida la aventura de colaborar con ETA. Por ejemplo, resultaba tan o más entretenido facilitar a ETA el robo de la multicopista de una institución universitaria que tomar “potes” en Iturribide.
*También pensamos que la organización armada era “útil y a propósito” para la liberación del pueblo trabajador vasco, por utilizar hoy una expresión muy al uso por aquel entonces. ETA era una organización buena para alcanzar un objetivo político: la derrota de la dictadura franquista y la conquista de la democracia. El otoño de 1968 y en Bilbao Ignacio Ellacuría, seguramente a su pesar, nos reforzó esta convicción a algunos cristianos que le escuchábamos. Le oímos decir que, “en una situación desesperada, en una situación límite”, el recurso a la violencia subversiva, como había hecho el sacerdote Camilo Torres, era “una tentación, pero no pecado”. Escuchamos su intervención desde una percepción de la realidad vasca de la violencia, que podría resumirse de la siguiente manera: la situación estructural de violencia de la dictadura franquista había provocado la violencia subversiva y reactiva de ETA, que ya se había cobrado las vidas del guardia civil José Pardines (junio 1968) y del comisario Melitón Manzanas (agosto 1968); y ésta había excitado la habitual violencia represiva de la guardia civil que acababa de matar al primer militante de ETA: Txabi Etxebarrieta (junio 1968). Con toda naturalidad colegimos de sus palabras que la violencia de ETA era “tentación, pero no pecado”, pues vivíamos en una situación límite y desesperada y estaban en juego valores superiores como los derechos humanos y democráticos.
*El paso del tiempo me ha llevado a la convicción de que la «bondad» de ETA solo se encuentra en su naturaleza o género: el propio de una organización exterminadora de la vida. ETA ha sido muy “buena” a la hora de matar, victimar, extorsionar, aterrorizar, producir sufrimiento, deshumanizar, fanatizar etc. allí por donde ella pasaba Y todo lo contrario, es decir, muy “mala” a la generar vida, libertad, justicia, fraternidad y democracia. Pocas personas y grupos con talante democrático advirtieron a tiempo el peligro latente que encerraba la violencia etarra antes de 1975, fecha de la muerte de Franco. Y menos aún, las personas y grupos de izquierdas o progresistas, como se dice ahora. En el periodo posterior, el de la transición democrática, a duras penas se fue abriendo paso otra toma de conciencia. No fuimos clarividentes para reconocer a tiempo la imparable fuerza de destrucción y muerte, que encerraba aquella violencia de reacción contra la dictadura, inaugurada oficialmente el 31 de julio de 1959.
En esta cuestión me parece imprescindible la autocrítica. En la actualidad hay voces empeñadas en hablar de una ETA «buena» y de otra «mala». Casi siempre hacen coincidir el cambio de rasante con el momento histórico en el que personal o colectivamente ellos abandonaron la lucha armada o adoptaron una actitud crítica y beligerante contra ETA. Se ignora o se olvida que quizás es posible desistir de la lucha armada, arrepentirse de haberla utilizado, criticarla después de haberla justificado y reconocer el error; pero es imposible detener esa dinámica de muerte y de destrucción que un día ETA puso en circulación en Euskadi y que ha terminado siendo terrorismo puro y duro. Esa fuerza devastadora se independizó de la voluntad de quienes la dieron vida y convivieron con ella con absoluta naturalidad durante un tiempo. En los últimos 42 años ha producido un sinfín de estragos humanos irreparables. Y hoy todavía es una amenaza mortal para numerosos ciudadanos vascos y españoles; y un factor deshumanizador de otro número importante de ciudadanos vascos que en su afán de legitimar la violencia han terminado siendo ellos mismos víctimas de su poder destructor. La violencia etarra ha producido y sigue produciendo consecuencias objetivas y subjetivas inaceptables.
La historia de ETA marca un antes y un después en la experiencia de ser vascos. Nuestros cuarenta últimos años están marcados a fuego por su barbarie terrorista. De su violencia podemos distanciarnos personalmente, pero sin liberarnos del todo de sus daños y heridas. Durante un siglo, como vaticinaba Bernardo Atxaga, cargaremos con todo ello en nuestra conciencia y pensaremos que nunca tenía que haber existido violencia en el País vasco. Nos ocurre lo mismo que a los alemanes con Auschwitz, a los norteamericanos con Vietnam o a los argentinos con los desaparecidos. La experiencia de la violencia nos ha cambiado, impregna nuestro inconsciente individual y colectivo, dicta “a prioris” y dirige reflexiva o impensadamente comportamientos colectivos. No somos lo que fuimos y el regreso a la paz y a la reconciliación, si alguna vez se produce, no será ninguna operación retorno. Cuando se desciende a los infiernos del horror ya nada vuelve a ser lo mismo. Ni que decir tiene que esta visión también ha cambiado aquellas dos primeras perspectivas sobre la bondad de ETA.
Me ayudaré para explicarme de los tres primeros significados de la palabra «buena», según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: 1º “que tiene bondad en su género”; 2º “útil y a propósito para algo”; y 3º “gustosa, apetecible, agradable, divertida”. Iré del tercero al primero.
