Gloria a Dios y Paz en la Tierra
Pido al Padre que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, porque estáis arraigados y cimentados en amor. (Efesios 3: 16-17)
Entendemos la paz y la pacificación como un aspecto indispensable de nuestra fe común. La paz está indisolublemente relacionada con el amor, la justicia y la libertad que Dios ha concedido a todos los seres humanos por medio de Cristo y la obra del Espíritu Santo como don y vocación. Constituye un modo de vida que refleja la participación humana en el amor de Dios por el mundo. La naturaleza dinámica de la paz como don y vocación no niega la existencia de tensiones, que forman parte integrante de las relaciones humanas, pero puede mitigar su fuerza destructiva aportando justicia y reconciliación.
Dios bendice a los pacificadores. Las iglesias miembros del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) y otros cristianos están unidos como nunca antes en la búsqueda de medios para hacer frente a la violencia y rechazar la guerra en pro de la “paz justa” – el establecimiento de paz con justicia mediante una respuesta en común al llamamiento de Dios. La paz justa nos invita a unirnos en una peregrinación común y a comprometernos a edificar una cultura de paz.
(…) Hemos celebrado los logros del Decenio Ecuménico para Superar la Violencia (2001-2010). Nuestros compromisos nos han dado aliento al mostrarnos que es posible erradicar la violencia. El Decenio para Superar la Violencia ha permitido conocer muchos ejemplos de cristianos que han marcado una diferencia.
Somos conscientes de que los cristianos han sido a menudo cómplices de sistemas de violencia, injusticia, militarismo, racismo, intolerancia y discriminación por razones de casta o por otros motivos. Pedimos a Dios que perdone nuestros pecados, y nos transforme en agentes de rectitud y abogados de la Paz justa. Hacemos un llamamiento a los gobiernos y a otros grupos para que dejen de utilizar la religión como pretexto para justificar la violencia.
Junto con copartícipes de otras creencias, hemos reconocido que la paz es un valor central de todas las religiones, y la promesa de paz se extiende a todas las personas, independientemente de tradiciones y compromisos. Mediante la intensificación del diálogo interreligioso procuramos llegar a una convergencia con todas las religiones del mundo en relación con estas cuestiones
Estamos unidos en nuestro anhelo de que la guerra sea considerada ilegal. En nuestra lucha por la paz en la tierra tenemos que hacer frente a nuestros contextos e historias diferentes.
Somos conscientes de que las diferentes iglesias y religiones aportan perspectivas distintas del camino hacia la paz. Algunos de entre nosotros comienzan desde el punto de vista de la conversión personal y la moralidad, considerando que la aceptación de la paz de Dios en nuestro corazón es la base de la paz en la familia, la comunidad, la economía, así como en toda la tierra y en el mundo de las naciones. Otros destacan la necesidad de centrarse ante todo en el apoyo y la corrección recíprocos en el cuerpo de Cristo para que sea posible la paz. Otros más estimulan el compromiso de las iglesias con los amplios movimientos sociales y el testimonio público de la iglesia.
Cada uno de estos enfoques tiene su fundamento y no son mutuamente excluyentes. De hecho, están estrechamente relacionados. Incluso en nuestra diversidad podemos hablar con una sola voz.
(…)
Paz entre los pueblos.
La historia, especialmente gracias al testimonio de las iglesias tradicionalmente pacifistas, nos recuerda que la violencia es contraria a la voluntad de Dios y que nunca puede resolver conflictos. De ahí que decidamos ir más allá de la doctrina de la guerra justa orientándonos hacia el compromiso con la paz justa. Esta actitud requiere que abandonemos la concepción excluyente de la seguridad nacional propugnando la seguridad para todos. Esto incluye la responsabilidad diaria de impedir la violencia atacando sus raíces.
Es necesario examinar, discernir y elaborar muchos aspectos concretos de la noción de paz justa. Continuamos debatiéndonos para saber cómo proteger a la gente inocente de la injusticia, la guerra y la violencia. En este sentido, nos esforzamos por entender la noción de “responsabilidad de proteger” y evitar que se utilice indebidamente. Pedimos urgentemente al CMI y a los organismos relacionados con el mismo que definan con mayor claridad su posición por lo que respecta a esa política.
Abogamos por el desarme nuclear total y el control de la proliferación de armas pequeñas.
Nosotros, en nuestra calidad de iglesias, tenemos la posibilidad, si osamos hacerlo, de enseñar la no violencia a los poderosos, porque somos seguidores de aquél que vino como un niño indefenso, murió en la Cruz, nos dijo que dejemos de lado nuestras espadas, nos enseñó a amar a nuestros enemigos, y resucitó de entre los muertos.
(…) Nuestro agradecimiento y alabanza a ti, Dios Trino y Uno: Gloria a ti, y paz a tu pueblo en la tierra. Dios de vida, condúcenos a la justicia y la paz. Amén.
martes, 31 de mayo de 2011
domingo, 29 de mayo de 2011
Los monjes mártires - Angelo Scola
Las razones del éxito de los monjes de Tibhirine en el cine
Una respuesta para cuantos se preguntan si el deseo de Dios se encuentra todavía presente en nuestro tiempo. Para los que se interrogan sobre si creer en Dios, reconocerlo como familiar, es todavía razonable para un hombre del tercer milenio.
