jueves, 25 de octubre de 2012

PAZ EN COLOMBIA - por José Arregi

El 18 de Octubre se constituyó formalmente en Oslo, Noruega, la mesa de negociaciones de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano. Las negociaciones propiamente dichas se iniciarán en La Habana, Cuba, el 15 de Noviembre. Después de 50 años, y después de tres intentos fallidos de negociación, casi todos respiramos con alivio y una contenida esperanza de que esta vez será la buena, llegará la paz. ¡Bendito sea Dios, que es como decir la Paz sin medida ni término para todas las criaturas! ¡Bendita sea Colombia con sus escarpadas cordilleras y sus majestuosos ríos, su inmensa biodiversidad, sus numerosas etnias y lenguas! ¡Benditos sean sus pasos decididos hacia la paz, la paz tan anhelada, todavía tan insegura, y tan merecida después de 50 años, después de tanto miedo y de tanto dolor! Para llegar hasta aquí, han salvado innumerables obstáculos que parecían insalvables. La guerrilla degeneró muy pronto y dejó de lado en buena medida aquellos ideales de justicia que en un tiempo parecieron justificar el conflicto armado. Buena parte de los representantes del pueblo y muchos gobiernos supuestamente democráticos se han dejado corromper de lleno por el dinero y han ejercido el terrorismo del Estado bajo excusa de combatir el terrorismo. Muchos declaraban que con los terroristas no se ha de negociar, pero ya sabemos que los que así hablan no tienen reparos para negociar y hacer negocios con los mayores terroristas cuando el interés económico lo recomienda o cuando la relación de fuerzas militares lo impone. Muchos preferían seguir con la guerra como medio de vida o como medida de fuerza para lograr sus objetivos. Aún en vísperas de dar inicio a las negociaciones formales de paz en Oslo, ha habido acciones violentas, con muertos y muchos heridos. Más muertos y heridos inocentes. No debe haber más. ¡Ya basta! Para llegar hasta aquí, todos han debido convencerse primero de que no se puede llegar a la paz sino a través de la justicia y de que no se puede llegar a la justicia sino a través de la paz. De que no puede haber paz en Colombia si no se reparten mejor sus inmensas tierras tan hermosas, y si no se devuelven las que han sido arrebatadas por la codicia y las armas. Y de que nunca se erradicará el narcotráfico si no se ofrecen a los cultivadores de coca condiciones para vivir dignamente con otros cultivos. ¡Ojalá todos nos convenciéramos por fin! ¡Ojalá gane la paz! Solo así ganará Colombia, ganarán todos. Mienten quienes dicen que la paz verdadera exige que haya vencedores y vencidos. Sigue siendo un lenguaje de guerra, y la guerra nunca ha servido para hacer la paz. Es seguro que las FARC no se hubiesen sentado a la mesa si albergaran esperanzas de vencer al ejército, y que tampoco el Gobierno se hubiese avenido a negociar si tuvieran la certeza de vencer a la guerrilla. Así vamos, y así nos va. Pero ya es hora de cambiar de registro, de creer en otro futuro y de crearlo, de dar un salto de civilización, de ponerse en el lugar del otro, de honrar la humanidad, de pasar del afán de victoria al anhelo de paz. He escuchado a Humberto de la Calle, delegado del Presidente colombiano Santos, decir en Oslo: "No se trata de que las FARC depongan las armas, sino de que las sigan defendiendo en democracia, sin necesidad de rendirse, ni plegarse a nuestras ideas". ¡Enhorabuena, caballero! Hay que sentirse fuerte y hay que confiar en el otro para hablar así. ¿Cuándo sucederá eso en todas partes donde hay guerra o conflicto? ¿Cuándo nos convenceremos de que con la paz ganamos todos y de que nadie gana sin una paz justa? Hoy recuerdo con pena a todos los muertos y me importa poco en qué bando luchaban. Recuerdo con dolor a los millones de desplazados por la misma violencia con distintos nombres y justificaciones diversas: guerrilla, ejército, paramilitares, terratenientes, narcotráfico. Recuerdo con emoción a Wilson, tendido en la tierra boca abajo atravesado por ocho balas junto a la puerta de la capilla en Yunguillo, arriba del Caquetá, y a su madre y a su hermano pequeño llorando por la noche en el humilde oratorio y en la humilde mesa de los franciscanos. Te