*Pertenezco a la generación nacida nada más terminar la guerra civil española. Durante los años sesenta la mitología de la cultura violenta (“Euskadi está ocupada”, el mesianismo guerrillero, las figuras del Che Guevara o del cura guerrillero Camilo Torres, etc.) nos sedujo a muchos de nosotros. La irrupción de ETA en el escenario político vasco nos pareció apetecible y nos cautivó incluso a muchos que jamás militamos en ella. Nos complacía comprobar la generosidad y el valor de algunos jóvenes de nuestra generación, que arriesgaban sus vidas para luchar contra la dictadura franquista. Incluso en algunos momentos nos pareció divertida la aventura de colaborar con ETA. Por ejemplo, resultaba tan o más entretenido facilitar a ETA el robo de la multicopista de una institución universitaria que tomar “potes” en Iturribide.
*También pensamos que la organización armada era “útil y a propósito” para la liberación del pueblo trabajador vasco, por utilizar hoy una expresión muy al uso por aquel entonces. ETA era una organización buena para alcanzar un objetivo político: la derrota de la dictadura franquista y la conquista de la democracia. El otoño de 1968 y en Bilbao Ignacio Ellacuría, seguramente a su pesar, nos reforzó esta convicción a algunos cristianos que le escuchábamos. Le oímos decir que, “en una situación desesperada, en una situación límite”, el recurso a la violencia subversiva, como había hecho el sacerdote Camilo Torres, era “una tentación, pero no pecado”. Escuchamos su intervención desde una percepción de la realidad vasca de la violencia, que podría resumirse de la siguiente manera: la situación estructural de violencia de la dictadura franquista había provocado la violencia subversiva y reactiva de ETA, que ya se había cobrado las vidas del guardia civil José Pardines (junio 1968) y del comisario Melitón Manzanas (agosto 1968); y ésta había excitado la habitual violencia represiva de la guardia civil que acababa de matar al primer militante de ETA: Txabi Etxebarrieta (junio 1968). Con toda naturalidad colegimos de sus palabras que la violencia de ETA era “tentación, pero no pecado”, pues vivíamos en una situación límite y desesperada y estaban en juego valores superiores como los derechos humanos y democráticos.
*El paso del tiempo me ha llevado a la convicción de que la «bondad» de ETA solo se encuentra en su naturaleza o género: el propio de una organización exterminadora de la vida. ETA ha sido muy “buena” a la hora de matar, victimar, extorsionar, aterrorizar, producir sufrimiento, deshumanizar, fanatizar etc. allí por donde ella pasaba Y todo lo contrario, es decir, muy “mala” a la generar vida, libertad, justicia, fraternidad y democracia. Pocas personas y grupos con talante democrático advirtieron a tiempo el peligro latente que encerraba la violencia etarra antes de 1975, fecha de la muerte de Franco. Y menos aún, las personas y grupos de izquierdas o progresistas, como se dice ahora. En el periodo posterior, el de la transición democrática, a duras penas se fue abriendo paso otra toma de conciencia. No fuimos clarividentes para reconocer a tiempo la imparable fuerza de destrucción y muerte, que encerraba aquella violencia de reacción contra la dictadura, inaugurada oficialmente el 31 de julio de 1959.
En esta cuestión me parece imprescindible la autocrítica. En la actualidad hay voces empeñadas en hablar de una ETA «buena» y de otra «mala». Casi siempre hacen coincidir el cambio de rasante con el momento histórico en el que personal o colectivamente ellos abandonaron la lucha armada o adoptaron una actitud crítica y beligerante contra ETA. Se ignora o se olvida que quizás es posible desistir de la lucha armada, arrepentirse de haberla utilizado, criticarla después de haberla justificado y reconocer el error; pero es imposible detener esa dinámica de muerte y de destrucción que un día ETA puso en circulación en Euskadi y que ha terminado siendo terrorismo puro y duro. Esa fuerza devastadora se independizó de la voluntad de quienes la dieron vida y convivieron con ella con absoluta naturalidad durante un tiempo. En los últimos 42 años ha producido un sinfín de estragos humanos irreparables. Y hoy todavía es una amenaza mortal para numerosos ciudadanos vascos y españoles; y un factor deshumanizador de otro número importante de ciudadanos vascos que en su afán de legitimar la violencia han terminado siendo ellos mismos víctimas de su poder destructor. La violencia etarra ha producido y sigue produciendo consecuencias objetivas y subjetivas inaceptables.
La historia de ETA marca un antes y un después en la experiencia de ser vascos. Nuestros cuarenta últimos años están marcados a fuego por su barbarie terrorista. De su violencia podemos distanciarnos personalmente, pero sin liberarnos del todo de sus daños y heridas. Durante un siglo, como vaticinaba Bernardo Atxaga, cargaremos con todo ello en nuestra conciencia y pensaremos que nunca tenía que haber existido violencia en el País vasco. Nos ocurre lo mismo que a los alemanes con Auschwitz, a los norteamericanos con Vietnam o a los argentinos con los desaparecidos. La experiencia de la violencia nos ha cambiado, impregna nuestro inconsciente individual y colectivo, dicta “a prioris” y dirige reflexiva o impensadamente comportamientos colectivos. No somos lo que fuimos y el regreso a la paz y a la reconciliación, si alguna vez se produce, no será ninguna operación retorno. Cuando se desciende a los infiernos del horror ya nada vuelve a ser lo mismo. Ni que decir tiene que esta visión también ha cambiado aquellas dos primeras perspectivas sobre la bondad de ETA.
sábado, 25 de diciembre de 2010
¡Jesús ha nacido! ¡Nosotros, con Él! ¡FELIZ NAVIDAD!
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con deseos y esperanzas que brotan en la tierra,
también traemos llantos de todos los pequeños,
y una Mirada del que solo sabe amar,
nos abre, en Belén, la puerta de la vida.
