jueves, 25 de octubre de 2012
Dios y los campos de concentración - Matías Omar Ruz
Cuando conocí la ESMA y bajo las circunstancias en que la conocí (sobre esto escribí en una nota anterior), sabía que esa experiencia escalofriante sólo podría ser repetida o superada cuando visitase algún campo de concentración en Alemania. Hace más de un mes, visité por primera vez con mi madre el campo de concentración de Dachau. Fue el primer campo que mando construir Hitler y “modelo” de todos los que se construyeron después en Alemania y Europa (cerca de 2000), incluido el monstruoso campo de concentración de Auschwitz.
El viaje no fue planeado, simplemente se dio, por eso no tuve mucho tiempo de anotar las preguntas que tenía para hacerle a Dios. Sin embargo, durante la visita al campo, no podía acallar ese deseo de preguntar, lo que muchos ya se han preguntado: “¿cómo pudo Dios permitir una cosa así?”, “¿dónde estaba Dios en aquel momento?”, “¿por qué dio la espalda a semejante barbarie?”. Preguntas por el estilo que se multiplican y por más que se den respuestas que intenten exculpar a Dios del problema, es imposible. Ni la libertad humana, ni la locura de un tirano, ni la ceguera de un pueblo, pueden ser justificativos que intenten dejar a Dios al margen del asunto. Sobre todo para los que creemos, para los que esperamos, confiamos y nos sentimos hijos de un Dios inmensamente amoroso, estas preguntas se tornan incómodas y hasta poco soportables, tan hondas y serias como la pregunta que alguien, que también era Hijo, hizo alguna vez en una cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Se podría describir y detallar minuciosamente cómo funcionaba el campo, a qué tipo de torturas se sometió a los judíos, incluso qué hacían los soldados nazis en sus tiempos libres, como si nada ocurriera. Pero lo que más me llamó la atención, lo que más me hace pensar y lo que más me motiva para cuestionar a Dios, es el nombre de una de las iglesias que hay dentro del campo. Terminada la guerra, rescatados los sobrevivientes, juzgados los nazis que se pudieron juzgar, y con el paso del tiempo, Dachau se convirtió, como todos los otros campos, en un espacio para la memoria. La gran cantidad de judíos y cristianos, entre ellos muchísimos sacerdotes como el padre Kentenich, que allí vivieron, murieron o sobrevivieron, motivó la construcción de un memorial para los judíos, una capilla católica llamada “La agonía de Cristo”, un convento de monjas carmelitas que rezan por la paz y donde se encuentra la Virgen de Dachau, una capilla rusa-ortodoxa que se llama “La Resurrección de Nuestro Señor” y una capilla evangélica que se llama “La iglesia de la reconciliación”. El nombre de esta última iglesia todavía me perturba.
La reconciliación es un anhelo irrenunciable del cristianismo. Decimos que en la Pascua, Cristo nos reconcilió definitivamente con Dios por medio de su muerte y resurrección. Aquello que nos separaba de Dios, fue nuevamente restaurado por Jesús en la cruz. Este anuncio y esta realidad se actualizan en cada celebración eucarística pero es también una tarea permanente de los cristianos que esa reconciliación real y mística, se haga práctica. La tarea, el trabajo y el anhelo de reconciliación son el desafío constante allí donde hay relaciones deterioradas, maltrechas, insalvables, allí donde se generan víctimas y victimarios, allí donde el ser humano está desfigurado, pisoteado y aniquilado por la fuerza opresiva del violento. Por eso cuando leí en un cartelito, en el campo de concentración de Dachau, que la iglesia evangélica se llamaba de la “reconciliación”, no pude menos que preguntarle a Dios con una cierta sonrisa incrédula, si Él pretendía que las víctimas judías se reconciliaran con sus victimarios nazis; si Él pretendía que los niños y jóvenes sobrevivientes de los campos, que vieron morir a sus padres torturados y quemados en los hornos de incineración, que vieron cómo violaban a sus madres y las sometían a los más inhumanos ultrajes, que vieron cómo utilizaban a otros niños para los experimentos médicos más siniestros, que fueron soportando día y noche que sus ojos se llenaran de muerte, digo si Dios pretende que esos niños el día de mañana puedan estrecharse la mano con un nazi. Brevemente dicho: ¿puede una víctima reconciliarse con su torturador? ¿Cómo?, pero más importante: ¿para qué? Puse el ejemplo de los niños porque son los más inocentes de los inocentes, pero estas preguntas se hacen extensibles a todos los sobrevivientes o a los hijos de las víctimas que ya murieron. Nadie puede perdonar o reconciliarse en nombre de alguien que ya no está. Sólo puedo reconciliarme si soy consciente de ello, en nombre propio y por un acto pleno de libertad. Si la víctima ha muerto, su reconciliación es imposible. Tampoco existe reconciliación si se impone, o si el torturador sólo la busca para mantener la propia impunidad. La reconciliación sólo puede ser lograda cuando la víctima y el victimario dejan de serlo y en un acto de extrema magnanimidad, sobre todo de la parte débil, son capaces de vivir y construir un futuro en el mismo mundo. Sin ser pesimista o mejor, intentando ser un cristiano realista, hay que decir que algo así resulta difícil de lograr. Gracias a Dios, al esfuerzo de muchos, a la grandeza de muchas víctimas y al arrepentimiento sincero de muchos victimarios, ha sido posible.
