miércoles, 2 de febrero de 2011

El perdón: una posibilidad humana. Jacques Derrida

ENTREVISTA A DERRIDA por Michel Wieviorka, 1999

Michel Wieviorka. Su seminario trata acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, ¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?

Jacques Derrida. En principio, no hay un límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que, evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a situar.

1. En primer lugar, porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las cuales corresponden al derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en principio heterogéneo e irreductible.

2. Por enigmático que siga siendo el concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición -compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en juego o saca a la luz.

3. En consecuencia y éste es uno de los hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de “perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de “contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta, entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento “performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar.

Incluso cuando palabras como “crimen contra la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde, con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen” movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.

Ya se vea en esto un inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de “crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo sobrecogedor de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del apartheid como “crimen contra la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la ONU.

Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación, de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la “mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.

Si, como sugería hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó ciertamente sus heartfelt apologies a título personal, sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo político.

Correré entonces el riesgo de enunciar esta proposición: cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica.

Por lo tanto, habría que interrogar desde este punto de vista lo que se llama la mundialización y lo que en otra parte[ii] propongo apodar la mundialatinización -para tomar en cuenta el efecto de cristiandad romana que sobredetermina actualmente todo el lenguaje del derecho, de la política, e incluso la interpretación del llamado “retorno de lo religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna secularización llega a interrumpirlo, muy por el contrario.

Para abordar ahora el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez con la paradoja: es preciso, me parece, partir del hecho de que, sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e implacable, sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que ahí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Sólo puede ser posible si es im-posible. Porque, en este siglo, crímenes monstruosos (“imperdonables”, por ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí mismo no es quizás tan nuevo- sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados por una “conciencia universal” mejor informada que nunca, porque esos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o porque se ha buscado hacerlos escapar, en su exceso mismo, de la medida de toda justicia humana, y la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable mismo, entonces!) reactivada, re-motivada, acelerada.

Al sancionarse, en 1964, la ley que decidió en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, se abrió un debate. Menciono al pasar que el concepto jurídico de lo imprescriptible no equivale para nada al concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo tiempo al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y no obstante rehusar el perdón. Queda abierta la cuestión de que la singularidad del concepto de imprescriptibilidad (por oposición a la “prescripción”, que tiene equivalentes en otros derechos occidentales, por ejemplo, el norteamericano) responde quizás a que introduce además, como el perdón o como lo imperdonable, una especie de eternidad o de trascendencia, el horizonte apocalíptico de un juicio final: en el derecho más allá del derecho, en la historia más allá de la historia. Éste es un punto crucial y difícil. En un texto polémico titulado justamente “Lo imprescriptible”, Jankélévitch declara que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la humanidad del hombre: no contra “enemigos” (políticos, religiosos, ideológicos), sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra la capacidad misma de perdonar-. De modo análogo, Hegel, gran pensador del “perdón” y de la “reconciliación”, decía que todo es perdonable salvo el crimen contra el espíritu, es decir, contra la capacidad reconciliadora del perdón. Tratándose evidentemente de la Shoá, Jankélévitch insistía sobre todo en otro argumento, a sus ojos decisivo: menos aún puede hablarse de perdonar, en este caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón. No reconocieron su culpa y no manifestaron ningún arrepentimiento. Esto es al menos lo que sostiene, algo apresuradamente quizás, Jankélévitch.

Ahora bien, yo estaría tentado a recusar esa lógica condicional del intercambio, esa presuposición tan ampliamente difundida según la cual sólo se podría considerar el perdón con la condición de que sea pedido, en un escenario de arrepentimiento que atestiguase a la vez la conciencia de la falta, la transformación del culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno del mal. Hay ahí una transacción económica que a la vez confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Es importante analizar a fondo la tensión, en el seno de la herencia, entre por una parte la idea, que es también una exigencia, del perdón incondicional, gratuito, infinito, aneconómico, concedido al culpable en tanto culpable, sin contrapartida, incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón y, por otra parte, como lo testimonian gran cantidad de textos, a través de muchas dificultades y sutilezas semánticas, un perdón condicional, proporcional al reconocimiento de la falta, al arrepentimiento y a la transformación del pecador, que pide explícitamente el perdón. Y quien entonces no es ya decididamente el culpable sino ahora otro, y mejor que el culpable. En esta medida, y con esta condición, no es ya al culpable como tal a quien se perdona. Una de las cuestiones indisociables de ésta, y que también me interesa, atañe entonces a la esencia de la herencia. ¿Qué es heredar cuando la herencia incluye un mandato a la vez doble y contradictorio? Un mandato que es preciso reorientar, interpretar activamente, performativamente, pero en la noche, como si debiéramos entonces, sin norma ni criterio preestablecidos, reinventar la memoria.

Pese a mi admirativa simpatía por Jankélévitch, e incluso cuando comprendo lo que inspira esta justa cólera, me es difícil seguirlo. Por ejemplo, cuando multiplica las imprecaciones contra la buena conciencia de “el alemán” o cuando truena contra el milagro económico del marco y la obscenidad próspera de la buena conciencia, pero sobre todo cuando justifica el rehusamiento a perdonar por el hecho, o más bien la alegación, del no-arrepentimiento. Dice, en resumen: “Si hubieran comenzado, al arrepentirse, por pedir perdón, hubiéramos podido considerar otorgárselo, pero no fue ése el caso”. Tuve más dificultad aún en seguirlo aquí en la medida en que, en lo que él mismo llama un “libro de filosofía”, Le pardon, publicado anteriormente, Jankélévitch había sido más favorable a la idea de un perdón absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y sobre todo cristiana. Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una “ética hiperbólica”: una ética, por lo tanto, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una obligación. Ética más allá de la ética, ése es quizá el lugar inhallable del perdón. Sin embargo, incluso en ese momento -y la contradicción por lo tanto subsiste- Jankélévitch no llegaba a admitir un perdón incondicional y que sería entonces concedido incluso a quien no lo pidiera.