Con María y José, el gozo revivimos
de sabernos amados para siempre.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con los dolores escuchados a la tierra,
con la esperanza maltrecha por tanto desencanto,
y unos Oídos se abren y se acercan.
¡Alguien presta atención a nuestro grito!
Con María y José le contamos nuestra vida
y Dios hecho hombre nos canta su misterio.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con mucha hambre de pan y de justicia,
y unas Manos inocentes se nos abren,
solicitando nuestro pan y nuestro vino.
¡Un Dios que nos pide la pobreza,
y, a cambio, nos regala su riqueza!
Con María y José quedamos asombrados.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con mucho polvo en los pies de los caminos,
con el dolor de tantas soledades,
y alguien nos abre de par en par su Tienda
limpia con el agua de su fuente las heridas,
y prepara manjares exquisitos para todos.
Ya no hay excusas para no cantar alegres.
Comienza el evangelio su camino
y el anuncio misionero se extiende por los pueblos,
porque no se puede ya callar tanta alegría. .
Nuestro Adviento termina en un beso adorador.
Nuestro Adviento termina en un abrazo.
Nuestro Adviento termina en Aleluyas.
La esperanza se ha cumplido.
Comienza un tiempo nuevo.
¡Jesús ha nacido! ¡Todo es gracia!
¡Jesús ha nacido! ¡Nosotros, con Él!
¡FELIZ NAVIDAD!
(De una página carmelita, sin mención de autor/a)
con deseos y esperanzas que brotan en la tierra,
también traemos llantos de todos los pequeños,
y una Mirada del que solo sabe amar,
nos abre, en Belén, la puerta de la vida.
Con María y José, el gozo revivimos
de sabernos amados para siempre.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con los dolores escuchados a la tierra,
con la esperanza maltrecha por tanto desencanto,
y unos Oídos se abren y se acercan.
¡Alguien presta atención a nuestro grito!
Con María y José le contamos nuestra vida
y Dios hecho hombre nos canta su misterio.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con mucha hambre de pan y de justicia,
y unas Manos inocentes se nos abren,
solicitando nuestro pan y nuestro vino.
¡Un Dios que nos pide la pobreza,
y, a cambio, nos regala su riqueza!
Con María y José quedamos asombrados.
Venimos del Adviento, de todos los Advientos,
con mucho polvo en los pies de los caminos,
con el dolor de tantas soledades,
y alguien nos abre de par en par su Tienda
limpia con el agua de su fuente las heridas,
y prepara manjares exquisitos para todos.
Ya no hay excusas para no cantar alegres.
Comienza el evangelio su camino
y el anuncio misionero se extiende por los pueblos,
porque no se puede ya callar tanta alegría. .
Nuestro Adviento termina en un beso adorador.
Nuestro Adviento termina en un abrazo.
Nuestro Adviento termina en Aleluyas.
La esperanza se ha cumplido.
Comienza un tiempo nuevo.
¡Jesús ha nacido! ¡Todo es gracia!
¡Jesús ha nacido! ¡Nosotros, con Él!
¡FELIZ NAVIDAD!
(De una página carmelita, sin mención de autor/a)
miércoles, 15 de diciembre de 2010
En defensa de los cristianos, de Bernard-Henri Lévy (El Pais, 21/11/2010)
En defensa de los cristianos, de Bernard-Henri Lévy (El Pais, 21/11/2010)
Recientemente, durante una entrevista para la agencia EFE, declaré que los cristianos forman hoy, a escala planetaria, la comunidad más violenta e impunemente perseguida.
El comentario sorprendió.
Incluso provocó cierto revuelo aquí y allá.
Y sin embargo…
Fíjense en esos paquistaníes que, como Asia Bibi, son condenados a la horca en virtud de una ley antiblasfemia que nadie piensa seriamente en abolir.
Fíjense en los últimos católicos de Irán, que, pese a las negativas del régimen y a la acogida de la que ha sido objeto estos últimos días el cardenal Jean-Louis Tauran, en Teherán y Qom, en la práctica, tienen prohibido practicar su culto.
Gaza, por supuesto; y, por desgracia, también la Palestina de Mahmud Abbas, donde esta misma semana han encarcelado a un joven internauta, Waleed al-Husseini, hijo de un peluquero de Kalkilyia cuyo único crimen fue el de haberse permitido criticar el islam en su blog y evocar el cristianismo sin desacreditarlo.
Y Sudán. Aún oigo cómo John Garang me explicaba, cinco años antes de su muerte, en Juba, la interminable guerra de exterminio que libran los islamistas del Norte contra los cristianos del Sur. Hace algunos días, monseñor Gabriel Zubeir Wako, cardenal arzobispo de Jartum, estuvo a punto de ser asesinado durante una misa al aire libre que presidía en esa ciudad.
Esos cristianos evangélicos de Eritrea, pobres entre los pobres, pero a quienes la Junta ha acusado de preparar un golpe de Estado para, a continuación, prometer una « purga » y que el país se verá libre de ellos antes de Navidad.
Esos sacerdotes católicos que, como le sucediera este 8 de noviembre al padre Christian Bakulene, cura de la parroquia católica de Kanyabayonga, en la República Democrática del Congo, son abatidos a la puerta de sus iglesias por unos hombres de uniforme a los que el mismo fantasma conspiratorio volvió locos.