El éxito de la película sobre los monjes de Tibherine, que tanta atención está suscitando por todas partes, en todo el mundo, a mi parecer refleja el deseo ardiente del corazón de los hombres y mujeres de todas las latitudes que quieren encontrar el rostro de Dios. Y, por tanto, de la viviente necesidad que todos nosotros tenemos de testimonios auténticos, que nos ayuden a mantener nuestra mirada erguida.
En efecto, el testimonio auténtico no se deja reducir a “dar buen ejemplo”. Sino que resplandece, íntegramente, como método de conocimiento práctico de la realidad y de comunicación de la verdad. Este es un valor primario suyo respecto a cualquier otra forma de conocimiento y de comunicación: científica, filosófica, teológica, artística…
Un ejemplo luminoso de este método nos lo ofrece precisamente el texto del testamento espiritual del padre Christian de Chergé, prior del monasterio trapense de Notre-Dame de l’Atlas en Thiberine, Argelia, escrito tres años antes de ser masacrado con sus monjes: «Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido… En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la "gracia del martirio" debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam (…) por fin será liberada mi más punzante curiosidad: podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a Sus hijos del Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, también ellos frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo… Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás haciendo, sí, también por ti quiero decir este gracias, y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones colmados de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, Padre de los dos».
En esta página, que es una de las más bellas escritas en el siglo XX, se puede percibir plenamente que en el martirio cristiano encuentra su manifestación completa la narración que Dios hace de Sí mismo y la narración que nos permite a nosotros hacer de Él y en Su nombre.
El martirio, gracia que Dios concede a los inermes y que nadie puede pretender, es un gesto insuperable de unidad y de misericordia. Es la derrota de todo eclipse de Dios, su retorno en plenitud a través del ofrecimiento de la vida por parte de sus hijos. Una entrega de uno mismo que vence al mal, incluido el mal “injustificable”, porque reconstruye la unidad, también la unida con el asesino.
Al igual que Jesús toma sobre sí nuestro mal perdonándonos anticipadamente, así el mártir, como el padre Christian, abraza anticipadamente a su verdugo en nombre del don del amor del mismo Dios, que todos reconocen al menos como absoluto transcendente.
Sólo el testimonio digno de fe con-mueve la libertad del otro y le invita con fuerza a decidir. Como ha recordado eficazmente Benedicto XVI, se llega a ser testigos cuando «a través de nuestras acciones, palabras y modos de ser, Otro aparece y se comunica».
Los monjes de Tibherine nos despiertan y conmueven porque en su testimonio «Dios se expone, por así decir, al riesgo de la libertad del hombre».
Una respuesta para cuantos se preguntan si el deseo de Dios se encuentra todavía presente en nuestro tiempo. Para los que se interrogan sobre si creer en Dios, reconocerlo como familiar, es todavía razonable para un hombre del tercer milenio.
El éxito de la película sobre los monjes de Tibherine, que tanta atención está suscitando por todas partes, en todo el mundo, a mi parecer refleja el deseo ardiente del corazón de los hombres y mujeres de todas las latitudes que quieren encontrar el rostro de Dios. Y, por tanto, de la viviente necesidad que todos nosotros tenemos de testimonios auténticos, que nos ayuden a mantener nuestra mirada erguida.
En efecto, el testimonio auténtico no se deja reducir a “dar buen ejemplo”. Sino que resplandece, íntegramente, como método de conocimiento práctico de la realidad y de comunicación de la verdad. Este es un valor primario suyo respecto a cualquier otra forma de conocimiento y de comunicación: científica, filosófica, teológica, artística…
Un ejemplo luminoso de este método nos lo ofrece precisamente el texto del testamento espiritual del padre Christian de Chergé, prior del monasterio trapense de Notre-Dame de l’Atlas en Thiberine, Argelia, escrito tres años antes de ser masacrado con sus monjes: «Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido… En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la "gracia del martirio" debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam (…) por fin será liberada mi más punzante curiosidad: podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a Sus hijos del Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, también ellos frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo… Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás haciendo, sí, también por ti quiero decir este gracias, y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones colmados de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, Padre de los dos».
En esta página, que es una de las más bellas escritas en el siglo XX, se puede percibir plenamente que en el martirio cristiano encuentra su manifestación completa la narración que Dios hace de Sí mismo y la narración que nos permite a nosotros hacer de Él y en Su nombre.
El martirio, gracia que Dios concede a los inermes y que nadie puede pretender, es un gesto insuperable de unidad y de misericordia. Es la derrota de todo eclipse de Dios, su retorno en plenitud a través del ofrecimiento de la vida por parte de sus hijos. Una entrega de uno mismo que vence al mal, incluido el mal “injustificable”, porque reconstruye la unidad, también la unida con el asesino.
