jueves, 27 de enero de 2011

MADIBA LE DIO COLOR AL PERDÓN - por Edgardo Martolio

EL PERIODISTA ARGENTINO EDGARDO MARTOLIO REMEMORA AQUÍ SUS VIAJES A SUDÁFRICA, EN LOS QUE PUDO VER CÓMO EVOLUCIONÓ UN PAÍS DEL QUE SE ENAMORÓ PERDIDAMENTE.


La primera vez que llegué a Sudáfrica fue en 1996. Estaba recorriendo Africa, en 4x4, hacía varios meses y había bajado desde Alejandría, Egipto, por toda la costa inglesa, la que baña el Océano Indico. Me habían sorprendido Etiopía y Malawi, desencantado Tanzania y Sudán y entristecido Ruanda y Mozambique; de Uganda guardaba en mi memoria la montaña de los gorilas y de Kenia el Kilimanjaro, pero soñaba desembarcar en la mágica Madagascar… sólo que llegué a Sudáfrica y fue amor a primera vista.

Hacía dos años que había terminado el apartheid y en el día a día poco se advertía. Los blancos continuaban manejando ese día a día. Los negros, salvo en casos puntuales, no aparecían con destaque en la escena cotidiana. Todo me llamaba la atención. Había leído mucho y no encontraba, en el trato con las personas, elementos que me revelasen la angustia recién concluida. No había cicatrices visibles.

Tengo anécdotas maravillosas envolviendo a los blancos y también historias estupendas con los negros. Todas positivas. Mi recorrido, nada rígido, me dictaba que no debía pasar más de un mes en ningún país si quería dar la vuelta completa al continente negro en dos años. Y cumplí el plan hasta Sudáfrica, donde me quedé ¡cuatro meses! La recorrí toda, incluyendo Lesoto y Suazilandia. Después viajé a Botsuana, Zambia y Zimbabue, pero antes de cruzar a Namibia para buscar Angola, en el norte, volví al sur, a Sudáfrica… Me había apasionado por ese país: de su gente, su geografía, del Kruger y el Kalahari, del Cabo de Buena Esperanza y la Mountain Table. Quería más.

Sudáfrica era un ejemplo de prosperidad (más allá de su política). Sus fronteras cerradas durante décadas no limitaron el país a un estremecimiento africano más. Por el contrario, lo ponderaron a una escala que, como argentino, me ahogaba de envidia. Ignorante, pensaba que ahora, sin los temibles bóers en el poder, todo decaería. “Ignorante” dije, sí.

Nelson Mandela, como lo escriben los diarios, o Madiba como lo llama su gente, por entonces era un nombre del que se hablaba con respeto, pero poco; permanentemente me quedaba la impresión de que afuera de sus límites se lo nombraba y reconocía más. Hacía poco menos de un año que Sudáfrica se había consagrado campeón mundial de rugby, por su gestión política más que por la calidad deportiva del “quince”. Y el país estaba realmente unido. Eso era claro y evidente, tal como bien lo retrata Invictus, el film de Clint Eastwood.

Un silencio similar sucedía con el premio Nobel Desmond Tutú, que ese año de 1996 concluyó el informe final de los horrores del apartheid. Bienvenido informe que la población, sin embargo, no lo leyó para justificar su revancha; apenas lo guardó “para que quede registrado”. Una lección de paz y construcción de futuro.

Cuando comencé a acompañar la fría corriente de Benguela, subiendo el Atlántico para desbravar el Africa francesa, “la otra mitad”, sabía que no volvería a ver nada semejante en la veintena de países que encararía. El Limpopo, los suricatos y el amarula empezaban a ser recuerdo. Imborrable recuerdo. Y esa sensación se convalidó en los 70 mil restantes kilómetros recorridos por los deltas del Congo y el Níger, el golfo de Biafra y las arenas del Magreb. Nada parecido. Sudáfrica es única. Mandela también.

Volví doce años después, en 2008, y vi pocos cambios. Mandela continuaba siendo un nombre importante, pero él mismo no había permitido su endiosamiento. Prefería seguir siendo Madiba. Otra vez la envidia. ¿Por qué no tener alguna vez un líder con esa estirpe? El país no había evolucionado económicamente mucho, pero tampoco se había deteriorado como mi ignorancia presumió una década antes. Esta vez tuve más contacto con los negros, aunque –como fui por negocios– percibí que ciertas cosas aún eran dominio de los blancos.

La convivencia, de todos modos, continuaba pacífica y de respeto mutuo. Jamás presencié ninguna escena que reprodujese alguna imagen propia del retrato que la información internacional pudiese haber almacenado en mi imaginación. Me preguntaba cómo puede ser que las hinchadas de Boca y River se peleen más que esta gente. Continué enamorado de Sudáfrica.

Por fin, el Mundial. Inversamente a lo que pensaba en mi primer retorno, desembarqué en este 2010 pensando que con los créditos de los bancos mundiales ahora sí encontraría “un cambio para mejor”. Y aquí me detengo. Me obligo a reflexionar y me pregunto ¿qué es “un cambio para mejor”? ¿Más autopistas de las varias que no fueron terminadas? ¿Un tren bala que hoy es una tímida flecha? ¿Estos estupendos estadios en los que faltó el famoso “cinco para el peso”? Si todo estuviese concluido según el cronograma del Comité de la FIFA, ¿yo diría que encontré una Sudáfrica mejor?