La fobia anticristiana orquestada en Delhi por los fundamentalistas hindúes del VHP. Y en todos los regímenes totalitarios que aún se mantienen en pie: en Cuba, en Corea del Norte, en China, los fieles humillados, recluidos o internados en campos de concentración.
La suerte de los cristianos de Argelia, que la hermosa película de Xavier Beauvois ha sabido devolver a la actualidad.
La de los coptos en un Egipto en el que, se diga lo que se diga, el islam sigue siendo una religión de Estado.
Por no hablar del atentado perpetrado el 31 de octubre en Bagdad por un comando de Al Qaeda que tomó al asalto la catedral de Nuestra Señora del Socorro -Sayida An Nayá- y mató a 44 fieles, la mayoría mujeres y niños.
Sé bien que, en la mayoría de los países que menciono, la suerte de los judíos se decidió hace mucho tiempo y que si los matan menos es porque ya no quedan.
Y, evidentemente, no hay que contar conmigo para bajar ni por un segundo la guardia ante cualquier manifestación de un antisemitismo que, pese a todo, siempre encuentra la manera de volver a levantar cabeza, de metamorfosearse alegremente y de cobrar la forma, principalmente, de un antisemitismo sin judíos, pero que reconoce en Israel al mismísimo diablo. Y tampoco seré yo quien encuentre circunstancias atenuantes (crisis, paro, búsqueda clásica de chivos expiatorios…) para el recrudecimiento de los brotes racistas que en las democracias europeas, e incluso en Estados Unidos, tienen como blanco aquí a las minorías de origen árabe, allá a los turcos y acullá a los gitanos.
Pero digo simplemente que, gracias al cielo, en nuestro entorno, el antisemitismo ha terminado siendo un crimen designado como tal, debidamente clasificado y castigado.
Digo que, afortunadamente, los prejuicios antiárabes, o antigitanos, son estigmatizados por organizaciones como SOS Racismo, que tengo el orgullo de haber contribuido a fundar hace 25 años, junto con Coluche, Simone Signoret y otros.
Y afirmo, en cambio, que, frente a estas persecuciones masivas de cristianos, frente al escándalo, por ejemplo, en Argelia, de las mujeres cabileñas y cristianas casadas por la fuerza o encarceladas, frente a la eliminación lenta, pero segura, de los últimos vestigios -Benedicto XVI ha dicho, tomando prestada la palabra de la Biblia judía, « los últimos restos »- de esas iglesias cristianas de Oriente que tanto aportaron a la riqueza espiritual de la humanidad, ya no hay nadie.
Así que una cosa o la otra.
O nos adherimos a la doctrina criminal y loca de la competición de víctimas (cada uno, sus muertos; cada uno, su memoria, y entre unos y otras, la guerra de los muertos y las memorias) y solo nos preocupamos de las « nuestras ».
O nos negamos a creer en ella (sabemos que en un corazón hay bastante espacio para varias compasiones, varios duelos, solidaridades diversas y no menos fraternas)y denunciamos con la misma energía, iba a decir la misma fe, ese odio planetario, esa oleada de fondo asesino, del que los cristianos son víctimas; unos cristianos cuyo antiguo estatus de representantes de la religión dominante o, en todo caso, más poderosa impide, también, que nos percatemos de su persecución.
¿Permiso para matar cuando se trata de los fieles del Papa alemán? ¿Permiso, en nombre de otra guerra de civilizaciones no menos odiosa que la primera para oprimir, humillar, torturar? Pues no. Hoy, hay que defender a los cristianos.
Bernard-Henri Lévy
Recientemente, durante una entrevista para la agencia EFE, declaré que los cristianos forman hoy, a escala planetaria, la comunidad más violenta e impunemente perseguida.
El comentario sorprendió.
Incluso provocó cierto revuelo aquí y allá.
Y sin embargo…
Fíjense en esos paquistaníes que, como Asia Bibi, son condenados a la horca en virtud de una ley antiblasfemia que nadie piensa seriamente en abolir.
Fíjense en los últimos católicos de Irán, que, pese a las negativas del régimen y a la acogida de la que ha sido objeto estos últimos días el cardenal Jean-Louis Tauran, en Teherán y Qom, en la práctica, tienen prohibido practicar su culto.
Gaza, por supuesto; y, por desgracia, también la Palestina de Mahmud Abbas, donde esta misma semana han encarcelado a un joven internauta, Waleed al-Husseini, hijo de un peluquero de Kalkilyia cuyo único crimen fue el de haberse permitido criticar el islam en su blog y evocar el cristianismo sin desacreditarlo.
Y Sudán. Aún oigo cómo John Garang me explicaba, cinco años antes de su muerte, en Juba, la interminable guerra de exterminio que libran los islamistas del Norte contra los cristianos del Sur. Hace algunos días, monseñor Gabriel Zubeir Wako, cardenal arzobispo de Jartum, estuvo a punto de ser asesinado durante una misa al aire libre que presidía en esa ciudad.
Esos cristianos evangélicos de Eritrea, pobres entre los pobres, pero a quienes la Junta ha acusado de preparar un golpe de Estado para, a continuación, prometer una « purga » y que el país se verá libre de ellos antes de Navidad.
Esos sacerdotes católicos que, como le sucediera este 8 de noviembre al padre Christian Bakulene, cura de la parroquia católica de Kanyabayonga, en la República Democrática del Congo, son abatidos a la puerta de sus iglesias por unos hombres de uniforme a los que el mismo fantasma conspiratorio volvió locos.
