Según ha comprobado Umberto Eco hay en Internet un millón quinientas noventa mil páginas sobre el perdón. Si les sumamos la cantidad de veces que pronunciamos, escuchamos y escribimos esa palabra a lo largo de nuestras vidas, acaso nos encontremos con uno de los vocablos (junto con amor) más usados en nuestra relación con los otros y con el mundo. Es relativamente fácil pedir perdón, aunque el orgullo de muchas personas se convierte en escollo insalvable para que ellas lo hagan. Lo difícil es acompañar ese pedido con acciones reparadoras. Y que no reparen según la conveniencia del ofensor sino de acuerdo con la necesidad del ofendido. Por otra parte, no es fácil perdonar sin condiciones, soltando de verdad el pesado encono de la ofensa. ¿Ofensa o daño? En Pregúntale a Platón el consultor filosófico Lou Marinoff propone diferenciarlos. Alguien puede dañarnos sin ofendernos (un mal movimiento, un golpe sin intención que nos lastima) y alguien puede ofendernos sin dañarnos físicamente (una descalificación, la discriminación). No podemos evitar el dolor de un daño, pero sí podemos desapegarnos de la ofensa. A veces daño y ofensa van juntos: alguien nos lastima y nos insulta. ¿Podemos perdonar?
Perdonar es, etimológicamente, dar algo de manera gratuita. ¿Qué damos al perdonar? ¿Absolución? ¿Olvido? ¿Condonación? En estos tres casos la acción que provocó la herida (física, moral, psíquica o emocional) queda borrada, como sino se hubiese producido. Desaparecen peligrosamente la responsabilidad y la memoria. La gran escritora y terapeuta austriaca Elisabeth Lukas dice en La felicidad en la familia , algo tan fuerte como bello: »Perdonar no significa olvidar. Si usted olvidase todo no sabría qué perdona. Para perdonar es necesario asumir los abismos que hay en el ser humano«. Y hay abismos en cada alma humana. A menudo la decisión de no perdonar nos deja fijados a la sombra del otro y sin posibilidad de asomarnos a la nuestra para comprenderla y conocernos. Para perdonar es necesario desprenderse de la sensación de poder que nos da la culpa que el otro siente ante nosotros. Y ese desprendimiento requiere enorme humildad. ¿Qué pasa si quien nos hirió u ofendió no siente culpa? Nuestra negativa a perdonar, en este caso, le da a esa persona un gran poder sobre nosotros. Como dice Lukas, perdonar supone luchar con uno mismo antes que con el »enemigo«. Quien no perdona se amolda al otro. Quien perdona al que no se arrepiente, le da una lección moral.
¿Todo es perdonable? El primer impulso es responder que no. ¿Pero cómo sostener ese no ante las palabras y la actitud de Khim Phuc? ¿O ante Adriann Vlok, sanguinario jefe de la policía sudafricana del apartheid, que, tras ser juzgado y condenado, sintió que necesitaba más y buscó a madres de personas asesinadas por él y les lavó los pies? Fue perdonado por ellas. ¿Y ante Jo Berry, hija de Anthony Berry, político inglés muerto por una bomba del IRA, que necesitó conocer en persona a Pat Magee, uno de los asesinos de su padre, y hoy, tras perdonarlo, viaja con él por el mundo dando conferencias acerca del perdón y la reconciliación? »Tuve necesidad de conocerlo«, dijo ella. Él dijo algo similar. »El corazón es el músculo más elástico«, dice Woody Allen. Acaso por eso el perdón que nace en el corazón es uno de los más hermosos, profundos y misteriosos ejercicios de humanidad del que somos capaces. Cuando somos capaces.
Fuente: La Nación - 05/07/2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario