Lucha. Los organismos de derechos humanos transcurrieron, a lo largo de las décadas y desde la dictadura, en simultáneo con la vida política argentina, pero cuentan con un consenso y reconocimiento mundial absolutos.
Era domingo. El tren se la llevó quebrada en lágrimas. Aquel Rayo de Sol que en la noche traqueteaba la distancia entre Buenos Aires y Córdoba, antes de que el Estado huyera en retirada. En el andén de la estación de Retiro quedamos Néstor, Cristina y yo, inmóviles, silenciosos, ante ese vagón que se deslizaba con nuestra madre llorando.
Una imagen sobre la que he vuelto una y otra vez, como si en aquel desconsuelo y en el tren que se aleja estuviera la certeza de lo que ella ya no podía evitar. Así fue la última vez que vio a sus hijos, presos-desaparecidos en Buenos Aires el 18 de septiembre de 1977. Cristina, arrancada de mi casa de Paseo Colón, frente al Parque Lezama. Néstor en la Confitería del Molino. Desde entonces, aquella mujer que tenía unos pocos años menos que yo cuando comencé a garabatear estos escritos, dejó la protección de su hogar para convertirse en la loca para buscar a sus hijos.
Una reina madre, investida de dolor, a la que me resultaba menos penoso verla en el ejemplo social de las mujeres que increparon al poder de la dictadura para demandar la verdad sobre el destino de los hijos que imaginarla en la profunda soledad de su congoja. Debí esperar muchos años para recuperar a la mujer que es mi madre, porque mi propio dolor quedó escondido bajo las palabras. Hoy lo sé. Llevo años escribiendo casi con obsesión sobre esas mujeres, las que sobrevivieron o murieron, las que se volvieron locas, las que nunca supieron que habían matado a sus hijos, negadas por sus propios maridos.
Sigo preguntándome, sin respuestas, sobre las razones ocultas de un país motorizado por la muerte. Nunca la alegría de la libertad, tan contradictoria y cambiante como la vida misma.
Pero si pude narrar otros destinos personales y me gané la vida con la escritura, siempre viví con pesar la dificultad para escribir el recordatorio que cada 18 de septiembre publicaba el diario Página/12, la creatividad generosa del periodista Jorge Lanata, quien abrió para los familiares un espacio de evocación en el diario que dirigía. Como un epitafio que se reescribía cada año, cada septiembre me debatía entre el testimonio personal de las sillas vacías en la mesa familiar o una reflexión política que nos incluya a todos. En esa dificultad para escribir, con el tiempo pude reconocer que quien tiene el alma herida soy yo misma. Y ese dolor se me impuso toda vez que intenté homenajear a mi madre, una mujer vital, entrañable, amada por los grandes y chicos de la familia y por todos quienes la conocen. En su cumpleaños 77 nos dio una lección por la forma en que consiguió, con un chiste, romper la emoción colectiva desatada por los discursos de entrecasa con los que todos manifestaron su reconocimiento.
Cada uno de sus nietos, hermanos, amigos, fueron desgranando sus virtudes para agradecerle lo que tanto recibimos a manos llenas: su ejemplo. Cuando la emoción se imponía, ella sacó del bolsillo de su vestido un papel doblado, como si trajera escrito el discurso que quería ofrecernos. Pero no era su mensaje personal. En realidad, era un chiste de esos que circulan por internet, sobre curas, ingenioso, irónico. Las lágrimas que habían amenazado la continuidad de la reunión se convirtieron en carcajadas. Y eso la desnudó entera. Observé íntegra el ser que es mi madre. Una mujer a la que el humor protege; que no se victimiza ni se queja. Agradece más a las personas que a la vida, ya que mantiene un pleito con la Iglesia, a la que suele confundir con Dios. Seduce con la alegría, adora el bullicio y la casa llena. No juzga, y por eso los jóvenes la adoran. Le gusta cantar, bailar. Vive mal la limitación física que le impuso una fractura de cadera. Mi madre es solidaria, carece de resentimientos, pero esencialmente reconozco lo que me legó: la rebeldía.
Ahora que con el nombre de sus hijos se bautizan aulas de las escuelas y facultades universitarias por las que pasaron, se alegra al ver a tantos jóvenes con las banderas de lucha que plantaron. Ellas, que fueron apenas un puñadito de mujeres que en Córdoba se organizaron como Familiares de Presos Desaparecidos, resistieron a la pretensión de Hebe de Bonafini de que las cordobesas no usaran el pañuelo blanco (porque entendía que era un patrimonio de las que vivían en Buenos Aires), no se preguntaban la filiación política; unidas todas por el mismo despojo, han vuelto a ser un puñadito, ya que pocas han sobrevivido al grupo inicial. Por la edad, la enfermedad o por esas odiosas divisiones partidarias que se metieron dentro de las organizaciones.