Al igual que Jesús toma sobre sí nuestro mal perdonándonos anticipadamente, así el mártir, como el padre Christian, abraza anticipadamente a su verdugo en nombre del don del amor del mismo Dios, que todos reconocen al menos como absoluto transcendente.
Sólo el testimonio digno de fe con-mueve la libertad del otro y le invita con fuerza a decidir. Como ha recordado eficazmente Benedicto XVI, se llega a ser testigos cuando «a través de nuestras acciones, palabras y modos de ser, Otro aparece y se comunica».
Los monjes de Tibherine nos despiertan y conmueven porque en su testimonio «Dios se expone, por así decir, al riesgo de la libertad del hombre».
sábado, 28 de mayo de 2011
La vida sin violencia
Testimonio de Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi.Es el fundador del Instituto M.K. Gandhi para la Vida Sin Violencia:
"Yo tenía 16 años y estaba viviendo con mis padres en el instituto que mi abuelo había fundado a 18 millas en las afueras de la ciudad de Durban, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar. Estábamos bien adentro del país y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí siempre nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine.
Un día mi padre me pidió que le llevara a la ciudad para atender una conferencia que duraba el día entero y yo salté a la oportunidad. Como iba a la ciudad mi madre me dio una lista de cosas del supermercado que necesitaba y como pasaría todo el día en la ciudad, mi padre me pidió que me hiciera cargo de algunas cosas pendientes como llevar el auto al taller.
Cuando despedí a mi padre él me dijo: Nos vemos aquí a las 5 p.m. y volvemos a la casa juntos.
Después de muy rápidamente completar todos los encargos, fui hasta el cine más cercano. Me enfoqué tanto con la película, una película doble de John Wayne que me olvidé del tiempo. Eran las 5:30 p. m. cuando me acordé.
Corrí al taller, conseguí el auto y me apuré hasta donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las 6 p. m.
El me preguntó con ansiedad: ¿Por qué llegas tarde? Me sentía mal por eso y no le podía decir que estaba viendo una película de John Wayne, entonces le dije que el auto no estaba listo y tuve que esperar... esto lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al taller.
Cuando se dio cuenta que había mentido, me dijo: Algo no anda bien en la manera que te he criado que no te ha dado la confianza de decirme la verdad. Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo. Caminaré las 18 millas a la casa y pensaré sobre esto.
Así que vestido con su traje y sus zapatos elegantes, empezó a caminar hasta la casa por caminos que ni estaban cementados ni iluminados. No lo podía dejar solo... así que yo manejé 5 horas y media detrás de el... viendo a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo había dicho. Decidí desde ahí que nunca más iba a mentir.
Muchas veces me acuerdo de este episodio y pienso... Si me hubiese castigado de la manera que nosotros castigamos a nuestros hijos... ¿hubiese aprendido la lección?... No lo creo. Hubiese sufrido el castigo y hubiese seguido haciendo lo mismo... Pero esta acción de no violencia fue tan fuerte que la tengo impresa en la memoria como si fuera ayer.
Esto es el poder de la vida sin violencia"
(Fuente: internet)
"Yo tenía 16 años y estaba viviendo con mis padres en el instituto que mi abuelo había fundado a 18 millas en las afueras de la ciudad de Durban, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar. Estábamos bien adentro del país y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí siempre nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine.
Un día mi padre me pidió que le llevara a la ciudad para atender una conferencia que duraba el día entero y yo salté a la oportunidad. Como iba a la ciudad mi madre me dio una lista de cosas del supermercado que necesitaba y como pasaría todo el día en la ciudad, mi padre me pidió que me hiciera cargo de algunas cosas pendientes como llevar el auto al taller.
Cuando despedí a mi padre él me dijo: Nos vemos aquí a las 5 p.m. y volvemos a la casa juntos.
Después de muy rápidamente completar todos los encargos, fui hasta el cine más cercano. Me enfoqué tanto con la película, una película doble de John Wayne que me olvidé del tiempo. Eran las 5:30 p. m. cuando me acordé.
Corrí al taller, conseguí el auto y me apuré hasta donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las 6 p. m.
El me preguntó con ansiedad: ¿Por qué llegas tarde? Me sentía mal por eso y no le podía decir que estaba viendo una película de John Wayne, entonces le dije que el auto no estaba listo y tuve que esperar... esto lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al taller.
Cuando se dio cuenta que había mentido, me dijo: Algo no anda bien en la manera que te he criado que no te ha dado la confianza de decirme la verdad. Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo. Caminaré las 18 millas a la casa y pensaré sobre esto.
Así que vestido con su traje y sus zapatos elegantes, empezó a caminar hasta la casa por caminos que ni estaban cementados ni iluminados. No lo podía dejar solo... así que yo manejé 5 horas y media detrás de el... viendo a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo había dicho. Decidí desde ahí que nunca más iba a mentir.