La fobia anticristiana orquestada en Delhi por los fundamentalistas hindúes del VHP. Y en todos los regímenes totalitarios que aún se mantienen en pie: en Cuba, en Corea del Norte, en China, los fieles humillados, recluidos o internados en campos de concentración.
La suerte de los cristianos de Argelia, que la hermosa película de Xavier Beauvois ha sabido devolver a la actualidad.
La de los coptos en un Egipto en el que, se diga lo que se diga, el islam sigue siendo una religión de Estado.
Por no hablar del atentado perpetrado el 31 de octubre en Bagdad por un comando de Al Qaeda que tomó al asalto la catedral de Nuestra Señora del Socorro -Sayida An Nayá- y mató a 44 fieles, la mayoría mujeres y niños.
Sé bien que, en la mayoría de los países que menciono, la suerte de los judíos se decidió hace mucho tiempo y que si los matan menos es porque ya no quedan.
Y, evidentemente, no hay que contar conmigo para bajar ni por un segundo la guardia ante cualquier manifestación de un antisemitismo que, pese a todo, siempre encuentra la manera de volver a levantar cabeza, de metamorfosearse alegremente y de cobrar la forma, principalmente, de un antisemitismo sin judíos, pero que reconoce en Israel al mismísimo diablo. Y tampoco seré yo quien encuentre circunstancias atenuantes (crisis, paro, búsqueda clásica de chivos expiatorios…) para el recrudecimiento de los brotes racistas que en las democracias europeas, e incluso en Estados Unidos, tienen como blanco aquí a las minorías de origen árabe, allá a los turcos y acullá a los gitanos.
Pero digo simplemente que, gracias al cielo, en nuestro entorno, el antisemitismo ha terminado siendo un crimen designado como tal, debidamente clasificado y castigado.
Digo que, afortunadamente, los prejuicios antiárabes, o antigitanos, son estigmatizados por organizaciones como SOS Racismo, que tengo el orgullo de haber contribuido a fundar hace 25 años, junto con Coluche, Simone Signoret y otros.
Y afirmo, en cambio, que, frente a estas persecuciones masivas de cristianos, frente al escándalo, por ejemplo, en Argelia, de las mujeres cabileñas y cristianas casadas por la fuerza o encarceladas, frente a la eliminación lenta, pero segura, de los últimos vestigios -Benedicto XVI ha dicho, tomando prestada la palabra de la Biblia judía, « los últimos restos »- de esas iglesias cristianas de Oriente que tanto aportaron a la riqueza espiritual de la humanidad, ya no hay nadie.
Así que una cosa o la otra.
O nos adherimos a la doctrina criminal y loca de la competición de víctimas (cada uno, sus muertos; cada uno, su memoria, y entre unos y otras, la guerra de los muertos y las memorias) y solo nos preocupamos de las « nuestras ».
O nos negamos a creer en ella (sabemos que en un corazón hay bastante espacio para varias compasiones, varios duelos, solidaridades diversas y no menos fraternas)y denunciamos con la misma energía, iba a decir la misma fe, ese odio planetario, esa oleada de fondo asesino, del que los cristianos son víctimas; unos cristianos cuyo antiguo estatus de representantes de la religión dominante o, en todo caso, más poderosa impide, también, que nos percatemos de su persecución.
¿Permiso para matar cuando se trata de los fieles del Papa alemán? ¿Permiso, en nombre de otra guerra de civilizaciones no menos odiosa que la primera para oprimir, humillar, torturar? Pues no. Hoy, hay que defender a los cristianos.
Bernard-Henri Lévy
miércoles, 1 de diciembre de 2010
HABLAR DE PAZ, ¿BOBERÍA O INGENUIDAD?
¿Lugar? Alguno de la ciudad de Barcelona. No importa. El salón –muy moderno y acogedor- estaba casi vacío, o casi lleno. Depende de cómo quisiera verlo ese día. Para mí estaba medio lleno. Quizás otros lo habrían visto casi vacío. Tampoco importa. Yo estaba ahí, sentado, escuchando atentamente (aunque debo confesar que por momentos mi mente se dispersaba). Era viernes y por lo tanto el riesgo de la dispersión era mayor. Uno ya se relaja cuando llega el fin de semana.
Era un congreso. Los ponentes explicaban con interés y entusiasmo –aunque algunos no lo demostraban- sus ideas a un público silencioso y respetuoso. Quizás porque era temprano, quizás porque era viernes. ¿El tema? La información y los conflictos. Explicaciones muy interesantes, otras no tanto, como en todos los congresos.
Entonces llegó el momento de las preguntas. Esperé que hablaran otros y cuando se produjo un silencio, la formulé: “¿Por qué los medios de comunicación no reflejan noticias relacionadas con hechos de paz, sino de guerra? ¿Acaso la historia de la humanidad no ha vivido mayores momentos de paz que de guerra? ¿Por qué cuesta que los medios de comunicación hablen de paz?”
El clima dentro del salón era el mismo. Sin embargo algo había cambiado. La moderadora del panel se transformó y manifestó su negativa a tal afirmación: “la historia de la humanidad es la historia de la guerra, y no de la paz”. Y agrega –con un tono un tanto burlón: “sería lindo hablar de paz”.
Ahí me di cuenta –a pesar de que era un viernes- de que la moderadora no había entendido la pregunta. Y comenzó a defenderse como si mi intención hubiera sido el ataque. Otro ponente que acompañaba la mesa principal disparó con rapidez un viejo axioma del periodismo norteamericano: “no es noticia si un perro muerde a un hombre, pero sí si un hombre muerde a un perro”.