Tal vez porque no puede imaginar siquiera cómo serían sus hijos si vivieran, ahora evoca de una manera serena, recibe con agradecimiento las fotografías de sus hijos que han comenzado a acercarle los amigos. Evoca ante las cámaras para los jóvenes que llegan en busca de su testimonio, por su condición de pionera y fundadora de esa organización humanitaria. Y se sorprende ante los que estrenan lágrimas frente a un dolor que ella debió domesticar. Asiste a todos los programas políticos de la televisión, se indigna, llama a las radios para opinar. Antes, escribe lo que quiere decir. Como el humor es lo que la define, cuenta anécdotas disparatadas que parecen inverosímiles. Como uno de los tantos días en que viajaban a Buenos Aires en busca de escuchas para sus denuncias y encontraban la indiferencia de la mayoría de los dirigentes políticos, que simplemente dudaban de lo que ellas narraban. Por eso no perdían oportunidad para contar que en la Argentina había desaparecidos.
Tal como sucedió la mañana que debían encontrarse con Ricardo Balbín, y en la calle un muchacho bromeó con las mujeres a las que delataba la tonada cordobesa. Sin dudar, se detuvieron y pasaron a contar quiénes eran, por qué estaban en Buenos Aires. O sea: hacían de cronistas para informar lo que no figuraba en los diarios, la desaparición de personas en aquella Argentina de las euforias del Mundial de 1978. El pobre hombre, conmovido por el relato, sin saber qué ofrecer, tomó de su camión de reparto lo que tenía más a mano: una damajuana de vino. El problema, después, fue cómo esconderla. El poncho de una de las madres sirvió de escondrijo y la damajuana quedó finalmente a los pies de la secretaria de Balbín. Cuanto más se aleja de ese tiempo, evoca otras anécdotas que también la tuvieron de protagonista, en plena dictadura, cuando la circular del Banco Central conocida como “la 1050” elevó las tasas de los créditos hipotecarios a tasas usurarias y amenazó a miles de argentinos, como mis padres, con perder sus casas a manos de los bancos. En defensa de su vivienda, contrariando los consejos de los dirigentes sindicales de La Fraternidad, hicieron juicio al banco, y mi madre junto a otras mujeres lideró las acciones para no perder el techo. Ríe al recordar cómo en una asamblea del barrio expulsaron al dirigente corrupto que especulaba con el dinero que de buena fe le habían entregado para que lo depositara. Lo mismo que a los abogados que se aprovecharon de la desesperación de toda aquella buena gente, a punto de perderlo todo.
Ríe igualmente cuando evoca otra reunión barrial, organizada como una celebración castrense. Frente al militar que pronunciaba su discurso, un grupo de mujeres, entre ellas mi madre, sacó de entre sus ropas los carteles escondidos exigiendo por sus casas. Si la primera evocación me duele, estas otras me indignan. Los abogados y dirigentes sindicales que lucraron y siguen lucrando con la necesidad ajena. Esa marca de corrupción que nos atraviesa como estigma social a resolver. Sé que la vida debe triunfar sobre la muerte. Si continuamos adheridos a la monstruosidad pasada corremos el riesgo de confundirnos en esa crueldad. Si nos alejamos y negamos, perdemos humanidad. En el espejo que miramos a los otros, los que nos dañaron, ofendieron o humillaron, y lo que nos pertenece como nuestra más secreta intimidad, prefiero ver a mi madre como la mujer que hizo de su dolor un puente hacia los otros, y por eso hacia ella misma. Si de las vidas individuales se pueden inferir los comportamientos colectivos, su vida me sirve como metáfora de lo que ambiciono para mi país. Agradezco a la vida por esa madre que me sorprende cada día y me obliga a honrar la vida de aquellos veinteañeros que un domingo quedaron en el andén.
Mi padre
La vejez lo encontró silencioso e irritado. Las molestias del anciano frente a lo que no se nombra por respeto o pudor, el fin. Regresé a Córdoba a causa de sus dolencias. Tenía los ojos claros y acuosos como gotas de agua. Vivía ensimismado, como si la vida sólo existiera dentro de él. No puedo reconocer en este anciano al hombre que fue mi padre, urgida por mis propias urgencias. El exilio me arrancó de su lado. Al volver para la despedida, renací de ese vivir enajenada. Mirando su vida pude entender la mía. Si el camino que un hombre toma para volver a sí mismo es un regreso de su exilio espiritual, como define Saul Bellow, la suma de mi vida está en el exilio físico que se hizo espiritual y del que volví cuando busqué entender.