Muchas veces me acuerdo de este episodio y pienso... Si me hubiese castigado de la manera que nosotros castigamos a nuestros hijos... ¿hubiese aprendido la lección?... No lo creo. Hubiese sufrido el castigo y hubiese seguido haciendo lo mismo... Pero esta acción de no violencia fue tan fuerte que la tengo impresa en la memoria como si fuera ayer.
Esto es el poder de la vida sin violencia"
(Fuente: internet)
viernes, 20 de mayo de 2011
NO MATARÁS - JUAN JOSÉ TAMAYO
«El verdadero modo de vengarse del enemigo es no parecérsele»
Con el asesinato de Bin Laden, Obama ha transgredido todos los códigos religiosos y morales que condenan la venganza, protegen y exigen respeto a la vida humana
Todos los códigos morales de las religiones son concordes en la prohibición de matar, hasta convertirla en imperativo categórico, si bien es verdad que las religiones la transgreden con la misma facilidad y frecuencia con que se formula.
Las distintas versiones del decálogo hebreo lo expresan lacónicamente: «No matarás» (Éx 20,13; Dt 5,1). Hasta la vida de Caín, asesino de su hermano Abel, debe ser protegida. La propia ley del Talión (’ojo por ojo y diente por diente’) (Éx 21,24-25; Lv 24,17-20; Dt 19,21), presente también en el Código de Hammurabi y en las leyes asirias, que es de naturaleza social y no individual, tiene como objetivo poner límites a los abusos y excesos de la venganza.
El Sermón de la Montaña, considerado por Gandhi como un modelo de programa social, corrige la ley veterotestamentaria del Talión y propone como alternativa el amor a los enemigos y la no resistencia al mal (Mt 5,38-45). El Corán se muestra más exigente al respecto: matar a una persona que no ha matado a nadie ni ha corrompido la tierra es como matar a la humanidad. Salvar la vida de una persona es como salvar la vida de toda la humanidad (Corán 5,32). Es verdad que el Corán mantiene la ley del Talión (2,178-2179), pero, a renglón seguido, invita al perdón y al acuerdo.
También el hinduismo es contundente en la prohibición de matar y no admite excepciones. Un ejemplo es la figura de Gandhi, para quien la no violencia activa fue, en su vida personal, en su experiencia religiosa y en su política, un estilo de vida, un talante, una actitud ética y un método eficaz en la defensa de la independencia de India y en la lucha por la justicia y en la relación entre las religiones.
‘No matar’ es el primero de los Cinco Preceptos Maravillosos del budismo, que el monje vietnamita T. Nhat Hanh traduce como cultivar la compasión, poner todos los medios al alcance de cada uno para proteger la vida, no causar daño a la naturaleza ni a los seres humanos y practicar la no violencia, que exige en primer término «habérnoslas pacíficamente con nosotros».
El monje dice estar resuelto «a no matar, a no dejar que otros maten y a no tolerar ningún acto mortal en el mundo».
Según vamos conociendo más detalles de la operación contra Osama bin Laden se confirma que, con su asesinato, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha transgredido todos los códigos religiosos y morales que prohíben matar, condenan la venganza, protegen y exigen respeto a la vida humana como valor supremo y bien a defender, incluida la de los enemigos y asesinos, y condenan la tortura en todas sus formas. Dicha transgresión es más grave en su caso ya que se profesa cristiano, apela a sus orígenes musulmanes y en sus discursos cita con frecuencia textos de las tres religiones monoteístas como ejemplos morales a seguir. Veámoslos en algunos de los comportamientos más notorios de la operación.
Obama obtuvo el conocimiento del paradero de Bin Laden a través de las confesiones de presos de Guantánamo arrancadas bajo torturas. La propia CIA ha reconocido el uso de dichos métodos de presión como el ahogamiento simulado. Las torturas comenzaron en la cárcel de Abu Ghraib con George Bush y continúan en el penal de Guantánamo con Obama. Y la tortura no como excepción, sino como regla general de la política de Estados Unidos, en clara violación de la Declaración de los Derechos Humanos, de los tratados internacionales y de la propia Constitución norteamericana.
La muerte del terrorista saudí no ha tenido lugar en un combate, ni en un intercambio de disparos, ya que estaba desarmado y no tenía fuerza militar protectora, ni se ha producido en una situación de guerra, sino más bien ha sido un acto de guerra sucia. Ha sido un asesinato duro y puro, perfectamente diseñado y eficazmente ejecutado. La intención no era detenerlo para juzgarlo, sino matarlo, prolongando la cultura de la muerte que está inscrita en la legislación y la práctica norteamericanas y que el propio Bin Laden sembró por doquier.
Tras la operación Obama aseveró: «Se ha hecho justicia». Yo creo que el asesinato ha sido todo menos un acto de justicia. Estamos, más bien, ante un acto de venganza. Y la venganza es un sentimiento en el que predomina el resentimiento y la total ausencia de racionalidad, al tiempo que asemeja al vengador a la persona vengada. «Una persona que quiere venganza -dice Francis Bacon- guarda sus heridas abiertas» y «vengándose, se iguala al enemigo». Se hubiera podido hacer justicia si Bin Laden hubiera sido detenido y llevado a los tribunales para ser juzgado.