Lo central del argumento, en “Lo imprescriptible”, y en la parte titulada “¿Perdonar?”, es que la singularidad de la Shoá alcanza las dimensiones de lo inexpiable. Ahora bien, para lo inexpiable no habría perdón posible, según Jankélévitch, ni siquiera perdón que tuviera un sentido, que produjera sentido. Porque el axioma común o dominante de la tradición, finalmente, y a mi modo de ver el más problemático, es que el perdón debe tener sentido. Y ese sentido debería determinarse sobre una base de salvación, de reconciliación, de redención, de expiación, diría incluso de sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en que ya no se puede punir al criminal con una “punición proporcional a su crimen” y que, en consecuencia, el “castigo deviene casi indiferente”, uno se encuentra con “lo inexpiable” -dice también “lo irreparable” (palabra que Chirac utilizó frecuentemente en su famosa declaración sobre el crimen contra los judíos durante el régimen de Vichy: “Francia, ese día, consumaba lo irreparable”). De lo inexpiable o lo irreparable, Jankélévitch deduce lo imperdonable. Y lo imperdonable, según él, no se perdona. Este encadenamiento no me parece evidente. Por el motivo que expuse (¿qué sería un perdón que sólo perdonara lo perdonable?) y porque esta lógica continúa implicando que el perdón sigue siendo el correlato de un juicio y la contrapartida de una punición posibles, de una expiación posible, de lo “expiable”.

Porque Jankélévitch parece entonces dar dos cosas por sentadas (como Arendt, por ejemplo, en La Condition de l’homme moderne):

1. El perdón debe seguir siendo una posibilidad humana -insisto sobre estas dos palabras y sobre todo sobre ese rasgo antropológico que decide acerca de todo (porque siempre se tratará, en el fondo, de saber si el perdón es una posibilidad o no, incluso una facultad, en consecuencia un “yo puedo” soberano, y un poder humano o no).

2. Esta posibilidad humana es el correlato de la posibilidad de punir -no de vengarse, evidentemente, lo que es otra cosa, a la que el perdón es más ajeno aún, sino de punir según la ley-. “El castigo”, dice Arendt, “tiene en común con el perdón que trata de poner término a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy significativo, es un elemento estructural del dominio de los asuntos humanos [bastardillas de JD], que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces de punir lo que se revela imperdonable.”

En “L’imprescriptible”, por lo tanto, y no en Le pardon, Jankélévitch se instala en este intercambio, en esta simetría entre punir y perdonar: el perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen ha devenido, como la Shoá, “inexpiable”, “irreparable”, fuera de toda medida humana. “El perdón ha muerto en los campos de la muerte”, dice. Sí. A menos que sólo se vuelva posible a partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría, por el contrario, con lo imperdonable.

Si insisto en esta contradicción en el seno de la herencia y en la necesidad de mantener la referencia a un perdón incondicional y aneconómico, es decir, más allá del intercambio e incluso del horizonte de una redención o una reconciliación, no lo hago por purismo ético o espiritual. Si digo: “Te perdono con la condición de que, al pedir perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo”, ¿acaso te perdono?; ¿qué es lo que perdono? y ¿a quién?; ¿qué perdono y a quién?; ¿perdono algo o perdono a alguien?

Primera ambigüedad sintáctica, por otra parte, que debería detenernos largo rato; entre “¿a quién?” y “¿qué?”. ¿Se perdona algo, un crimen, una falta, un daño, es decir un acto o un momento que no agota la persona incriminada y, en último análisis, no se confunde con el culpable que sigue siendo por lo tanto irreductible a ese algo? ¿O bien se perdona a alguien, absolutamente, no marcando ya entonces el límite entre el daño, el momento de la falta, y la persona que se tiene por responsable o culpable? Y en este último caso (pregunta “¿a quién se perdona?”), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo absoluto, a Dios, por ejemplo a determinado Dios que prescribió que perdonáramos al otro (hombre) para merecer a su vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia pidió perdón a Dios, no se arrepintió directamente o solamente ante los hombres, o ante las víctimas -por ejemplo, la comunidad judía, a la que sólo tomó como testigo, pero públicamente, es verdad, del perdón pedido realmente a Dios, etc.-.) Debo dejar abiertas estas inmensas cuestiones.

