Nos reunimos en la Eucaristía para
escuchar la Palabra
y en los textos que leemos no nos encontramos con un bello relato de amor o un
cuento de niños, lo que allí leemos es un drama, una historia llena de sangre y
dolor. Lo que escuchamos en la liturgia de la Palabra no son palabras
bonitas que nos sirven para olvidar las penas de la vida, al contrario,
encontramos relatos que nos invitan a profundizar más, a ir a las raíces, a
mirar de frente la tragedia de la humanidad y la tragedia en la que estamos
cada uno de nosotros y las personas que amamos.
El drama comienza en
las primeras páginas, Adán y Eva, Caín y Abel. ¿Dónde estás?, esa es la primera
pregunta dirigida por Dios al hombre y a la mujer. Ellos se han escondido y
aparece entonces la segunda pregunta ¿quién te dijo que estabas desnudo? La
mujer que me diste me dio… las excusas… la culpa es de Dios
que le dio la mujer y de la mujer que le dio la manzana…
El paraíso del que nos
habla la Biblia
no es un lugar encantado parecido a una playa del caribe, es más bien como el
escenario de un drama de sangre. Muy pronto se escucha otra pregunta: “¿dónde
está tu hermano?” Y nuevamente las excusas “¿soy yo acaso el guarda de mi
hermano?” Y la frase terrible que recorrerá toda la historia hasta el final:
“la sangre de tu hermano clama a mi desde la tierra”. Nada ni nadie podrá
silenciar esa sangre.
Todas las historias
que se nos relatan en la Biblia
están de alguna manera manchadas por esa sangre. Infinidad de conflictos,
guerras, traiciones, injusticias desfilan ante nosotros. La Palabra que escuchamos en
cada eucaristía no nos invita a mirar para otro lado, al contrario expone ante
nuestros ojos todos los detalles. Pero no se trata de un relato sensacionalista
que pretende asustarnos, es el relato de la historia de un pueblo que en medio
de todas las tragedias sigue queriendo ser fiel a su Dios y la historia
de un Dios que no abandona a su pueblo. A pesar de toda la sangre derramada el
pueblo sigue esperando y Dios sigue salvando, el diálogo no se interrumpe
aunque el pueblo se sienta abandonado por su Dios y ese Dios sea traicionado
por su pueblo.
Al final, después de
haber sido derramada en la cruz la única sangre verdaderamente inocente, cuando
Jesús aparece en el camino hacia Emaús, él les explica todas las escrituras,
les muestra como todo ese río de sangre desembocaba en su propia sangre
derramada. San Pablo dirá después que esa sangre habla mejor que la de Abel…
ahora el clamor que brota de la tierra es el de esa sangre que cae desde la
cruz… De eso hacemos memoria en cada misa.
Compartir esa historia
Todos esos relatos,
que llegan a nosotros en la primera parte de la misa, nos indican que la
eucaristía no es solamente una comida de amigos que se quieren mucho, no es
solamente fiesta, no es solamente pan. “Este pan es mi cuerpo entregado por ustedes”… Y tampoco es solamente
vino, “este vino es mi sangre derramada por ustedes…”. Es un cuerpo entregado
y una sangre derramada.
En cada misa que
celebramos recordamos que Jesús se metió en nuestra historia para mostrarnos el
amor de Dios y que no lo hizo solamente de palabra sino con su pasión, su
muerte y su resurrección.
Además, la eucaristía
no es solamente el recuerdo de un drama que ya pasó sino la memoria de una
tragedia en la que aún estamos. No solo recordamos, también participamos. No se
trata de un drama del que somos espectadores, somos actores. Lo que ahí se
relata también ocurre en nuestra vida y en la vida de quienes conocemos. Y
porque somos parte de ese drama desempeñamos en él un papel, nuestras acciones
influyen en el desarrollo del argumento. ¿Qué papel vamos a desempeñar? ¿vamos
a pelear por los primeros puestos? ¿vamos a lavar los pies de los hermanos?
¿vamos a ser de los que se asustan, de los que juzgan al prójimo? ¿vamos a ser
de los que nunca se equivocan o de los que no necesitan ayuda?
Participar de la
eucaristía, comulgar, significa estar en comunión con la sangre inocente; tomar
partido, elegir ese lugar en el drama del mundo, elegir escuchar el clamor de
esa sangre.
Por eso la misa no es
solamente palabras, es también cuerpo (de Jesús y nuestro) y sangre (de Jesús y
nuestra); por eso la respuesta no son solo palabras sino una manera de vivir;
por eso la misa es un encuentro real con Jesús; por eso es “el misterio de
nuestra fe”.
Fuente: Facebook - Homilías y reflexiones - Jorge Oesterheld
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