Lo que yo me pregunto, y lo hago como alguien que intenta reflexionar la fe, es qué pasa cuando esa reconciliación es imposible, qué pasa cuando la víctima murió sin perdonar o el victimario sin pedir perdón, o cuando la víctima no quiere o no puede perdonar y el victimario se cierra en su propia autojustificación. En este caso la reconciliación se topa aquí con una barrera infranqueable. Pero como no quiero renunciar ante lo imposible, como “creo” que la reconciliación podría ser realizada por Alguien que ame más de lo que nosotros podemos, es por eso que sólo puedo sostener como creyente la existencia de algo así como un “purgatorio”, en vistas a la reconciliación. La única razón existencialmente sostenible y plausible para mantener la doctrina del purgatorio, es si ahí puede darse el paso inicial a una reconciliación que en la vida no pudo darse. Sólo mantendría la existencia de algo así como un purgatorio, si la víctima y el victimario dejan allí de serlo. De lo contrario, el purgatorio me resulta un dato irrelevante.
En el caso del torturador, se podría concebir el purgatorio como aquella dimensión del amor de Dios en donde la persona sufre ese amor para transformarse en una nueva creatura, despojada del más siniestro lastre que tanto sufrimiento ocasionó en la vida de las víctimas. Me viene a la memoria un texto de la mística Adrianne von Spyer, donde hablando precisamente del purgatorio utilizaba la imagen del médico y su escalpelo aplicado al amor purificante de Dios. De cara a Dios, la persona sufrirá su amor para ser purificado, del mismo modo que el paciente padece el escalpelo del médico, para ser sanado. Creo que eso va a pasar con el torturador. En un acto de puro amor pasivo en donde la libertad aún se conserva, la bestia experimentará ante Dios un tipo de sufrimiento nacido del amor para que la bestia se convierta en hijo pero también para que se convierta en hermano de la víctima y sus ojos se abran y se inunden de las más sinceras lágrimas de arrepentimiento. Por el lado de la víctima, concibo el purgatorio como aquella dimensión del amor de Dios en dónde el sufriente se siente valorado, estimado, fortalecido y defendido en sus más elementales derechos como persona. Algo que en su vida no ocurrió y que sólo después de la muerte puede ser restituido por Dios. Pero también en un purgatorio así, la víctima, con su mirada castigada por el sufrimiento, recuperaría otro tipo de mirada para reconocer en el torturador, ya no a quién le ocasionó el dolor, sino con quién puede compartir un futuro definitivo, sólo porque Dios lo ha hecho posible. En síntesis, concibo y sostengo el purgatorio sólo como espacio de reconciliación.
Evidentemente que esto no debe alterar ni disminuir el trabajo de reconciliación que debemos llevar aquí adelante, entre nosotros, en este mundo donde las divisiones todavía golpean fuertemente. Pero el cristiano tiene la obligación de sostener que lo que no podemos hacer nosotros, lo puede hacer Dios. Y Dios lo puede hacer, “ahora”, a través nuestro, o “después” de la muerte en esa dimensión del amor sanante y definitivo que se llama purgatorio.
En la Capilla de la Reconciliación de Dachau, le pedí a Dios que por favor exista para que nadie pueda experimentar en su vida la tortura de no ser amado.
Matías Omar Ruz
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