Imaginemos que perdono con la condición de que el culpable se arrepienta, se enmiende, pida perdón y por lo tanto sea transformado por un nuevo compromiso, y que desde ese momento ya no sea en absoluto el mismo que aquel que se hizo culpable. En ese caso, ¿se puede todavía hablar de un perdón? Sería demasiado fácil, de los dos lados: se perdonaría a otro distinto del culpable mismo. Para que exista perdón, ¿no es preciso, por el contrario, perdonar tanto la falta como al culpable en tanto tales, allí donde una y otro permanecen, tan irreversiblemente como el mal, como el mal mismo, y serían capaces de repetirse, imperdonablemente, sin transformación, sin mejora, sin arrepentimiento ni promesa? ¿No se debe sostener que un perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo imperdonable, y sin condiciones? Esta incondicionalidad está también inscrita -como su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento- en “nuestra” herencia, aun cuando esta pureza radical puede parecer excesiva, hiperbólica, loca. Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y que debe seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que arribe, que sorprenda, como una revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho. Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo político o de lo jurídico tal como se los entiende comúnmente. Jamás se podría, en ese sentido corriente de las palabras, fundar una política o un derecho sobre el perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos, se abusa de la palabra “perdón”. Porque siempre se trata de negociaciones más o menos declaradas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría Kant, de imperativos hipotéticos. Estas maniobras pueden ciertamente parecer honorables. Por ejemplo, en nombre de la “reconciliación nacional”, expresión a la que De Gaulle, Pompidou y Mitterrand han recurrido en el momento en que creyeron tener que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los crímenes del pasado, bajo la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En Francia, los más altos responsables políticos adoptaron por lo regular el mismo lenguaje: es preciso proceder a la reconciliación por la amnistía y reconstituir así la unidad nacional. Es un leitmotiv de la retórica de todos los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra Mundial, sin excepción. Fue literalmente el lenguaje de los que, tras el primer momento de depuración, decidieron la gran amnistía de 1951 para los crímenes cometidos bajo la Ocupación. Una noche, en un documental de archivo, escuché a M. Cavaillet decir, lo cito de memoria, que siendo entonces parlamentario, había votado por la ley de amnistía de 1951 porque era preciso, decía, “saber olvidar”; tanto más cuanto que en aquel momento -Cavaillet insistía duramente en ello-, el peligro comunista se vivía como lo más urgente. Había que hacer reingresar en la comunidad nacional a todos los anticomunistas que, colaboracionistas unos años antes, corrían el riesgo de verse excluidos del campo político por una ley demasiado severa y por una depuración demasiado poco olvidadiza. Reconstruir la unidad nacional significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un combate que continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría. Siempre hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien ofrece la reconciliación o la amnistía, y es necesario integrar siempre este cálculo en nuestros análisis. “Reconciliación nacional”, ése fue también, como dije, el lenguaje explícito de De Gaulle cuando volvió por primera vez a Vichy y pronunció allí un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad de Francia; ése fue literalmente el discurso de Pompidou, que habló también, en una famosa conferencia de prensa, de “reconciliación nacional” y de división superada cuando indultó a Touvier; ése fue también el lenguaje de Mitterrand cuando sostuvo, en varias ocasiones, que él era garante de la unidad nacional, y muy precisamente cuando rehusó declarar la culpabilidad de Francia bajo el régimen de Vichy (al que calificaba, como usted sabe, de poder no-legítimo o no-representativo, apropiado por una minoría de extremistas, mientras que sabemos que la cosa es más complicada, y no sólo desde el punto de vista formal y legal, pero dejemos esto). Inversamente, cuando el cuerpo de la nación puede soportar sin riesgo una división menor o ver incluso su unidad reforzada por procesos, por aperturas de archivos, por “levantamientos de represión”, entonces otros cálculos dictan hacer justicia en forma más rigurosa y más pública a lo que se llama el “deber de memoria”.

Siempre el mismo desvelo: actuar de modo que la nación sobreviva a sus discordias, que los traumatismos cedan al trabajo de duelo, y que el Estado-nación no se vea ganado por la parálisis. Pero aun ahí donde se lo podría justificar, ese imperativo “ecológico” de la salud social y política no tiene nada que ver con el “perdón” de que se habla en ese caso muy ligeramente. El perdón no corresponde, jamás debería corresponder, a una terapia de la reconciliación. Volvamos al notable ejemplo de Sudáfrica. Todavía en prisión, Mandela sintió el deber de asumir él mismo la decisión de negociar el principio de un procedimiento de amnistía. Para permitir sobre todo el regreso de los exiliados del Congreso Nacional Africano. Y con miras a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiera sido barrido a sangre y fuego por la venganza. Pero igual que la absolución, el sobreseimiento, e incluso el “indulto” (excepción jurídico-política de la que volveremos a hablar), tampoco la amnistía significa el perdón. Ahora bien, cuando Desmond Tutu fue nombrado presidente de la Comisión Verdad y Reconciliación, cristianizó el lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente crímenes de motivación “política” (problema enorme que renuncio a tratar aquí, como renuncio a analizar la compleja estructura de la mencionada comisión, en sus relaciones con las otras instancias judiciales y procedimientos penales que debían seguir su curso). Con tanta buena voluntad como confusión, me parece, Tutu, arzobispo anglicano, introduce el vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto le fue reprochado, además, y entre otras cosas, por una parte no cristiana de la comunidad negra. Sin hablar de los peligrosos riesgos de traducción que aquí sólo puedo mencionar pero que, como el recurso al lenguaje mismo, atañen también al segundo aspecto de su pregunta: la escena del perdón, ¿es una confrontación personal o bien apela a alguna mediación institucional? (Y el lenguaje mismo, la lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, entonces, siempre para seguir una concepción de la tradición abrahámica, el perdón debe comprometer dos singularidades: el culpable (el “perpetrator”, como se dice en Sudáfrica) y la víctima. Desde el momento en que interviene un tercero se puede a lo sumo hablar de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc. Pero ciertamente no de perdón puro, en sentido estricto. El estatuto de la Comisión Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo en este asunto, como el discurso de Tutu, que oscila entre una lógica no penal y no reparadora del “perdón” (la llama “restauradora”) y una lógica judicial de la amnistía. Se debería analizar con más detalle la inestabilidad equívoca de todas esas autointerpretaciones.