saludo, hermosa tierra de Colombia, con tus tres cordilleras, tus nevados y valles y llanos inmensos, con tu Cauca y Magdalena, con tus mares, ríos y quebradas, tus esteros y manglares, con tus ceibas, yarumas y guayacanes, con tus mangos y guanábanas, tus maracuyás y papayas, con tus colibríes, azulejos y cardenales, con tus ciudades y veredas, con tus decenas de etnias y de lenguas, con tus gentes de todos los rasgos y colores, con tu yuca y tus arepas, con tus matriales y maguarés, tus marumbas y cucunos. Hoy te saludo y me alegro contigo. También te saludan, querida Colombia, y se alegran contigo y te desean la paz la garza gris que acaba de descender lentamente, en suaves círculos, a la represa del Narrondo junto al puente, y la elegante lavandera blanca que corretea sobre la torre de ladrillo de la antigua tejería, frente a mi ventana, y la cerraja que ya se marchita entre sus ladrillos, pues aquí estamos en otoño. Volverá la primavera. Florecerá la paz. José Arregi

Dios y los campos de concentración - Matías Omar Ruz

Cuando conocí la ESMA y bajo las circunstancias en que la conocí (sobre esto escribí en una nota anterior), sabía que esa experiencia escalofriante sólo podría ser repetida o superada cuando visitase algún campo de concentración en Alemania. Hace más de un mes, visité por primera vez con mi madre el campo de concentración de Dachau. Fue el primer campo que mando construir Hitler y “modelo” de todos los que se construyeron después en Alemania y Europa (cerca de 2000), incluido el monstruoso campo de concentración de Auschwitz. El viaje no fue planeado, simplemente se dio, por eso no tuve mucho tiempo de anotar las preguntas que tenía para hacerle a Dios. Sin embargo, durante la visita al campo, no podía acallar ese deseo de preguntar, lo que muchos ya se han preguntado: “¿cómo pudo Dios permitir una cosa así?”, “¿dónde estaba Dios en aquel momento?”, “¿por qué dio la espalda a semejante barbarie?”. Preguntas por el estilo que se multiplican y por más que se den respuestas que intenten exculpar a Dios del problema, es imposible. Ni la libertad humana, ni la locura de un tirano, ni la ceguera de un pueblo, pueden ser justificativos que intenten dejar a Dios al margen del asunto. Sobre todo para los que creemos, para los que esperamos, confiamos y nos sentimos hijos de un Dios inmensamente amoroso, estas preguntas se tornan incómodas y hasta poco soportables, tan hondas y serias como la pregunta que alguien, que también era Hijo, hizo alguna vez en una cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Se podría describir y detallar minuciosamente cómo funcionaba el campo, a qué tipo de torturas se sometió a los judíos, incluso qué hacían los soldados nazis en sus tiempos libres, como si nada ocurriera. Pero lo que más me llamó la atención, lo que más me hace pensar y lo que más me motiva para cuestionar a Dios, es el nombre de una de las iglesias que hay dentro del campo. Terminada la guerra, rescatados los sobrevivientes, juzgados los nazis que se pudieron juzgar, y con el paso del tiempo, Dachau se convirtió, como todos los otros campos, en un espacio para la memoria. La gran cantidad de judíos y cristianos, entre ellos muchísimos sacerdotes como el padre Kentenich, que allí vivieron, murieron o sobrevivieron, motivó la construcción de un memorial para los judíos, una capilla católica llamada “La agonía de Cristo”, un convento de monjas carmelitas que rezan por la paz y donde se encuentra la Virgen de Dachau, una capilla rusa-ortodoxa que se llama “La Resurrección de Nuestro Señor” y una capilla evangélica que se llama “La iglesia de la reconciliación”. El nombre de esta última iglesia todavía me perturba. La reconciliación es un anhelo irrenunciable del cristianismo. Decimos que en la Pascua, Cristo nos reconcilió definitivamente con Dios por medio de su muerte y resurrección. Aquello que nos separaba de Dios, fue nuevamente restaurado por Jesús en la cruz. Este anuncio y esta realidad se actualizan en cada celebración eucarística pero es también una tarea permanente de los cristianos que esa reconciliación real y mística, se haga práctica. La tarea, el trabajo y el anhelo de reconciliación son el desafío