Esa noche los habitantes del barrio Las
Riberas del Jui, perteneciente al pueblo de Tierralta, en Córdoba, acudieron al
río Sinú para honrar mediante un acto simbólico a los mártires de la violencia.
El punto de encuentro era un sitio conocido como “El Banquito”, donde en el
pasado reciente los escuadrones paramilitares conducían a sus víctimas antes de
asesinarlas.
Desde cuando se asentaron en Tierralta
como desplazados, los pobladores de Las Riberas del Jui no habían ido a ese
barranco contiguo al río. Lo eludían porque lo consideraban asociado a la
infamia y al dolor. Pero aquella noche de octubre de 2010, gracias a los
consejos que recibieron durante sus acompañamientos sicosociales, decidieron
cambiar el enfoque: el río Sinú estuvo ahí desde siempre y no fue aliado sino
víctima de los verdugos. Ciertamente, en el periodo más crítico del conflicto
armado los distintos grupos al margen de la ley lo utilizaron como vertedero de
cadáveres. Pero no hay que olvidar que para los indígenas zenúes este dios tutelar
nunca fue un emblema de muerte sino de vida: propicia la armonía entre los
hombres y el Universo, irriga las praderas. De modo que la jornada alegórica
pretendía desagraviar al río y rendirle tributo a la memoria de los difuntos.
Todos los asistentes a la cita tenían una
historia triste que contar. Olga Lucía, por ejemplo, se había venido huyendo
del caserío de Baltazar, donde las balas criminales asesinaban diariamente a
varios de sus paisanos. Omar fue desplazado de Saiza por los paramilitares y de
Batata por los guerrilleros. Arrancados en forma brutal de sus terruños,
arruinados de la noche a la mañana, convertidos en parias por la irracionalidad
de los grupos armados, finalmente encontraron un lugar donde establecerse. Al
principio se situaron en el parque principal de Tierralta, dentro de cobertizos
improvisados con plásticos. Comían gracias a la caridad pública, dormían sobre
cartones.
Después de muchas penurias fueron
reubicados en un lote baldío de las afueras del pueblo, a orillas de la Quebrada del Jui. Allí
construyeron sus viviendas con materiales de poco valor: retazos de madera,
saldos de palma, restos de alambre. En este lugar se encuentran a salvo de los
bárbaros que en el pasado los acosaron, pero no de los estragos de las lluvias:
en los once años que llevan asentados en el barrio han padecido muchas
inundaciones.
Aquella noche de octubre cada aldeano
llevó a la cita una pequeña canoa de madera. Cuando todos estuvieron reunidos
en “El Banquito”, se celebró una eucaristía. Algunas víctimas fueron recordadas
con sus nombres propios. El oficiante de la ceremonia religiosa dijo que el perdón no se otorga por cortesía sino
como resultado de un paciente proceso espiritual. Hubo cánticos, ronda
de testimonios. Los pobladores colocaron en cada canoa una vela encendida, una
flor y una fotografía del ser querido inmolado en la guerra. A continuación
lanzaron las embarcaciones al agua. Y permanecieron un rato más en el barranco,
viendo cómo el río negro de sus pesadillas, transformado por la compasión en un
torrente luminoso, recuperaba de golpe su pureza original.
Fuente: El puercoespín
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