Gracias a una confusión entre el orden del perdón y el orden de la justicia -pero abusando tanto de su heterogeneidad como del hecho de que el tiempo del perdón escapa del proceso judicial-, siempre es posible remedar el escenario del perdón “inmediato” y casi automático para escapar de la justicia. La posibilidad de este cálculo está siempre abierta y se podrían dar muchos ejemplos. Y contraejemplos. Así, Tutu cuenta que un día una mujer negra atestigua ante la Comisión. Su marido había sido asesinado por policías torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la traduce más o menos así, en su idioma cristiano (anglo-anglicano): “Una comisión o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo. (And I am rot ready to forgive.) Y no estoy dispuesta a perdonar -o lista para perdonar-”. Palabras muy difíciles de entender. Esta mujer víctima, esta mujer de víctima[iii] quería seguramente recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además ningún sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no tiene nada que ver con el juicio, justamente. Ni siquiera con el espacio público o político. Incluso si el perdón fuera “justo”, lo sería de una justicia que no tiene nada que ver con la justicia judicial, con el derecho. Hay tribunales de justicia para eso, y esos tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de este término. Esta mujer quería tal vez sugerir otra cosa: si alguien tiene alguna calificación para perdonar, es sólo la víctima y no una institución tercera. Porque por otra parte, incluso si esta esposa también era una víctima, de todos modos, la víctima absoluta, si se puede decir así, seguía siendo su marido muerto. Sólo el muerto hubiera podido, legítimamente, considerar el perdón. La sobreviviente no estaba dispuesta a sustituir abusivamente al muerto. Inmensa y dolorosa experiencia del sobreviviente: ¿quién tendría el derecho de perdonar en nombre de víctimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes, en cierta manera. Desaparecidas por esencia, nunca están ellas mismas absolutamente presentes, en el momento del perdón invocado, como las mismas, las que fueron en el momento del crimen; y a veces están ausentes en su cuerpo, incluso a menudo muertas.

Vuelvo un instante al equívoco de la tradición. A veces el perdón (concedido por Dios o inspirado por la prescripción divina) debe ser un don gratuito, sin intercambio e incondicional; a veces, requiere, como condición mínima, el arrepentimiento y la transformación del pecador. ¿Qué consecuencia resulta de esta tensión? Al menos ésta, que no simplifica las cosas: si nuestra idea del perdón se derrumba desde el momento en que se la priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su pureza incondicional, no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es heterogéneo, a saber, el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la transformación, cosas todas que le permiten inscribirse en la historia, el derecho, la política, la existencia misma. Estos dos polos, el incondicional y el condicional, son absolutamente heterogéneos y deben permanecer irreductibles uno al otro. Sin embargo, son indisociables: si se quiere, y si es preciso, que el perdón devenga efectivo, concreto, histórico, si se quiere que venga, que tenga lugar cambiando las cosas, es necesario que su pureza se comprometa en una serie de condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Es entre esos dos polos, irreconciliables pero indisociables, donde deben tomarse las decisiones y las responsabilidades. Pero pese a todas las confusiones que reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, a la absolución o a la prescripción, al trabajo de duelo o a alguna terapia política de reconciliación, en suma a alguna ecología histórica, jamás habría que olvidar que todo esto se refiere a una cierta idea del perdón puro e incondicional, sin la cual este discurso no tendría el menor sentido. Lo que complica la cuestión del “sentido” es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón puro e incondicional, para tener su sentido estricto, debe no tener ningún “sentido”, incluso ninguna finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible. Habría que seguir ocupándose sin descanso de las consecuencias de esta paradoja o aporía.

Lo que se denomina el derecho de gracia es un ejemplo de esto, a la vez un ejemplo entre otros y el modelo ejemplar. Porque si es verdad que el perdón debería permanecer heterogéneo al orden jurídico-político, judicial o penal; si es verdad que debería cada vez, en cada caso, seguir siendo una excepción absoluta, hay una excepción a esta ley de excepción, en cierto modo, y es justamente, en Occidente, esa tradición teológica que concede al soberano un derecho exorbitante. Porque el derecho de gracia es precisamente, como su nombre lo indica, del orden del derecho, pero de un derecho que inscribe en las leyes un poder por encima de las leyes. El monarca absoluto de derecho divino puede indultar a un criminal, es decir, practicar, en nombre del Estado, un perdón que trasciende y neutraliza el derecho. Derecho por encima del derecho. Como la idea de soberanía misma, este derecho de gracia fue readaptado en la herencia republicana. En algunos Estados modernos de tipo democrático, como Francia, se diría que ha sido secularizado (si esta palabra tuviera un sentido fuera de la tradición religiosa que mantiene, aunque pretenda sustraerse a ella). En otros, como los Estados Unidos, la secularización no es siquiera un simulacro, puesto que el presidente y los gobernadores, que tienen el derecho de gracia (pardon, clemency), prestan ante todo juramento sobre la Biblia, sostienen discursos oficiales de tipo religioso e invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se dirigen a la nación. Lo que importa en esta excepción absoluta que es el derecho de gracia, es que la excepción del derecho, la excepción al derecho está situada en la cúspide o en el fundamento de lo jurídico-político. En el cuerpo del soberano, encarna lo que funda, sostiene o erige, en lo más alto, con la unidad de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y el ejercicio del derecho. Como siempre ocurre, el principio trascendental de un sistema no pertenece al sistema. Le es extraño como una excepción.