Silencio. Otro de los ponentes pide la palabra y señala: “el deber de un periodista es contar lo que ocurre, tanto lo bueno como lo malo”. Y alguien de la mesa también responde: “a veces en los medios no hay espacio para las buenas noticias y esto nos lleva sólo a reflejar las desgracias”.
Un asistente pide la palabra. “La historia de la humanidad, -afirma- sí tiene mayores momentos de paz que de guerra, y no se trata de una ingenuidad o una bobería querer hablar de paz”.
Con esa sentencia la moderadora dio por cerrada la sesión e inmediatamente convocó a los participantes a un intermedio. Fin de la discusión. ¿Discusión? ¿Por qué si sólo había formulado una pregunta sin ninguna otra intención?
Como periodista puedo afirmar que en muchas ocasiones es más difícil hablar de paz y producir noticias que destaquen hechos de paz y no de violencia. Claro que la violencia la vemos a diario, no hace falta escarbar mucho para encontrar los ejemplos. Sin embargo también hay hechos de paz que ocurren a nuestro alrededor, y que muchas veces no nos llaman la atención. O a veces ni siquiera se reflejan en los medios.
(...) ¿Por qué no podemos reflejar hechos que compartan esa alegría de existir, esas ganas de vivir y compartir la fiesta con el otro? El periodismo cumple una función social y como tal tiene un deber para con la sociedad. El deber de informar sobre lo que ocurre, sobre todo lo que ocurre. Y ya vemos que no sólo ocurren hechos trágicos. También ocurren hechos de paz.
Por lo tanto estoy convencido de que hablar de paz no es una ingenuidad o una bobería. En todo caso es más difícil, pero también más reparador.
Alfredo Fernández (Periodista)
España - Barcelona
Era un congreso. Los ponentes explicaban con interés y entusiasmo –aunque algunos no lo demostraban- sus ideas a un público silencioso y respetuoso. Quizás porque era temprano, quizás porque era viernes. ¿El tema? La información y los conflictos. Explicaciones muy interesantes, otras no tanto, como en todos los congresos.
Entonces llegó el momento de las preguntas. Esperé que hablaran otros y cuando se produjo un silencio, la formulé: “¿Por qué los medios de comunicación no reflejan noticias relacionadas con hechos de paz, sino de guerra? ¿Acaso la historia de la humanidad no ha vivido mayores momentos de paz que de guerra? ¿Por qué cuesta que los medios de comunicación hablen de paz?”
El clima dentro del salón era el mismo. Sin embargo algo había cambiado. La moderadora del panel se transformó y manifestó su negativa a tal afirmación: “la historia de la humanidad es la historia de la guerra, y no de la paz”. Y agrega –con un tono un tanto burlón: “sería lindo hablar de paz”.
Ahí me di cuenta –a pesar de que era un viernes- de que la moderadora no había entendido la pregunta. Y comenzó a defenderse como si mi intención hubiera sido el ataque. Otro ponente que acompañaba la mesa principal disparó con rapidez un viejo axioma del periodismo norteamericano: “no es noticia si un perro muerde a un hombre, pero sí si un hombre muerde a un perro”.
Silencio. Otro de los ponentes pide la palabra y señala: “el deber de un periodista es contar lo que ocurre, tanto lo bueno como lo malo”. Y alguien de la mesa también responde: “a veces en los medios no hay espacio para las buenas noticias y esto nos lleva sólo a reflejar las desgracias”.
Un asistente pide la palabra. “La historia de la humanidad, -afirma- sí tiene mayores momentos de paz que de guerra, y no se trata de una ingenuidad o una bobería querer hablar de paz”.
Con esa sentencia la moderadora dio por cerrada la sesión e inmediatamente convocó a los participantes a un intermedio. Fin de la discusión. ¿Discusión? ¿Por qué si sólo había formulado una pregunta sin ninguna otra intención?
Como periodista puedo afirmar que en muchas ocasiones es más difícil hablar de paz y producir noticias que destaquen hechos de paz y no de violencia. Claro que la violencia la vemos a diario, no hace falta escarbar mucho para encontrar los ejemplos. Sin embargo también hay hechos de paz que ocurren a nuestro alrededor, y que muchas veces no nos llaman la atención. O a veces ni siquiera se reflejan en los medios.
(...) ¿Por qué no podemos reflejar hechos que compartan esa alegría de existir, esas ganas de vivir y compartir la fiesta con el otro? El periodismo cumple una función social y como tal tiene un deber para con la sociedad. El deber de informar sobre lo que ocurre, sobre todo lo que ocurre. Y ya vemos que no sólo ocurren hechos trágicos. También ocurren hechos de paz.
Por lo tanto estoy convencido de que hablar de paz no es una ingenuidad o una bobería. En todo caso es más difícil, pero también más reparador.
Alfredo Fernández (Periodista)
España - Barcelona
LA FUERZA DE LA MEDIACIÓN (2ª PARTE)- JORDI PALOU-LOVERDOS
¿Cómo trabajan los resentimientos en un proceso de mediación?
Hay varias situaciones en las que se dan ciclos repetitivos de violencia porque no se ha resuelto bien el tema en el pasado. En el proceso de diálogo interruandés, al partir de la base e ir subiendo escalones, es mucho más factible y realizable que no hacerlo al revés, porque presupone muchas cosas que tienen que ver con la historia, con la educación transmitida de padres a hijos y nietos, especialmente en estos países que además tienen cultura oral. Allí la historia no está escrita en libros sino que la pasan unos a otros de generación en generación, y por lo tanto tienen muy presente la historia de siglos atrás porque la han ido explicando y repitiendo.