constante allí donde hay relaciones deterioradas, maltrechas, insalvables, allí donde se generan víctimas y victimarios, allí donde el ser humano está desfigurado, pisoteado y aniquilado por la fuerza opresiva del violento. Por eso cuando leí en un cartelito, en el campo de concentración de Dachau, que la iglesia evangélica se llamaba de la “reconciliación”, no pude menos que preguntarle a Dios con una cierta sonrisa incrédula, si Él pretendía que las víctimas judías se reconciliaran con sus victimarios nazis; si Él pretendía que los niños y jóvenes sobrevivientes de los campos, que vieron morir a sus padres torturados y quemados en los hornos de incineración, que vieron cómo violaban a sus madres y las sometían a los más inhumanos ultrajes, que vieron cómo utilizaban a otros niños para los experimentos médicos más siniestros, que fueron soportando día y noche que sus ojos se llenaran de muerte, digo si Dios pretende que esos niños el día de mañana puedan estrecharse la mano con un nazi. Brevemente dicho: ¿puede una víctima reconciliarse con su torturador? ¿Cómo?, pero más importante: ¿para qué? Puse el ejemplo de los niños porque son los más inocentes de los inocentes, pero estas preguntas se hacen extensibles a todos los sobrevivientes o a los hijos de las víctimas que ya murieron. Nadie puede perdonar o reconciliarse en nombre de alguien que ya no está. Sólo puedo reconciliarme si soy consciente de ello, en nombre propio y por un acto pleno de libertad. Si la víctima ha muerto, su reconciliación es imposible. Tampoco existe reconciliación si se impone, o si el torturador sólo la busca para mantener la propia impunidad. La reconciliación sólo puede ser lograda cuando la víctima y el victimario dejan de serlo y en un acto de extrema magnanimidad, sobre todo de la parte débil, son capaces de vivir y construir un futuro en el mismo mundo. Sin ser pesimista o mejor, intentando ser un cristiano realista, hay que decir que algo así resulta difícil de lograr. Gracias a Dios, al esfuerzo de muchos, a la grandeza de muchas víctimas y al arrepentimiento sincero de muchos victimarios, ha sido posible. Lo que yo me pregunto, y lo hago como alguien que intenta reflexionar la fe, es qué pasa cuando esa reconciliación es imposible, qué pasa cuando la víctima murió sin perdonar o el victimario sin pedir perdón, o cuando la víctima no quiere o no puede perdonar y el victimario se cierra en su propia autojustificación. En este caso la reconciliación se topa aquí con una barrera infranqueable. Pero como no quiero renunciar ante lo imposible, como “creo” que la reconciliación podría ser realizada por Alguien que ame más de lo que nosotros podemos, es por eso que sólo puedo sostener como creyente la existencia de algo así como un “purgatorio”, en vistas a la reconciliación. La única razón existencialmente sostenible y plausible para mantener la doctrina del purgatorio, es si ahí puede darse el paso inicial a una reconciliación que en la vida no pudo darse. Sólo mantendría la existencia de algo así como un purgatorio, si la víctima y el victimario dejan allí de serlo. De lo contrario, el purgatorio me resulta un dato irrelevante. En el caso del torturador, se podría concebir el purgatorio como aquella dimensión del amor de Dios en donde la persona sufre ese amor para transformarse en una nueva creatura, despojada del más siniestro lastre que tanto sufrimiento ocasionó en la vida de las víctimas. Me viene a la memoria un texto de la mística Adrianne von Spyer, donde hablando precisamente del purgatorio utilizaba la imagen del médico y su escalpelo aplicado al amor purificante de Dios. De cara a Dios, la persona sufrirá su amor para ser purificado, del mismo modo que el paciente padece el escalpelo del médico, para ser sanado. Creo que eso va a pasar con el torturador. En un acto de puro amor pasivo en donde la libertad aún se conserva, la bestia experimentará ante Dios un tipo de sufrimiento nacido del amor para que la bestia se convierta en hijo pero también para que se convierta en hermano de la víctima y sus ojos se abran y se inunden de las más sinceras lágrimas de arrepentimiento. Por el lado de la víctima, concibo el purgatorio como aquella