Sin discutir el principio de este derecho de gracia, por más “elevado” que sea, por más noble pero también más “escurridizo” y más equívoco, más peligroso, más arbitrario que sea, Kant recuerda la estricta limitación que habría que imponerle para que no diera lugar a las peores injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí donde el crimen lo afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la garantía misma del derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la lógica hegeliana de la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen contra lo que da el poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva -el espíritu según Hegel, y lo que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es justamente esto imperdonable, y sólo esto imperdonable, lo que el soberano tiene todavía el derecho de perdonar, y solamente cuando “el cuerpo del rey”, en su función soberana, es afectado a través del otro “cuerpo del rey”, que es aquí lo “mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico. Fuera de esta excepción absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde los daños afecten a los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no podría ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido por el soberano en forma condicional, en función de una interpretación o de un cálculo en cuanto a lo que entrecruce un interés particular (el propio o el de los suyos o de una fracción de la sociedad) y el interés del Estado. Un ejemplo reciente lo daría Clinton, quien nunca estuvo inclinado a indultar a nadie y que es un partidario más bien aguerrido de la pena de muerte. Ahora bien, él llega, utilizando su right to pardon, a indultar a unos portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues bien, los republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo, acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su próxima campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los puertorriqueños son muchos.

En el caso a la vez excepcional y ejemplar del derecho de gracia, allí donde lo que excede lo jurídico-político se inscribe, para fundarlo, en el derecho constitucional, hay y no hay ese encuentro o esa confrontación personal, y del cual puede pensarse que es exigido por la esencia misma del perdón. Ahí donde éste debería sólo comprometer singularidades absolutas, no puede manifestarse en cierta forma sin apelar al tercero, a la institución, al carácter de social, a la herencia transgeneracional, al sobreviviente en general; y ante todo a esa instancia universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber ahí, de una o de otra parte, un escenario de perdón sin un lenguaje compartido? No se comparte sólo una lengua nacional o un idioma, sino un acuerdo sobre el sentido de las palabras, sus connotaciones, la retórica, la orientación de una referencia, etc. Ésa es otra forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no comparten ningún lenguaje, cuando nada común y universal les permite entenderse, el perdón parece privado de sentido, uno se encuentra precisamente con lo imperdonable absoluto, con esa imposibilidad de perdonar de la que decíamos sin embargo hace un momento que era, paradójicamente, el elemento mismo de cualquier perdón posible. Para perdonar es preciso por un lado que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber quién es culpable de qué mal hacia quién, etc. Cosa ya muy improbable. Porque imagínese lo que una “lógica del inconsciente” vendría a perturbar en ese “saber”, y en todos los esquemas en que detenta no obstante una “verdad”. Imaginemos además lo que pasaría cuando la misma perturbación hiciera temblar todo, cuando llegara a repercutir en el “trabajo del duelo”, en la “terapia” de la que hablábamos, y en el derecho y en la política. Porque si un perdón puro no puede -no debe- presentarse como tal, exhibirse por lo tanto en el teatro de la conciencia sin, en el mismo acto, negarse, mentir o reafirmar una soberanía, ¿cómo saber lo que es un perdón -si algún día tiene lugar-, y quién perdona a quién, o qué a quién? Porque por otro lado, si es preciso, como decíamos recién, que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber, a conciencia, quién es culpable de qué mal hacia quién, etc., y esto sigue siendo muy improbable, lo contrario también es verdad. Al mismo tiempo, es preciso efectivamente que la alteridad, la no-identificación, la incomprensión misma permanezcan irreductibles. El perdón es, por lo tanto, loco, debe hundirse, pero lúcidamente, en la noche de lo ininteligible. Llamemos a esto lo inconsciente o la no-conciencia, como usted prefiera. Desde que la víctima “comprende” al criminal, desde que intercambia, habla, se entiende con él, la escena de la reconciliación ha comenzado, y con ella ese perdón usual que es cualquier cosa menos un perdón. Aun si digo “no te perdono” a alguien que me pide perdón, pero a quien comprendo y me comprende, entonces ha comenzado un proceso de reconciliación, el tercero ha intervenido. Pero se acabó el asunto del perdón puro.

M. W. En las situaciones más terribles, en África, en Kosovo, ¿no se trata, precisamente, de una barbarie de proximidad, donde el crimen se produce entre personas que se conocen? ¿El perdón no implica lo imposible: estar al mismo tiempo en algo diferente de la situación anterior, antes del crimen, comprendiendo simultáneamente la situación anterior?