Este es un punto clave que se ha tratado en las sesiones de diálogo y que consideran que con vistas al futuro una de las cosas a realizar es precisamente que la transmisión que se haga sobre el pasado y sobre las potencialidades del futuro sea lo más consensuado posible, en aras a explicar las cosas negativas o las conflictivas, pero también las positivas que han unido diferentes comunidades étnicas como los hutus, los tutsis y los twas, que son las tres comunidades básicas de Ruanda.
Una de las cuestiones básicas de cómo desligar ese nudo es precisamente reconocer que no sólo hay cuestiones étnicas que dividen o unen. Hay otras diferencias que no tienen que ver con las cuestiones étnicas que normalmente no se tratan, como las cuestiones regionales, por ejemplo, entre el norte y sur de Ruanda. El hecho de poder hablar abiertamente sobre la realidad de las diferencias, las cosas que separan y las cosas que unen es ya de por sí, transformativo.
Si la sociedad civil tiene la capacidad de ser motor, de llevar a toda la sociedad para que dialoguen en esos términos y reconozcan esos términos, cambia completamente el relato oral sobre el pasado, sobre los resentimientos.
La Carta de la Paz dirigida a la ONU también hace referencia a la necesidad de construir comunidades sobre bases sólidas, donde no esté presente el resentimiento. Y entonces, ¿cómo se desarma ese entramado de resentimientos en determinados conflictos?
Lo que hace el mediador en estas circunstancias complejas de muchos años, de muchas generaciones, es –en primer lugar- intentar llevar a la luz lo que está oculto, intentar comprender cuál ha sido la dinámica de generaciones y cuál es la situación actual. A partir de allí se tienen que producir movimientos de reconocimientos mutuos. A partir de conocer cuál es la situación, de dónde viene, hasta dónde nos afecta, permite reconocimientos mutuos, y luego hay determinadas estructuras que se diluyen y determinadas estructuras que se crean, que se construyen de nuevo.
Ese es el principal reto y la principal dificultad que tienen todos esos conflictos: lo hemos visto con el conflicto vasco, lo hemos visto en Irlanda del Norte y también en Sudáfrica, donde los líderes toman una serie de decisiones, pero después las tiene que acompañar la población civil.
Nelson Mandela hizo gestos muy interesantes para visualizar que esa reconciliación -esa nueva estructura- se estaba produciendo desde el momento en que él mismo empezaba a liderar la nueva etapa del país. La primer reacción hubiera sido “eliminar” a los blancos explotadores de cualquier lugar de poder, pero él tuvo la inteligencia de incorporarlos en lugares claves de su acción política de gobierno, en su seguridad privada, y así los incorporó a su equipo y visualizó ante el pueblo de Sudáfrica que era posible trabajar y convivir entre antiguos adversarios, orientados a trabajar juntos por el bien común.
¿Y qué hay sobre la reparación de los daños cometidos, tema del cual también se ocupa la Carta de la Paz?
Últimamente se ha puesto de moda un término que engloba muchas cosas y que incluye diversas formas de reparación: es el término justicia transicional, que hace referencia precisamente a diferentes formas de tratar los conflictos violentos de forma paralela, complementaria o simultánea. Una parte muy importante de esta justicia transicional -de pasar de un estado dictatorial a un estado querido democráticamente- es aplicando diferentes formas de reparación.
Es importante la reparación simbólica, con todo lo que tiene que ver con la memoria de las víctimas, el ser reconocidos cada uno como víctimas, el revelar verdades ocultas en los conflictos violentos. A partir de aquí hay reconocimientos simbólicos, puede haber estatuas, memoriales, celebraciones, días de celebración de todas las víctimas, etc., donde todo el mundo de alguna manera tenga la oportunidad de sentirse reconocido. Y podemos seguir en intensidad reconociendo ya no sólo lo simbólico sino también el reconocimiento o reparación material, pues se puede hacer una reparación material individual o a la comunidad. En este último caso existen diversas modalidades de reparación material que deberían ser establecidas en los diferentes Acuerdos de Paz o acuerdos transaccionales que ponen fin a conflictos violentos y/o bélicos: reparar económicamente los daños personales (físicos y morales), reparar económicamente a las comunidades afectadas directa o indirectamente por conflictos, construir una escuela, un hospital, restituir medios de producción locales destrozados etc., para curar a las personas que están allí y atender a los niños, a las viudas y viudos, a los ancianos, a los componentes más vulnerables de la sociedad. Eso beneficia a la comunidad y asiste a las víctimas.
Los diferentes causantes de conflictos violentos deberían invertir al menos los mismos recursos económicos y humanos que invirtieron en la guerra para la construcción de la paz, en beneficio de los individuos y de sus comunidades. Y ello sabemos que no se produce espontáneamente: si se trabaja adecuadamente todos estos aspectos de reconocimiento mutuo, de reparación, de respeto de derechos y obligaciones y de transformación las personas, las comunidades y la humanidad entera explorarían horizontes creativos insospechados.