dimensión del amor de Dios en dónde el sufriente se siente valorado, estimado, fortalecido y defendido en sus más elementales derechos como persona. Algo que en su vida no ocurrió y que sólo después de la muerte puede ser restituido por Dios. Pero también en un purgatorio así, la víctima, con su mirada castigada por el sufrimiento, recuperaría otro tipo de mirada para reconocer en el torturador, ya no a quién le ocasionó el dolor, sino con quién puede compartir un futuro definitivo, sólo porque Dios lo ha hecho posible. En síntesis, concibo y sostengo el purgatorio sólo como espacio de reconciliación. Evidentemente que esto no debe alterar ni disminuir el trabajo de reconciliación que debemos llevar aquí adelante, entre nosotros, en este mundo donde las divisiones todavía golpean fuertemente. Pero el cristiano tiene la obligación de sostener que lo que no podemos hacer nosotros, lo puede hacer Dios. Y Dios lo puede hacer, “ahora”, a través nuestro, o “después” de la muerte en esa dimensión del amor sanante y definitivo que se llama purgatorio. En la Capilla de la Reconciliación de Dachau, le pedí a Dios que por favor exista para que nadie pueda experimentar en su vida la tortura de no ser amado. Matías Omar Ruz

¿Qué es la verdad? Horacio Walter Bauer

Frente a frente Pilatos y Jesús exhibieron facetas irreconciliables de órdenes esencialmente contradictorios. Mientras el hebreo humilde decía que su reino no era de este mundo, al que había venido “para dar testimonio de la verdad”, el representante de Roma exhibía su poder omnímodo y cruel. Al recordar este capítulo evangélico, el autor Horacio W. Bauer también nos invita a reflexionar sobre un trágico y cercano ciclo de nuestro país Horacio Walter Bauer / Abogado Momento patético –si lo hubo- fue el del encuentro de Jesús ante Pilatos. Narra Juan en su Evangelio (Cap. XVIII) que entregado por Judas –en el huerto contiguo al torrente Cedrón- Jesús fue prendido y atado por la Guardia y los satélites de los sumos Sacerdotes y de los fariseos. En los instantes previos impidió la resistencia intentada por Simón Pedro y puso a salvo a sus discípulos. Conducido primero a la casa de Anás y de allí a la del yerno de éste llamado Caifás y Sumo Sacerdote de aquel año, que había dado a los judíos el consejo: “Conviene que un solo hombre muera por el pueblo”(1) . El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su enseñanza. Jesús respondió: “He hablado al mundo públicamente, enseñé en las sinagogas y en el Templo, adonde concurren todos los judíos y nada he hablado a escondidas. “¿Por qué me interrogas a Mí?” Por respuesta un satélite le dio una bofetada. Entretanto Simón Pedro, calentándose con el fuego encendido por los criados del palacio del Pontífice, oía cantar un gallo después de su triple negativa sobre su vinculación con el apresado. De madrugada condujeron a Jesús al pretorio donde los judíos no entraron para no contaminarse y poder comer la Pascua. La situación se tornó embarazosa. El grupo opresor aducía carecer de competencia para ordenar la muerte de Jesús ya que el derecho romano había privado al Sanedrín del derecho de vida y muerte. Por su parte el gobernador del César no encontraba ningún delito imputable al detenido. Frente a frente Pilato y Jesús exhibieron facetas irreconciliables de órdenes esencialmente contradictorios. El del deber ser formulado por un imperio articulado por retóricos y legistas, que hacían de la conquista y dominio la expresión máxima de su propósito, creencia y placer. Confrontando con un hebreo humilde que señalaba que su reino no era de este mundo, al que había venido para dar testimonio de la verdad. “Todo el que es de la verdad escucha mi voz” dijo Jesús. “¿Qué es la verdad?, preguntó Pilato y salió de la escena para conversar con los judíos.” Hasta aquí el Evangelio de Juan. Giovanni Papinni en su Historia de Cristo escribió: el escéptico romano que acaso ha asistido repetidas veces a las discusiones interminables y se ha persuadido oyendo tanto lucubraciones metafísicas contradictorias y tantas cavilaciones sofísticas, que la verdad no existe y que en caso de existir no es dado a los hombres el conocerla, no se imagina por un instante