J. Derrida: En lo que usted llama la “situación anterior” podría haber, en efecto, todo tipo de proximidades: lenguaje, vecindad, familiaridad, incluso familia, etc. Pero para que el mal surja, el “mal radical” y quizá peor aún, el mal imperdonable, el único que hace surgir la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo de esta intimidad, un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esta hostilidad destructora sólo puede dirigirse a lo que Lévinas llama el “rostro” del otro, el otro semejante, el prójimo más próximo, entre el bosnio y el servio, por ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia. ¿El perdón debe entonces tapar el agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión? Por supuesto, nadie se atrevería decentemente a objetar el imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a los crímenes y a las discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y el proceso de reconciliación, esta reconstitución de una salud o de una “normalidad”, por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las amnesias, el “trabajo de duelo”, etc. Un perdón “finalizado” no es un perdón, es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica. En Argelia hoy, pese al dolor infinito de las víctimas y el daño irreparable que sufren para siempre, se puede pensar, ciertamente, que la supervivencia del país, de la sociedad y del Estado pasa por el anunciado proceso de reconciliación. Desde este punto de vista se puede “comprender” que un comicio haya aprobado la política prometida por Bouteflika. Pero creo inapropiada la palabra “perdón” que fue pronunciada en esa ocasión, en particular por el jefe del Estado argelino. Me parece injusta a la vez por respeto a las víctimas de crímenes atroces (ningún jefe de Estado tiene derecho a perdonar en su lugar) y por respeto al sentido de esta palabra, a la incondicionalidad no negociable, aneconómica, a-política y no-estratégica que éste prescribe. Pero, una vez más, ese respeto por la palabra o por el concepto no traduce solamente un purismo semántico o filosófico. Todo tipo de “políticas” inconfesables, todo tipo de maniobras estratégicas pueden ampararse abusivamente tras una “retórica” o una “comedia” del perdón para saltear la etapa del derecho. En política, cuando se trata de analizar, de juzgar, hasta de oponerse prácticamente a esos abusos, es de rigor la exigencia conceptual, incluso allí donde ésta toma en cuenta, embrollándose en ellas y declarándolas, paradojas o aporías. Ésta es, una vez más, la condición de la responsabilidad.

M. W. ¿Entonces usted está permanentemente repartido entre una visión ética “hiperbólica” del perdón, el perdón puro, y la realidad de una sociedad ocupada en procesos pragmáticos de reconciliación?

J. Derrida: Sí, permanezco “repartido”, como usted dice tan acertadamente. Pero sin poder, ni querer, ni deber optar. Ambos polos son irreductibles uno a otro, ciertamente, pero siguen siendo indisociables. Para modificar el curso de la “política” o de lo que usted acaba de llamar los “procesos pragmáticos”, para cambiar el derecho (que se encuentra atrapado entre los dos polos, el “ideal” y el “empírico” -y lo que me interesa aquí es, entre ambos, esa mediación universalizante, esa historia del derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho-), es necesario referirse a lo que usted acaba de llamar “visión ética ‘hiperbólica’ del perdón”. Aunque yo no esté seguro de las palabras “visión” o “ética”, en este caso, digamos que sólo esta exigencia inflexible puede orientar una historia de las leyes, una evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí, ahora, con urgencia, sin esperar, la respuesta y las responsabilidades.

Volvamos a la cuestión de los derechos del hombre, al concepto de crimen contra la humanidad, pero también de la soberanía. Más que nunca, esos tres motivos están ligados en el espacio público y en el discurso político. Aunque a menudo una cierta noción de la soberanía esté positivamente asociada al derecho de la persona, al derecho a la autodeterminación, al ideal de emancipación, por cierto a la idea misma de libertad, al principio de los derechos del hombre, es con frecuencia en nombre de los derechos del hombre y para castigar o prevenir crímenes contra la humanidad como se llega a limitar, al menos a pretender limitar, con intervenciones internacionales, la soberanía de ciertos Estados-nación. Pero de algunos, más que de otros. Ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en Timor oriental, por otra parte diferentes en su naturaleza y su orientación. (El caso de la Guerra del Golfo es complicado de modo diferente: se limita hoy la soberanía de Irak pero después de haber pretendido defender, contra él, la soberanía de un pequeño Estado -y de paso algunos otros intereses, pero no nos detengamos en eso-.) Estemos siempre atentos, como Hannah Arendt advierte tan lúcidamente, al hecho de que esta limitación de soberanía nunca es impuesta sino ahí donde esto es “posible” (física, militar, económicamente), es decir, siempre impuesta a pequeños Estados; relativamente débiles, por Estados poderosos. Estos últimos, celosos de su propia soberanía, limitan la de los otros. Y pesan además de modo determinante sobre las decisiones de las instituciones internacionales. Se trata de un orden y de un “estado de hecho” que pueden ser consolidados al servicio de los “poderosos” o bien, por el contrario, poco a poco dislocados, puestos en crisis, amenazados por conceptos (es decir, performativos instituidos, acontecimientos por esencia históricos y transformables), como el de los nuevos “derechos del hombre” o el de “crimen contra la humanidad”, por convenciones sobre el genocidio, la tortura o el terrorismo. Entre las dos hipótesis, todo depende de la política que recurre a estos conceptos. Pese a sus raíces y sus fundamentos sin edad, estos conceptos son muy jóvenes, al menos en tanto dispositivos del derecho internacional. Y cuando, en 1964 -apenas ayer- Francia juzgó oportuno decidir que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles (decisión que hizo posibles todos los procesos que usted conoce -ayer incluso el de Papon-), para eso apeló implícitamente a una especie de más allá del derecho en el derecho. Lo imprescriptible, como noción jurídica, no es ciertamente lo imperdonable, acabamos de ver por qué. Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre esto, señala hacia el orden trascendente de lo incondicional, del perdón y de lo imperdonable, hacia una especie de ahistoricidad, incluso de eternidad y de Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para siempre, “eternamente”, en cualquier parte y siempre, un crimen contra la humanidad será pasible de un juicio, y jamás se borrará su archivo judicial. Por lo tanto, una cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá del derecho (de toda determinación histórica del derecho), ha inspirado a los legisladores y los parlamentarios, los que producen el derecho, cuando por ejemplo instituyeron en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad o, en forma más general, cuando transforman el derecho internacional e instalan tribunales universales. Esto muestra claramente que, pese a su apariencia teórica, especulativa, purista, abstracta, toda reflexión sobre una exigencia incondicional está anticipadamente comprometida, y por completo, en una historia concreta. Ésta puede inducir procesos de transformación -política, jurídica-verdaderamente sin límite.

