En el encierro, la apertura misionera; en el miedo, la paz que libera; en la debilitad, la fortaleza desde la centralidad del Dios de la Vida. La comunidad se hace en y desde el acontecimiento de la Pascua, en y desde el paso victorioso de la Vida en la muerte. Allí se da el don mayor desde el cual se podrán recrear todas las cosas.
Así es porque el Espíritu (Jn 20, 22) es el que capacita para la misión desde la constitución de una nueva identidad. Como en el origen hubo un aliento de vida (Gn 2, 7) ahora en este nuevo inicio de la historia, el Señor de la historia «sopla» «exhala su aliento». Por medio de este gesto creador, redentor y santificador, Jesús infunde su propio aliento, el/la Espíritu (Jn 19, 30), y así se crea la nueva condición humana, la del espíritu (Jn 3, 6-7) por el «amor y lealtad» que recibimos por medio de él (Jn 1, 17).
Contemplemos esta nueva realidad, completamente inédita. Contemplemos esta obra recreadora, este «nacer de Dios» (Jn 1,13) único, verdadero, que capacita a todos/as para «hacerse hijos/as de Dios» (Jn 1,12).
Celebremos este don magnífico por el cual somos liberados de quedar prisioneros «del pecado del mundo» (Jn 1,19) y así posibilitados de desenmascarar, en la complejidad de nuestras existencias, toda complicidad que nos inclina a la mentira del encierro, del miedo, de la debilidad cobarde que nos mantiene en los lazos de toda opresión. Animemos en este Pentecostés a dejar fluir el don de la Vida abundante (Jn 10, 10), a dejar emerger lo mejor de la vida en medio de nuestros cotidianos desafíos. Posibilitemos la experiencia de vida verdadera que nos da gratuitamente el/la Espíritu; esa donde «la verdad que hace libres» (Jn 8,31s) afianza en nosotros/as nuestra más genuina identidad de hijos/as, de hermanos/as.
Somos nuevas creaturas, libres y liberadas, por el/la Espíritu que nos impulsa «consagrados/as por la verdad» (Jn 17,17s) a realizar en el misterio de nuestras vidas «su Palabra, que es la verdad» que ilumina, sana e impulsa a vivir la vida como don y tarea.
Pentecostés es la celebración donde compartimos los frutos del Espíritu en fraternal comunión de vida nueva. Pentecostés es un canto a la vida que se entona por medio de reconciliaciones y de liberaciones de todo mal, cada día, como si se tratase siempre de nuevos inicios. Siempre en éxodo, siempre en caminos que nos lanzan a la vida en libertad y responsabilidad; caminos que realizamos no huyendo del «mundo» injusto (Jn 17,15), sino «estando en él» en adhesión a Jesús y su aliento de vida nueva, dejando cada vez por lo mismo de pertenecer a todo sistema mundanizado (Jn 17, 6.14).
Es verdad que la realidad, hoy como ayer, puede asustarnos y hasta acomplejarnos ante tan grandes desafíos. Muchas veces no se ven con claridad las posibles salidas y entonces preferimos encerrarnos cada uno en su propio yo, atendiendo sólo a lo suyo, olvidándonos del proyecto común de Jesús. Para sacarnos de este atolladero, Jesús nos alienta con su Espíritu, de comunión y de libertad. Hay que salir. Hay que manifestar, reflexionar y actuar pues está en juego la nueva humanidad.
Estamos llamados/as a descubrir los clamores del Espíritu, que podemos descubrir en la vida de los creyentes y en el andar de las comunidades, cuando buscan realizar el reino de Dios sencillamente y de a pie en los surcos de la historia. Estamos llamados/as a discernir esos clamores que a modo de presencia misteriosa se dejan entrever en muchas personas y agrupaciones que, desde sus lugares, contribuyen a superar las formas de pecado que deshumanizan
y alienan nuestra humanidad.
En definitiva, estamos llamados/as con el aliento del Espíritu a dar a luz una nueva historia más digna para nuestro planeta y todos los que lo habitan.
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