Mi padre
La vejez lo encontró silencioso e irritado. Las molestias del anciano frente a lo que no se nombra por respeto o pudor, el fin. Regresé a Córdoba a causa de sus dolencias. Tenía los ojos claros y acuosos como gotas de agua. Vivía ensimismado, como si la vida sólo existiera dentro de él. No puedo reconocer en este anciano al hombre que fue mi padre, urgida por mis propias urgencias. El exilio me arrancó de su lado. Al volver para la despedida, renací de ese vivir enajenada. Mirando su vida pude entender la mía. Si el camino que un hombre toma para volver a sí mismo es un regreso de su exilio espiritual, como define Saul Bellow, la suma de mi vida está en el exilio físico que se hizo espiritual y del que volví cuando busqué entender.
Eso es lo que pienso frente a ese anciano al que he sacado a pasear, como una forma de rehacer una cotidianidad a su lado, que perdí cuando me exilié de mí misma. El auto recorre el camino, sin prisa ni sorpresas. Tan sólo recorre. Mi madre en el asiento de atrás, igual de silenciosa. Sin mediar, lanzo la pregunta que nos une.
—Papi, nunca antes te había visto así, tan odioso, poco paciente… –lo digo sin énfasis ni reproches. Las manos en el volante y los ojos alerta en el camino me protegen de su mirada.
—¿Sabés qué pasa?, envejecí de golpe. No me di cuenta.
No hay en su voz ni furia ni rencor. Como si hablara para sí mismo y se diera cuenta de que su respuesta no es para mi pregunta, murmura:
—Es que tu madre cambió mucho desde que va a los derechos humanos.
No hay reproche. Sólo una callada melancolía por lo que perdió, su mujer, esa mater dolorosa investida de dolor. Ella escucha sin protestar. La conversación que se deben, la que nombra lo que no tiene nombre. Los hijos que separan y hacen añicos lo que los contiene, la pareja.
No han hablado entre ellos, pero tampoco lo hicieron con nadie. Ahora me tienen de testigo. Una de las dos hijas que permaneció. Parece un diálogo, pero ellos hablan a través de mí.
—¿No habré cambiado desde que asesinaron a nuestros hijos?
En su voz no hay dolor ni indignación, como si ella también sacara de su dolor secreto lo que entre los brazos de su hombre jamás pudo entregar como confesión. No espera una respuesta, y con el mismo tono agrega:
—¿Querías que me volviera loca, que me hubiera quedado tirada en una cama llorando?
El paisaje serrano despareció. Ninguno mira hacia las montañas, con tonalidades que anuncian ya la parsimonia con la que el verano se despide. Como si sólo existiera esa pareja que ha compartido una cama la mitad de su vida, y se habla por medio de la mujer adulta convertida en hija de un anciano que cumplió ochenta años y con palabras en desuso describe la profundidad de su desazón.
—Sabés qué sucede, hija. El lecho es el lugar de la pareja, y tu madre cada vez viene más tarde de los derechos humanos.
Murió el 2 de junio de 2002. Yo, que jamás puedo recordar lo que devuelven mis sueños, aquella noche, en las vísperas, soñé que mi hermano desaparecido, Néstor, abría la puerta, impulsivo como era. Ante mi perplejidad, en mi sueño, explicaba:
—Vengo a buscar al papi.
Al despertar no necesité el aviso de que había muerto. Conservé una de las últimas conversaciones telegráficas mantenidas durante su agonía: “Era una lucha muy desigual”, con lo que me reveló que no juzgaba la militancia clandestina de sus dos hijos menores. Sentí alivio.
La conjura de la sangre
Sobre el elemento más ancestral de filiación, como una conjura en el tiempo que mezcla primitivismo y avance científico, un banco genético con la sangre de los familiares de los desaparecidos resguarda en la Argentina los secretos más dolorosamente guardados de la identidad. Allí podrán acudir todos los que sospechen que fueron hijos de desaparecidos.
—¿Sabés qué pasa?, envejecí de golpe. No me di cuenta.
No hay en su voz ni furia ni rencor. Como si hablara para sí mismo y se diera cuenta de que su respuesta no es para mi pregunta, murmura:
—Es que tu madre cambió mucho desde que va a los derechos humanos.
No hay reproche. Sólo una callada melancolía por lo que perdió, su mujer, esa mater dolorosa investida de dolor. Ella escucha sin protestar. La conversación que se deben, la que nombra lo que no tiene nombre. Los hijos que separan y hacen añicos lo que los contiene, la pareja.
No han hablado entre ellos, pero tampoco lo hicieron con nadie. Ahora me tienen de testigo. Una de las dos hijas que permaneció. Parece un diálogo, pero ellos hablan a través de mí.
—¿No habré cambiado desde que asesinaron a nuestros hijos?