Obama ha felicitado en persona al comando que acabó con la vida de Bin Laden, ha calificado la operación de «trabajo bien hecho» y de una de las mejores operaciones de los servicios de inteligencia de la historia, y ha concedido la máxima condecoración militar a los protagonistas de tamaña gesta, al comando, como reconocimiento de sus servicios y logros extraordinarios. Es una venganza reconocida, felicitada, premiada. Y celebrada por la ciudadanía estadounidense, que se lanzó a la calle compulsivamente con irrefrenables manifestaciones de júbilo por el asesinato. El asesinato del líder de Al-Qaida convertido en espectáculo. ¡Todo muy macabro! Obama necesitaba una operación de este tipo para elevar su popularidad muy debilitada. Y lo ha conseguido. Pero, ¿a qué precio?
Me quedo con el aforismo de Marco Antonio: «El verdadero modo de vengarse del enemigo es no parecérsele», que tristemente no se ha cumplido con el asesinato de Bin Laden.
Con el asesinato de Bin Laden, Obama ha transgredido todos los códigos religiosos y morales que condenan la venganza, protegen y exigen respeto a la vida humana
Todos los códigos morales de las religiones son concordes en la prohibición de matar, hasta convertirla en imperativo categórico, si bien es verdad que las religiones la transgreden con la misma facilidad y frecuencia con que se formula.
Las distintas versiones del decálogo hebreo lo expresan lacónicamente: «No matarás» (Éx 20,13; Dt 5,1). Hasta la vida de Caín, asesino de su hermano Abel, debe ser protegida. La propia ley del Talión (’ojo por ojo y diente por diente’) (Éx 21,24-25; Lv 24,17-20; Dt 19,21), presente también en el Código de Hammurabi y en las leyes asirias, que es de naturaleza social y no individual, tiene como objetivo poner límites a los abusos y excesos de la venganza.
El Sermón de la Montaña, considerado por Gandhi como un modelo de programa social, corrige la ley veterotestamentaria del Talión y propone como alternativa el amor a los enemigos y la no resistencia al mal (Mt 5,38-45). El Corán se muestra más exigente al respecto: matar a una persona que no ha matado a nadie ni ha corrompido la tierra es como matar a la humanidad. Salvar la vida de una persona es como salvar la vida de toda la humanidad (Corán 5,32). Es verdad que el Corán mantiene la ley del Talión (2,178-2179), pero, a renglón seguido, invita al perdón y al acuerdo.
También el hinduismo es contundente en la prohibición de matar y no admite excepciones. Un ejemplo es la figura de Gandhi, para quien la no violencia activa fue, en su vida personal, en su experiencia religiosa y en su política, un estilo de vida, un talante, una actitud ética y un método eficaz en la defensa de la independencia de India y en la lucha por la justicia y en la relación entre las religiones.
‘No matar’ es el primero de los Cinco Preceptos Maravillosos del budismo, que el monje vietnamita T. Nhat Hanh traduce como cultivar la compasión, poner todos los medios al alcance de cada uno para proteger la vida, no causar daño a la naturaleza ni a los seres humanos y practicar la no violencia, que exige en primer término «habérnoslas pacíficamente con nosotros».
El monje dice estar resuelto «a no matar, a no dejar que otros maten y a no tolerar ningún acto mortal en el mundo».
Según vamos conociendo más detalles de la operación contra Osama bin Laden se confirma que, con su asesinato, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha transgredido todos los códigos religiosos y morales que prohíben matar, condenan la venganza, protegen y exigen respeto a la vida humana como valor supremo y bien a defender, incluida la de los enemigos y asesinos, y condenan la tortura en todas sus formas. Dicha transgresión es más grave en su caso ya que se profesa cristiano, apela a sus orígenes musulmanes y en sus discursos cita con frecuencia textos de las tres religiones monoteístas como ejemplos morales a seguir. Veámoslos en algunos de los comportamientos más notorios de la operación.
Obama obtuvo el conocimiento del paradero de Bin Laden a través de las confesiones de presos de Guantánamo arrancadas bajo torturas. La propia CIA ha reconocido el uso de dichos métodos de presión como el ahogamiento simulado. Las torturas comenzaron en la cárcel de Abu Ghraib con George Bush y continúan en el penal de Guantánamo con Obama. Y la tortura no como excepción, sino como regla general de la política de Estados Unidos, en clara violación de la Declaración de los Derechos Humanos, de los tratados internacionales y de la propia Constitución norteamericana.
La muerte del terrorista saudí no ha tenido lugar en un combate, ni en un intercambio de disparos, ya que estaba desarmado y no tenía fuerza militar protectora, ni se ha producido en una situación de guerra, sino más bien ha sido un acto de guerra sucia. Ha sido un asesinato duro y puro, perfectamente diseñado y eficazmente ejecutado. La intención no era detenerlo para juzgarlo, sino matarlo, prolongando la cultura de la muerte que está inscrita en la legislación y la práctica norteamericanas y que el propio Bin Laden sembró por doquier.