Dicho esto, puesto que usted me señalaba hasta qué punto estoy “repartido” ante estas dificultades aparentemente insolubles, estaría tentado de dar dos tipos de respuesta. Por un lado, hay, debe haber, es preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En política y más allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no aparecen como infinitamente contradictorios, ubicándome ante la aporía de una doble inyunción, entonces sé anticipadamente lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber organiza y programa la acción: está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad que asumir. Un cierto no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo que tengo que hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente obligado a ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme responsable de esta transacción entre dos imperativos contradictorios e igualmente justificados. No es que haga falta no saber. Al contrario, es preciso saber lo más posible y de la mejor manera posible, pero entre el saber más extenso, el más sutil, el más necesario, y la decisión responsable, sigue habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a encontrar aquí la distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que nos preocupa desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos “política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos de reconciliación”, entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias políticas, creo también que no estamos definidos por completo por la política, y sobre todo tampoco por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un Estado-nación. ¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo cuando se trata del “perdón”, algo arriva que excede toda institución, todo poder, toda instancia jurídico-política? Se puede imaginar que alguien, víctima de lo peor, en sí mismo, en los suyos, en su generación o en la precedente, exija que se haga justicia, que los criminales comparezcan, sean juzgados y condenados por un tribunal y, sin embargo, en su corazón perdone.

M. W. ¿Y lo inverso?

J. Derrida: Lo inverso también, por supuesto. Se puede imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás, incluso después de un procedimiento de absolución o de amnistía. El secreto de esta experiencia perdura. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la política, a la moral misma: absoluto. Pero yo haría de este principio transpolítico un principio político, una regla o una toma de posición política: también es necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo político o lo que ya no depende de lo jurídico. Es lo que llamaría la “democracia por venir”. En el mal radical del que hablamos y en consecuencia en el enigma del perdón de lo imperdonable, hay una especie de “locura” que lo jurídico-político no puede abordar, menos aún apropiarse. Imaginemos una víctima del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o deportados, u otra cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Sea que ella diga “perdono” o “no perdono”, en ambos casos, no estoy seguro de comprender, incluso estoy seguro de no comprender, y en todo caso no tengo nada que decir. Esta zona de la experiencia permanece inaccesible y debo respetar ese secreto. Lo que queda por hacer, luego, públicamente, políticamente, jurídicamente, también sigue siendo difícil. Retomemos el ejemplo de Argelia. Comprendo, comparto incluso el deseo de los que dicen: “Hay que hacer la paz, este país debe sobrevivir, basta ya, esos asesinatos monstruosos, hay que hacer lo necesario para que esto se detenga”, y si para eso es necesario falsear hasta la mentira o la confusión (como cuando Bouteflika dice: “Vamos a liberar a los prisioneros políticos que no tienen las manos ensangrentadas”), pues bien, vaya por esta retórica abusiva, no habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y sobre todo colonial de este país. Comprendo por lo tanto esta “lógica”, pero también comprendo la lógica opuesta, que rechaza a toda costa, y por principio, esta útil mistificación. Pues bien, ése es el momento de la mayor dificultad, la ley de la transacción responsable. Según las situaciones y según los momentos, las responsabilidades a asumir son diferentes. No debería hacerse, me parece, en la Francia de hoy, lo que se aprestan a hacer en Argelia. La sociedad francesa de hoy puede permitirse sacar a la luz, con un rigor inflexible, todos los crímenes del pasado (incluso los que se prolongan en Argelia, precisamente -y esto no ha terminado todavía-, puede juzgarlos y no dejar que se adormezca la memoria. Hay situaciones donde, por el contrario, es necesario, si no adormecer la memoria (esto no habría que hacerlo jamás, si fuera posible), al menos hacer como si, en el escenario público, se renunciase a sacar todas las consecuencias de esto. Nunca estamos seguros de hacer la elección justa -uno nunca sabe, nunca lo sabrá- de lo que se llama un saber. El futuro no nos lo hará saber mejor, porque habrá estado determinado, él mismo, por esa elección. Es ahí donde las responsabilidades deben reevaluarse a cada instante según las situaciones concretas, es decir, las que no esperan, las que no nos dan tiempo para la deliberación infinita. La respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o mañana, que en la Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que difícil, es infinitamente angustiante. Es la noche. Pero reconocer esas diferencias “contextuales” es algo muy distinto de una renuncia empirista, relativista o pragmatista. Justamente porque la dificultad surge en nombre y en razón de principios incondicionales, por lo tanto irreductibles a esas facilidades (empiristas, relativistas o pragmatistas). En todo caso, yo no reduciría la terrible cuestión de la palabra “perdón” a esos “procesos” en los que se encuentra anticipadamente implicada, por complejos e inevitables que éstos sean.

M. W. Lo que sigue siendo complejo es esta circulación entre la política y la ética hiperbólica. Pocas naciones escapan al hecho, quizás fundador, de que ha habido crímenes, violencias, una violencia fundadora, para hablar como René Girard, y el tema del perdón se vuelve muy cómodo para justificar, luego, la historia de la nación.