¿Sería tan torpe de evaluar esos elementos que, en definitiva, el dinero soluciona, por sobre lo auténticamente importante, lo verdaderamente trascendente, que es la aún mayor unión de este pueblo que antes supo dividirse, para odiarse, como casi ningún otro? No puedo permitírmelo. El progreso físico, económico y financiero no es todo. ¡Las reservas morales no pueden cotizar menos que las reservas de Estado! Por eso debo decir, feliz, que encontré una Sudáfrica superior y superada.

A los blancos les atribuyo inmensos méritos, principalmente el de haber hecho de este país africano, cortado por el Trópico de Capricornio, una pequeña potencia, digna de otro continente (separado por el progreso y la convivencia del resto de Africa). No es poco. Más aún si lo pensamos desde esta desteñida y destemplada Argentina. Pero los blancos representan poco más del veinte por ciento de la población y en cualquier otro lugar, al perder el (descontrolado) poder que poseían, hubiesen sido sino masacrados, mínimamente expulsados y no sin razón.

No obstante, la población negra, abrumadoramente mayoritaria, hizo como si nada hubiese pasado. Insisto, “hizo como si…” porque es imposible olvidar, pero nunca quiso recordar para vengarse. Y es allí cuando aparece en todo su esplendor, sin necesidad de primeras planas, sin voces microfónicas ni cámaras ufanas, la figura de Nelson Mandela, como lo conocemos nosotros. Madiba, como lo llaman ellos. Figura única y gigantesca. Un Gandhi moderno. Un ejemplo eterno.

Mandela lo predicó. Sudáfrica lo hizo. Esta Sudáfrica actual, la última, la que el planeta observó en el campeonato Mundial de fútbol, dejó una infinidad de retratos interesantes, capaces de mostrar a todos su actitud de “mejor que recordar por qué nos odiábamos tanto, unámonos para tal vez un día querernos”. Este cronista, si algo no tiene, es inocencia, y por ello no ignora que en tantos días no vio una única pareja mixta (hombre negro y mujer blanca o viceversa) de sudafricanos besándose en una plaza o un estadio. Salta a la vista la unión de este pueblo, pero si se desea encontrar el detalle “incomodo o inconveniente”obviamente aparecerá, igual que en mi familia o la suya. Como en un antiguo matrimonio arreglado por sus progenitores, se ve la buena convivencia como también que aún falta el amor. Sería infantil pretender que –apenas 16 años después de “todo aquello”– este pueblo, además de perdonarse, se amase, inclusive físicamente. Montescos y Capuletos, por ahora, sólo en la Europa del siglo XIV.

Ross, un buen amigo de Durban, una región bastante radical en cuestiones segregacionistas en su momento, me confirmó que “si bien existen algunos casamientos interraciales, todavía llama la atención cuando se cruza en la calle una pareja con esas características”. Mientras Argentina aprueba el matrimonio gay, parece un atraso al pacifismo sudafricano que no exista atracción sexual sólo porque la raza no coincide. Para quien vive en Brasil, como yo, resulta difícil entender que la pigmentación le gane la batalla a la imparable testosterona... Pero no lo es, porque nada puede observarse y mucho menos juzgarse sin su correspondiente contexto. Es mucho más atrasada la condena a la unión homosexual en países supuestamente evolucionados que este fenómeno del (aún) no cristalizado cruzamiento de razas sudafricano.

Ni siquiera el propio Mandela pudo, en sus tres matrimonios, enamorarse y mostrar una mujer blanca a su lado. Hubiese sido una acción de marketing tan inédita como alucinante y peligrosa. Pero Mandela no es un político marketinero, palabras que hoy suenan a sinónimos. Mandela es un sabio de estos tiempos y en su sabiduría, además de la paz, está la verdad (posiblemente su arma más contundente para eliminar diferencias y derribar adversarios).

Elementos como la mestización, que el tiempo irá consolidando y acrecentando, hacen que la Sudáfrica que continuaremos viendo en el futuro sea tan apasionante como esta feliz y actual y, aunque llena de dolor, como aquella que vimos en el siglo pasado. Infelizmente, pronto Mandela saldrá de escena, pero es posible que un nieto suyo se case con una blanca. Me gustaría vivir para verlo. El mundo empezaría a ser un poco mejor que esto que tenemos hoy y que el club de líderes Kinderberg bautizara de globalización.

Volví del Mundial más apasionado que nunca de ese insólito territorio de once lenguas oficiales y mil motivos para destriparse los unos a los otros, donde –sin embargo– reina la sonrisa, el orgullo, la predisposición, la solidaridad y el mañana. Esta Sudáfrica es la obra de Mandela y un modelo universal. Y como este asunto me ocupa tanto el pensamiento como el corazón, no me pasa inadvertido que en la raza negra hay algo distinto y para mejor. Creo haber aprendido que los únicos que –de verdad– “saben perdonar” son los negros.

La historia del mundo lo demuestra y Sudáfrica es su último y más bien encarnado ejemplo. Porque perdonar perdonamos todos, pero saber perdonar, me parece, sólo los negros saben. Perdonar es una cosa; saber perdonar otra. Yo, como usted, perdono desde la razón. Los negros sudafricanos perdonaron desde el alma. Allí reside su sabiduría. Creo que si a los sentimientos les atribuimos colores, al perdón sólo podemos pintarlo de negro, el primer color en la paleta de Mandela.

Y quien lo dude que le pregunte a un tal Madiba.

Por Edgardo Martolio

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