Tras la operación Obama aseveró: «Se ha hecho justicia». Yo creo que el asesinato ha sido todo menos un acto de justicia. Estamos, más bien, ante un acto de venganza. Y la venganza es un sentimiento en el que predomina el resentimiento y la total ausencia de racionalidad, al tiempo que asemeja al vengador a la persona vengada. «Una persona que quiere venganza -dice Francis Bacon- guarda sus heridas abiertas» y «vengándose, se iguala al enemigo». Se hubiera podido hacer justicia si Bin Laden hubiera sido detenido y llevado a los tribunales para ser juzgado.
Obama ha felicitado en persona al comando que acabó con la vida de Bin Laden, ha calificado la operación de «trabajo bien hecho» y de una de las mejores operaciones de los servicios de inteligencia de la historia, y ha concedido la máxima condecoración militar a los protagonistas de tamaña gesta, al comando, como reconocimiento de sus servicios y logros extraordinarios. Es una venganza reconocida, felicitada, premiada. Y celebrada por la ciudadanía estadounidense, que se lanzó a la calle compulsivamente con irrefrenables manifestaciones de júbilo por el asesinato. El asesinato del líder de Al-Qaida convertido en espectáculo. ¡Todo muy macabro! Obama necesitaba una operación de este tipo para elevar su popularidad muy debilitada. Y lo ha conseguido. Pero, ¿a qué precio?
Me quedo con el aforismo de Marco Antonio: «El verdadero modo de vengarse del enemigo es no parecérsele», que tristemente no se ha cumplido con el asesinato de Bin Laden.
Experiencia uruguaya
Los días siguientes a la anulación de la Ley de Caducidad revistieron un absoluto silencio en el Ejecutivo uruguayo. Si bien es conocida la postura del presidente José Mujica respecto a la reapertura de las causas –y el inicio de otras, a partir de ahora- que investigan las violaciones a los Derechos Humanos en la última dictadura uruguaya , el mandatario prefirió mantenerse al margen de toda polémica, hasta este fin de semana, cuando se publicó una entrevista concedida al diario español El País.
“No soy adicto a vivir mirando para atrás, porque la vida siempre es porvenir y todos los días amanece”, expresó el presidente.” Pero esa es mi manera de ser. No se la puedo imponer a mis conciudadanos”, confió el jefe de Estado, con lo que reafirmó la reserva del Ejecutivo ante el revés en el Parlamento, aunque aseguró que no vetaría la decisión legislativa.
De acuerdo con el periódico, es el mismo Mujica, ex dirigente tupamaro, quien no ha querido impulsar personalmente esa iniciativa, manteniéndose al margen de la polémica.
“Hay una parte del pueblo que sufrió más, y sobre todo están sus familiares, que no encuentran consuelo con algunas cosas que pasaron en Uruguay y que no se han ventilado desde el punto de vista jurídico”, afirmó.
Mujica intentó explicar los motivos por los cuales evade hablar del tema. “Somos presidentes de la Nación. De los que nos votaron y de los que no nos votaron”, sostuvo. “Dijimos desde el primer momento que queríamos construir, en todo lo que se pudiera, unidad nacional”, justificó.
El Estado uruguayo evaluó, en dos oportunidades, la posible derogación de la Ley de Caducidad, pero en ambos casos, la sociedad votó por el no. De acuerdo con el mandatario uruguayo “no es equivalente a que la gente haya avalado lo que ocurrió en la dictadura. Eso sería injusto con la sensibilidad de mi pueblo”. No obstante, el jefe de Estado opinó que tal vez “una parte de la ciudadanía estaba harta de la discusión”.
Consultado sobre su relación con las Fuerzas Armadas uruguayas, Mujica reconoció las dificultades que tiene, hoy por hoy, para vincularse con un espacio de Gobierno que pretende mostrarse lejos de quienes serían investigados por los crímenes de la última dictadura en el país.
"Una democracia republicana debe cultivar la fidelidad de sus fuerzas armadas. Nunca se va a tener la fidelidad de aquellos a los que uno desprecia. Esta es la paradoja. Esta herida que traemos del pasado hace que, subjetivamente, mucha gente de este país esté inculpando a los militares de hoy por los que lo eran ayer. Y esto es un error que cometemos para con el futuro”, remarcó.
Fuente: Perfil.com
En un clima de tensión política en el Parlamento, pero de indiferencia popular, fracasó esta madrugada en Uruguay el proyecto para dejar sin efecto la ley de amnistía a los militares luego que el gobernante Frente Amplio (FA) no lograra la mayoría necesaria por la rebeldía de uno de sus legisladores
El presidente José Mujica, que tardíamente había advertido a sus diputados que no era conveniente votarlo, pero que tuvo el desacato de su bancada que rechazó sus argumentos, tuvo el día de su cumpleaños 76 la noticia de que uno de esos diputados no quiso votar contra su planteo y se fue de sala. Pero de esa forma, el legislador Víctor Semproni también lo desobedeció, porque en las últimas horas Mujica le había pedido en privado y en público -a través de su audición radial "Habla el presidente"- que mantuviera la unidad de la bancada y votara igual que sus camaradas.