siquiera que pueda decir la verdad ese obscuro hebreo que le está presente como un malhechor. No pareciera que la problemática entre el procurador y el procesado girara en torno a la concepción de Aristóteles –que siguiendo a Platón- enseñara que: “Decir de lo que es que no es o de lo que no es que es, es falso. Así como decir que lo que es es o que lo que no es no es, es verdadero.” Es decir, no estaba presente el cuestionamiento de la propiedad de ciertos enunciados sino la correspondencia entre lo dicho y aquello de lo que se hable. Cristo manifestó que daba testimonio de la verdad. Verdad (emunaah) entre los hebreos significaba confianza, fidelidad y su contrario: infidelidad, decepción. De ese modo la verdad pensiona el “así sea” (amén). No algo que es, como es propio del pensamiento griego que con su “aletheia” quiere descubrir lo que oculta el velo de la apariencia. Se tiene la impresión que el escepticismo de Pilato –mundano a rajatabla- es de orden filosófico y por supuesto descreyente de fe trascendental. Le resbaló algo que sonaba a “verdades eternas” y como explicaría Heidegger lo confundió un sujeto absolutamente idealizado con la “idealidad del Dasein” fenoménicamente fundada…”. Incipientes perspectivas entonces de “restos (hoy) de teología cristiana que hasta ahora no han sido plenamente radicados de la problemática filosófica” (conf. parág. 44 de “Ser y Tiempo”, c. el modo de ser de la verdad y la presuposición de la verdad.). El pensador de la Selva Negra también afirmó en la misma obra y sección que “un escéptico no puede ser refutado de la misma manera como no se puede demostrar el ser de la verdad”. En cambio, entre esos “restos” de teología cristiana figuran algunos primorosos que no necesitan recurrir a ningún “proyecto arrojado” (MH) para navegar procelosamente entre la verdad y la no verdad que entre el ser y el no ser. Una joven delicieux simplemente escribió: “no he hecho jamás como Pilato que no quiso oír la verdad …Oh Díos mío, yo quiero oídos, respóndeme, os suplico, cuando os digo humildemente: ¿Qué es la verdad? Haced que vea las cosas tal como son y que nada me deslumbre” (Novissima Verba, 1926) Ejemplo categórico de pensamiento griego y justificado por la fe. (Apóstol Pablo, Rom. III-27 y conc.). Del filósofo belga Pierre de Roo aduce que “la verdad es una artimaña que sirve de pretexto para crímenes de lesa humanidad.” Sin embargo el apotegma no es aplicable para el crimen de lesa humanidad cometido por la cópula sanedrín-pretorio, contra un inocente llamado Jesús. Sucedió en la ciudad Santa de Jerusalén durante el reinado de Tiberio. Otras cuestiones y no la verdad estuvieron en juego. (1) Antecedente singular de la extensión plural propuesta por el general J.R.Videla en 1975, poco antes de asumir la presidencia del Proceso de Reorganización Nacional en la Argentina. Ese militar católico romano, de comunión frecuente, declaró: “En Argentina deberán morir todas las personas que sean necesario para recuperar la paz” (conf. ¿Adonde va la verdad? Artimañaza, violencia y filosofía – Pierre de Roo - Wald Hutter Edit., Bs.As. 2011 pg. 211) Fuente: El Arca digital

martes, 2 de octubre de 2012

Infancia clandestina


Cine: Recuerdo admirado y dolido

por Sendrós, Daniel  - PUBLICADO EN REVISTA CRITERIO 
Infancia clandestina, dirigida por Benjamín Ávila (coproducida por la Argentina, España y Brasil), relata el paso de la infancia a la adolescencia de un chico que pertenece a una familia de militantes montoneros en 1979.sendros-2“Mi nombre era Sergio, y tenía 7 años, no 11. No sé en qué pueblo de la provincia vivíamos. La escena de la llegada de la abuela al cumpleaños, es tal cual la viví. Pero discusión, no hubo. Tampoco hubo en mi vida un romance infantil con la compañerita de escuela. Tenía una compañerita que vivía cerca, pero nada más. Luego, cuando dejan al chico frente a una casa en plena noche, eso es similar a lo que me tocó. Ni siquiera estaba seguro si era la casa de mi abuela. Podía ser de ella, o algún otro familiar que me protegiese, o podía ser una trampa. Y la hermanita del chico en la película tiene la edad de mi hermanito en 1979, nueve meses. Lo rencontramos, por suerte, en 1984”.