FUENTE: CARTA DE LA PAZ
Hay varias situaciones en las que se dan ciclos repetitivos de violencia porque no se ha resuelto bien el tema en el pasado. En el proceso de diálogo interruandés, al partir de la base e ir subiendo escalones, es mucho más factible y realizable que no hacerlo al revés, porque presupone muchas cosas que tienen que ver con la historia, con la educación transmitida de padres a hijos y nietos, especialmente en estos países que además tienen cultura oral. Allí la historia no está escrita en libros sino que la pasan unos a otros de generación en generación, y por lo tanto tienen muy presente la historia de siglos atrás porque la han ido explicando y repitiendo.
Este es un punto clave que se ha tratado en las sesiones de diálogo y que consideran que con vistas al futuro una de las cosas a realizar es precisamente que la transmisión que se haga sobre el pasado y sobre las potencialidades del futuro sea lo más consensuado posible, en aras a explicar las cosas negativas o las conflictivas, pero también las positivas que han unido diferentes comunidades étnicas como los hutus, los tutsis y los twas, que son las tres comunidades básicas de Ruanda.
Una de las cuestiones básicas de cómo desligar ese nudo es precisamente reconocer que no sólo hay cuestiones étnicas que dividen o unen. Hay otras diferencias que no tienen que ver con las cuestiones étnicas que normalmente no se tratan, como las cuestiones regionales, por ejemplo, entre el norte y sur de Ruanda. El hecho de poder hablar abiertamente sobre la realidad de las diferencias, las cosas que separan y las cosas que unen es ya de por sí, transformativo.
Si la sociedad civil tiene la capacidad de ser motor, de llevar a toda la sociedad para que dialoguen en esos términos y reconozcan esos términos, cambia completamente el relato oral sobre el pasado, sobre los resentimientos.
La Carta de la Paz dirigida a la ONU también hace referencia a la necesidad de construir comunidades sobre bases sólidas, donde no esté presente el resentimiento. Y entonces, ¿cómo se desarma ese entramado de resentimientos en determinados conflictos?
Lo que hace el mediador en estas circunstancias complejas de muchos años, de muchas generaciones, es –en primer lugar- intentar llevar a la luz lo que está oculto, intentar comprender cuál ha sido la dinámica de generaciones y cuál es la situación actual. A partir de allí se tienen que producir movimientos de reconocimientos mutuos. A partir de conocer cuál es la situación, de dónde viene, hasta dónde nos afecta, permite reconocimientos mutuos, y luego hay determinadas estructuras que se diluyen y determinadas estructuras que se crean, que se construyen de nuevo.
Ese es el principal reto y la principal dificultad que tienen todos esos conflictos: lo hemos visto con el conflicto vasco, lo hemos visto en Irlanda del Norte y también en Sudáfrica, donde los líderes toman una serie de decisiones, pero después las tiene que acompañar la población civil.
Nelson Mandela hizo gestos muy interesantes para visualizar que esa reconciliación -esa nueva estructura- se estaba produciendo desde el momento en que él mismo empezaba a liderar la nueva etapa del país. La primer reacción hubiera sido “eliminar” a los blancos explotadores de cualquier lugar de poder, pero él tuvo la inteligencia de incorporarlos en lugares claves de su acción política de gobierno, en su seguridad privada, y así los incorporó a su equipo y visualizó ante el pueblo de Sudáfrica que era posible trabajar y convivir entre antiguos adversarios, orientados a trabajar juntos por el bien común.
¿Y qué hay sobre la reparación de los daños cometidos, tema del cual también se ocupa la Carta de la Paz?
Últimamente se ha puesto de moda un término que engloba muchas cosas y que incluye diversas formas de reparación: es el término justicia transicional, que hace referencia precisamente a diferentes formas de tratar los conflictos violentos de forma paralela, complementaria o simultánea. Una parte muy importante de esta justicia transicional -de pasar de un estado dictatorial a un estado querido democráticamente- es aplicando diferentes formas de reparación.
Es importante la reparación simbólica, con todo lo que tiene que ver con la memoria de las víctimas, el ser reconocidos cada uno como víctimas, el revelar verdades ocultas en los conflictos violentos. A partir de aquí hay reconocimientos simbólicos, puede haber estatuas, memoriales, celebraciones, días de celebración de todas las víctimas, etc., donde todo el mundo de alguna manera tenga la oportunidad de sentirse reconocido. Y podemos seguir en intensidad reconociendo ya no sólo lo simbólico sino también el reconocimiento o reparación material, pues se puede hacer una reparación material individual o a la comunidad. En este último caso existen diversas modalidades de reparación material que deberían ser establecidas en los diferentes Acuerdos de Paz o acuerdos transaccionales que ponen fin a conflictos violentos y/o bélicos: reparar económicamente los daños personales (físicos y morales), reparar económicamente a las comunidades afectadas directa o indirectamente por conflictos, construir una escuela, un hospital, restituir medios de producción locales destrozados etc., para curar a las personas que están allí y atender a los niños, a las viudas y viudos, a los ancianos, a los componentes más vulnerables de la sociedad. Eso beneficia a la comunidad y asiste a las víctimas.
Los diferentes causantes de conflictos violentos deberían invertir al menos los mismos recursos económicos y humanos que invirtieron en la guerra para la construcción de la paz, en beneficio de los individuos y de sus comunidades. Y ello sabemos que no se produce espontáneamente: si se trabaja adecuadamente todos estos aspectos de reconocimiento mutuo, de reparación, de respeto de derechos y obligaciones y de transformación las personas, las comunidades y la humanidad entera explorarían horizontes creativos insospechados.
FUENTE: CARTA DE LA PAZ
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