El proyecto interpretaba que quedaba anulada la Ley Nº 15.848 conocida como "Ley de Caducidad" porque en 1986 estableció que había "caducado la pretensión punitiva del Estado" sobre los delitos cometidos por militares y policías de la dictadura (1973-85).
Inicialmente, se consideró por la Suprema Corte que era una especie de amnistía, pero en los hechos no lo fue y permitió procesar con prisión a los dos dictadores, Juan María Bordaberry y Gregorio Alvarez, y a los principales agentes de la represión de aquellos años.
La convocatoria a rodear el Palacio Legislativo que hicieron los gremios de obreros (PIT-CNT), estudiantes (FEUU) y varias organizaciones sociales de izquierda, no tuvo respaldo popular pese a que se dispuso paro general. Ni las barras de Diputados estuvieron llenas de público.
La tensión interna del Palacio fue más por la incertidumbre de la votación que por el tono de los discursos, que no tuvieron puntos de gran atención.
Tras meses de marchas y contramarchas, y más de 14 horas de maratónico debate parlamentario, la coalición oficialista no logró los 50 votos necesarios para aprobar la iniciativa que había sido votada en el Senado. La votación terminó con un empate 49 a 49.
El diputado Semproni, que podía haber sido el voto 50, hizo su discurso sobre las cinco de la mañana y se fue de sala. Semproni comenzó a militar en los años cincuenta como sindicalista bancario, está jubilado de ese gremio, fue guerrillero y preso de la dictadura.
Semproni expresó en varias oportunidades su postura, según la cual considera que no está bien "caminarles por encima" a los dos plebiscitos a los que fue sometida esa ley. Además, cree que el nuevo texto perjudica a la izquierda y al país, y no contribuye a los objetivos de "verdad y justicia" sobre los hechos de la dictadura.
Los partidos Nacional (con 30 bancas), Colorado (17) e Independiente (2) contaron con sus 49 votos de forma firma para oponerse a lo que consideran un avasallamiento de la Constitución, tal cual habían adelantado.
La oposición sostiene que el Parlamento no puede votar contra lo resuelto por la ciudadanía en el referendo de 1989 y el plebiscito de 2009, y además, que el texto que tratarán viola las normas constitucionales.
La norma interpretativa de la ley de caducidad, que había sido elaborada por una comisión especial del Frente Amplio, no puede volver a ser tratada hasta el año 2015, pero los dirigentes de la izquierda que ayer sufrieron una dura derrota, anunciaron que buscarán otros mecanismos para anularla del orden jurídico.
La ley votada en 1986, que había sido ratificada en un referéndum de 1989, fue considerada inconstitucional en 2009 por la Suprema Corte de Justicia, pero no hubo votos para anularla en el plebiscito de ese año.
En tanto, hoy como todos los 20 de mayo, será la Marcha del Silencio en reclamo de esclarecimiento de los casos de desaparecidos. La intención del Frente Amplio era que este año fuera el primer 20 de mayo sin Ley de Caducidad.
Fuente : La Nación
“No soy adicto a vivir mirando para atrás, porque la vida siempre es porvenir y todos los días amanece”, expresó el presidente.” Pero esa es mi manera de ser. No se la puedo imponer a mis conciudadanos”, confió el jefe de Estado, con lo que reafirmó la reserva del Ejecutivo ante el revés en el Parlamento, aunque aseguró que no vetaría la decisión legislativa.
De acuerdo con el periódico, es el mismo Mujica, ex dirigente tupamaro, quien no ha querido impulsar personalmente esa iniciativa, manteniéndose al margen de la polémica.
“Hay una parte del pueblo que sufrió más, y sobre todo están sus familiares, que no encuentran consuelo con algunas cosas que pasaron en Uruguay y que no se han ventilado desde el punto de vista jurídico”, afirmó.
Mujica intentó explicar los motivos por los cuales evade hablar del tema. “Somos presidentes de la Nación. De los que nos votaron y de los que no nos votaron”, sostuvo. “Dijimos desde el primer momento que queríamos construir, en todo lo que se pudiera, unidad nacional”, justificó.
El Estado uruguayo evaluó, en dos oportunidades, la posible derogación de la Ley de Caducidad, pero en ambos casos, la sociedad votó por el no. De acuerdo con el mandatario uruguayo “no es equivalente a que la gente haya avalado lo que ocurrió en la dictadura. Eso sería injusto con la sensibilidad de mi pueblo”. No obstante, el jefe de Estado opinó que tal vez “una parte de la ciudadanía estaba harta de la discusión”.
Consultado sobre su relación con las Fuerzas Armadas uruguayas, Mujica reconoció las dificultades que tiene, hoy por hoy, para vincularse con un espacio de Gobierno que pretende mostrarse lejos de quienes serían investigados por los crímenes de la última dictadura en el país.