Esas son algunas aclaraciones que da Benjamín Ávila cuando le preguntan cuánto tiene de autobiográfico su película. Según reconoce, en algunos aspectos es tan literal que más de una vez, durante el rodaje, se sintió embargado de incontenible emoción. Desde adolescente soñaba hacer esta película, necesitaba hacerla. Ver representado lo que vivió. Hacerlo entender. Y, precisamente para que se entienda mejor, puso la escena de la discusión entre la abuela que teme por los suyos y la hija que se siente segura de su lucha, pero sin que ninguna de las dos pegue un portazo. Al contrario, aunque ninguna cambie de opinión ni logre convencer a la otra, ambas se abrazan.
De igual modo aumentó la edad del niño protagonista, así queda claro que el niño sabía en qué andaban sus padres, y se sentía parte de lo mismo, pero por otro lado también empezaba a tomar sus propias decisiones, y a vivir sus propios amores. Porque ésta es una película de amor. Así lo dice la propia gacetilla de lanzamiento: “Juan está clandestino. Al igual que su mamá, que su papá y que su adorado tío, fuera de su casa tiene otro nombre. Juan, en la escuela, se llama Ernesto. Y conoce a María, que tiene un solo nombre. Basada en hechos verdaderos, en la Argentina de 1979, esta película es ‘una de amor’”. También hay otra gacetilla: “Un niño puede imaginar muchas cosas. Una torta de cumpleaños con un arma adentro. Viajes a otros lugares con misiones secretas. Una familia falsa donde siempre, pero siempre, todos mueren porque sí. Un héroe que nunca vence a los malos. Un niño igual a él pero con otro nombre. Una niña que se enamora del chico equivocado. Puede imaginar eso y mucho más. Pero qué puede imaginar Juan, un niño para el que todo esto es su realidad”.
Infancia clandestina puede verse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico que llevó a la muerte a miles de ilusos y de inocentes. Puede verse desde adentro como el recuerdo melancólico y estremecedor de un momento de entusiasmo y fortaleza, cuando los padres transmitían seguridad en el inmediato porvenir, firmeza en el sacrificio, y esperaban alegres el combate. Puede verse desde el ahora, cuando ya sabemos lo que había detrás y lo que pasó después. Y puede verse desde el corazón, como el recuerdo admirado y dolido del autor hacia sus padres, y hacia su propia infancia y la de muchos otros chicos como él, acá y en otras partes.
Ni elogio absoluto, ni total reproche. Ávila recuerda la cuestión de las armas, las equivocaciones, el crecimiento acelerado, el miedo, pero también el sentimiento de unión, las alegrías, el calor de hogar. Su película, enteramente bien hecha, tiene un nervio admirable, una franqueza enorme, un cariño viril de hombre que ya superó la edad de sus mayores pero sigue evocando naturalmente el amor con que lo cuidaron y le hicieron un lugar en el ruedo. Su obra tiene momentos de éxtasis familiar, de lirismo íntimo, que la vuelven universal. Sí, también es una película política, pero no en el sentido reduccionista que algunos quisieran. Lo es, en el sentido de la superación por el amor.
Además, corresponde decir, las actuaciones son excelentes, el ocasional empleo de dibujos para remplazar o apurar ciertas situaciones es todo un acierto de gran fuerza dramática, y es simplemente inolvidable el momento en que la madre, muy bien interpretada por Natalia Oreiro, canta con sencilla dulzura el valsecito discepoliano “Sueño de juventud”. Así también como dice la letra del vals, el autor parece haber dicho, pensando en su madre perdida a los siete años, “Yo acunaré en un canto tu inmensa ternura, buscando en mi cielo tu imagen de ayer”. Cuando, junto a los créditos finales de la película, aparecen las pocas fotos de infancia que él pudo conservar, bueno, es difícil ver ese final sin que se nublen los ojos.
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