En su voz no hay dolor ni indignación, como si ella también sacara de su dolor secreto lo que entre los brazos de su hombre jamás pudo entregar como confesión. No espera una respuesta, y con el mismo tono agrega:
—¿Querías que me volviera loca, que me hubiera quedado tirada en una cama llorando?
El paisaje serrano despareció. Ninguno mira hacia las montañas, con tonalidades que anuncian ya la parsimonia con la que el verano se despide. Como si sólo existiera esa pareja que ha compartido una cama la mitad de su vida, y se habla por medio de la mujer adulta convertida en hija de un anciano que cumplió ochenta años y con palabras en desuso describe la profundidad de su desazón.
—Sabés qué sucede, hija. El lecho es el lugar de la pareja, y tu madre cada vez viene más tarde de los derechos humanos.
Murió el 2 de junio de 2002. Yo, que jamás puedo recordar lo que devuelven mis sueños, aquella noche, en las vísperas, soñé que mi hermano desaparecido, Néstor, abría la puerta, impulsivo como era. Ante mi perplejidad, en mi sueño, explicaba:
—Vengo a buscar al papi.
Al despertar no necesité el aviso de que había muerto. Conservé una de las últimas conversaciones telegráficas mantenidas durante su agonía: “Era una lucha muy desigual”, con lo que me reveló que no juzgaba la militancia clandestina de sus dos hijos menores. Sentí alivio.
La conjura de la sangre
Sobre el elemento más ancestral de filiación, como una conjura en el tiempo que mezcla primitivismo y avance científico, un banco genético con la sangre de los familiares de los desaparecidos resguarda en la Argentina los secretos más dolorosamente guardados de la identidad. Allí podrán acudir todos los que sospechen que fueron hijos de desaparecidos.
Un reservorio de la vida y de la muerte que contraría todas las nuevas tendencias de adopción, basadas antes en el amor del que cuida y protege que en la sangre como lazo de filiación. O sea: la identidad definida por la genética que al retrotraer a la organización social del parentesco, paradójicamente, va a contramano de la proclamada sociedad universal que, al menos como definición, consagra derechos para hombres y mujeres equiparados bajo la única noción de personas y ciudadanía.
Para no hablar ya de la fraternidad universal como consagración utópica del amor al prójimo, o esa profecía literaria que dejó Borges como testamento en su poema “Los conjurados”: esos hombres de diversas estirpes que han tomado la extraña resolución de ser razonables porque olvidaron sus diferencias y acentuaron sus afinidades. En la Argentina, el dolor atávico de las madres que pierden a sus hijos, las madres en duelo, estremece los contratos políticos, desorienta a los poderes constituidos, pone en abismo el pragmatismo social y la razón pública que nunca vuelve la mirada hacia atrás.
Sudacas
Nada revela más la idiosincrasia de los países sudamericanos, brasileños, argentinos, uruguayos, paraguayos o chilenos que la forma como torturaron. A la hora de la libertad, de qué manera, con qué valores, revisaron el pasado de sus dictaduras. Los brasileños, los más festivos del continente, los más tolerantes políticamente, fueron los únicos que negociaron con los grupos armados que en el final de la década del sesenta secuestraron varios embajadores para canjearlos por presos políticos. Tal como sucedió en 1969 con el embajador de los Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, quien fue trocado por veinte presos políticos que estaban en la cárcel. El grupo viajó a México y el gobierno del general Garrastazu Médici debió inventar una figura jurídica, el “banimiento”, para encuadrar legalmente a esos presos que habían dejado de ser presos, que no eran exiliados porque el régimen no les abrió las puertas de la prisión por decisión propia, sino que fue obligado a liberarlos bajo la extorsión de los secuestros de los grupos de la lucha armada. O sea, desterrados.
Sudacas
Nada revela más la idiosincrasia de los países sudamericanos, brasileños, argentinos, uruguayos, paraguayos o chilenos que la forma como torturaron. A la hora de la libertad, de qué manera, con qué valores, revisaron el pasado de sus dictaduras. Los brasileños, los más festivos del continente, los más tolerantes políticamente, fueron los únicos que negociaron con los grupos armados que en el final de la década del sesenta secuestraron varios embajadores para canjearlos por presos políticos. Tal como sucedió en 1969 con el embajador de los Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, quien fue trocado por veinte presos políticos que estaban en la cárcel. El grupo viajó a México y el gobierno del general Garrastazu Médici debió inventar una figura jurídica, el “banimiento”, para encuadrar legalmente a esos presos que habían dejado de ser presos, que no eran exiliados porque el régimen no les abrió las puertas de la prisión por decisión propia, sino que fue obligado a liberarlos bajo la extorsión de los secuestros de los grupos de la lucha armada. O sea, desterrados.
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