J. Derrida: Todos los Estados-nación nacen y se fundan en la violencia. Creo irrecusable esta verdad. Sin siquiera exhibir a este respecto espectáculos atroces, basta con destacar una ley de estructura: el momento de fundación, el momento instituyente, es anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura. Es, por lo tanto, fuera de la ley, y violento por eso mismo. Pero usted sabe que se podría “ilustrar” (¡qué palabra, aquí!) esta verdad abstracta con documentos terroríficos, y procedentes de las historias de todos los Estados, los más viejos y los más jóvenes. Antes de las formas modernas de lo que se llama, en sentido estricto, el “colonialismo”, todos los Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar demasiado con la palabra y la etimología, todas las culturas) tienen su origen en una agresión de tipo colonial. Esta violencia fundadora no es sólo olvidada. La fundación se hace para ocultarla; tiende por esencia a organizar la amnesia, a veces bajo la celebración y la sublimación de los grandes comienzos. Ahora bien, lo que parece singular hoy, e inédito, es el proyecto de hacer comparecer Estados, o al menos jefes de Estado en cuanto tales (Pinochet), e incluso jefes de Estado en ejercicio (Milosevic) ante instancias universales. Se trata ahí sólo de proyectos o de hipótesis, pero esta posibilidad basta para anunciar una mutación: ésta constituye de por sí un acontecimiento capital. La soberanía del Estado, la inmunidad de un jefe de Estado ya no son, en principio, en derecho, intangibles. Evidentemente, subsistirán por largo tiempo muchos equívocos, ante los cuales es necesario redoblar la vigilancia. Estamos lejos de pasar a los actos y de poner estos proyectos en marcha, porque el derecho internacional depende todavía demasiado de Estados-nación soberanos y poderosos. Además, cuando se pasa al acto, en nombre de derechos universales del Hombre o contra “crímenes contra la humanidad”, se lo hace a menudo en forma interesada, en consideración de estrategias complejas y a veces contradictorias, en una situación donde se depende enteramente de Estados no solamente celosos de su propia soberanía, sino dominantes en el escenario internacional, apurados por intervenir aquí más bien o más pronto que allá, por ejemplo en Kosovo más bien que en Chechenia, para limitarse a ejemplos recientes, etc., y excluyendo, por supuesto, toda intervención en ellos; de allí por ejemplo la hostilidad de China a cualquier injerencia de este tipo en Asia, en Timor, por ejemplo -esto podría dar ideas del lado del Tíbet-; o también de ciertos países llamados “del Sur”, ante las competencias universales prometidas a la Corte penal internacional, etcétera.

Volvemos regularmente a esta historia de la soberanía. Y puesto que hablamos del perdón, lo que hace al “te perdono” a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la afirmación de soberanía. Esta se dirige a menudo de arriba abajo, confirma su propia libertad o se arroga el poder de perdonar, ya sea como víctima o en nombre de la víctima. Ahora bien, es necesario además pensar en una victimización absoluta, la que priva a la víctima de la vida, o del derecho a la palabra, o de esa libertad, de esa fuerza y ese poder que autorizan, que permiten acceder a la posición del “te perdono”. Ahí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese derecho a la palabra, de la palabra misma, de la posibilidad de toda manifestación, de todo testimonio. La víctima sería entonces víctima, además, de verse despojada de la posibilidad mínima, elemental, de considerar virtualmente perdonar lo imperdonable. Este crimen absoluto no adviene solamente en la figura del asesinato.

Inmensa dificultad, pues. Cada vez que el perdón es efectivamente ejercido, parece suponer algún poder soberano. Puede ser el poder soberano de un alma noble y fuerte, pero también un poder de Estado que dispone de una legitimidad incuestionada, de la potencia necesaria para organizar un proceso, un juicio aplicable o, eventualmente, la absolución, la amnistía o el perdón. Si, como lo pretenden Jankélévitch y Arendt (ya he expresado mis reservas al respecto), sólo se perdona allí donde se podría juzgar y castigar, por lo tanto evaluar, entonces la instalación, la institución de una instancia de juicio supone un poder, una fuerza, una soberanía. Usted conoce el argumento “revisionista”: el tribunal de Nuremberg era la invención de los vencedores, estaba a su disposición, tanto para establecer el derecho, juzgar y condenar, como para exculpar, etcétera.

Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y soberanía. ¿Se hará algún día? C’est pas demain la veille,[iv] como se dice. Pero, puesto que la hipótesis de esta tarea impresentable se anuncia, aunque sea como una ilusión para el pensamiento, esta locura no es quizás tan loca...

[i] Esta entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka fue publicada con este título en el número 9 de Monde des débats (diciembre de 1999).

[ii] Cf. infra “Fe y saber”, págs. 75-77 y 95.

[iii] Habría mucho para decir aquí sobre las diferencias sexuales, ya se trate de las víctimas o de su testimonio. Tutu cuenta también cómo algunas mujeres perdonaron en presencia de los victimarios. Pero Antje Krog, en un libro admirable, The Country of my Skull, describe además la situación de mujeres militantes que, violadas y ante todo acusadas por los torturadores de no ser militantes sino rameras, no podían siquiera atestiguarlo ante la Comisión, ni tampoco en su familia, sin desnudarse, sin mostrar sus cicatrices o sin exponerse una vez más, por su testimonio mismo, a otra violencia. La “cuestión del perdón” no podía siquiera plantearse públicamente a estas mujeres, algunas de las cuales ocupan actualmente altas responsabilidades en el Estado. En Sudáfrica existe una Gender Commission para este tema.

[iv] Del lenguaje familiar, literalmente “no es mañana la víspera”, para significar “no será en lo inmediato”. [N. de la T.]

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