"Una democracia republicana debe cultivar la fidelidad de sus fuerzas armadas. Nunca se va a tener la fidelidad de aquellos a los que uno desprecia. Esta es la paradoja. Esta herida que traemos del pasado hace que, subjetivamente, mucha gente de este país esté inculpando a los militares de hoy por los que lo eran ayer. Y esto es un error que cometemos para con el futuro”, remarcó.
Fuente: Perfil.com
En un clima de tensión política en el Parlamento, pero de indiferencia popular, fracasó esta madrugada en Uruguay el proyecto para dejar sin efecto la ley de amnistía a los militares luego que el gobernante Frente Amplio (FA) no lograra la mayoría necesaria por la rebeldía de uno de sus legisladores
El presidente José Mujica, que tardíamente había advertido a sus diputados que no era conveniente votarlo, pero que tuvo el desacato de su bancada que rechazó sus argumentos, tuvo el día de su cumpleaños 76 la noticia de que uno de esos diputados no quiso votar contra su planteo y se fue de sala. Pero de esa forma, el legislador Víctor Semproni también lo desobedeció, porque en las últimas horas Mujica le había pedido en privado y en público -a través de su audición radial "Habla el presidente"- que mantuviera la unidad de la bancada y votara igual que sus camaradas.
El proyecto interpretaba que quedaba anulada la Ley Nº 15.848 conocida como "Ley de Caducidad" porque en 1986 estableció que había "caducado la pretensión punitiva del Estado" sobre los delitos cometidos por militares y policías de la dictadura (1973-85).
Inicialmente, se consideró por la Suprema Corte que era una especie de amnistía, pero en los hechos no lo fue y permitió procesar con prisión a los dos dictadores, Juan María Bordaberry y Gregorio Alvarez, y a los principales agentes de la represión de aquellos años.
La convocatoria a rodear el Palacio Legislativo que hicieron los gremios de obreros (PIT-CNT), estudiantes (FEUU) y varias organizaciones sociales de izquierda, no tuvo respaldo popular pese a que se dispuso paro general. Ni las barras de Diputados estuvieron llenas de público.
La tensión interna del Palacio fue más por la incertidumbre de la votación que por el tono de los discursos, que no tuvieron puntos de gran atención.
Tras meses de marchas y contramarchas, y más de 14 horas de maratónico debate parlamentario, la coalición oficialista no logró los 50 votos necesarios para aprobar la iniciativa que había sido votada en el Senado. La votación terminó con un empate 49 a 49.
El diputado Semproni, que podía haber sido el voto 50, hizo su discurso sobre las cinco de la mañana y se fue de sala. Semproni comenzó a militar en los años cincuenta como sindicalista bancario, está jubilado de ese gremio, fue guerrillero y preso de la dictadura.
Semproni expresó en varias oportunidades su postura, según la cual considera que no está bien "caminarles por encima" a los dos plebiscitos a los que fue sometida esa ley. Además, cree que el nuevo texto perjudica a la izquierda y al país, y no contribuye a los objetivos de "verdad y justicia" sobre los hechos de la dictadura.
Los partidos Nacional (con 30 bancas), Colorado (17) e Independiente (2) contaron con sus 49 votos de forma firma para oponerse a lo que consideran un avasallamiento de la Constitución, tal cual habían adelantado.
La oposición sostiene que el Parlamento no puede votar contra lo resuelto por la ciudadanía en el referendo de 1989 y el plebiscito de 2009, y además, que el texto que tratarán viola las normas constitucionales.
La norma interpretativa de la ley de caducidad, que había sido elaborada por una comisión especial del Frente Amplio, no puede volver a ser tratada hasta el año 2015, pero los dirigentes de la izquierda que ayer sufrieron una dura derrota, anunciaron que buscarán otros mecanismos para anularla del orden jurídico.
La ley votada en 1986, que había sido ratificada en un referéndum de 1989, fue considerada inconstitucional en 2009 por la Suprema Corte de Justicia, pero no hubo votos para anularla en el plebiscito de ese año.
En tanto, hoy como todos los 20 de mayo, será la Marcha del Silencio en reclamo de esclarecimiento de los casos de desaparecidos. La intención del Frente Amplio era que este año fuera el primer 20 de mayo sin Ley de Caducidad.
Fuente : La Nación
jueves, 19 de mayo de 2011
LA OTRA JUSTICIA - José Arregi
La justicia de la victoria o la victoria de la justicia. He ahí la opción inexcusable. Sí, ya sé que nada es tan sencillo, y que todo es como es.
Pero hay un momento en que se nos ha de caer el velo de los ojos, como se le cayeron a Tobit las escamas de sus lagrimales en Caserín, cerca de Nínive, en el norte de Irak, cuando su hijo Tobías le aplicó el remedio de Rafael, el ángel curador.
También se le cayeron a Pablo el perseguidor: iba de Jerusalén a Damasco, cegado por la ira, llevando consigo cartas del sumo sacerdote para detener y encarcelar discípulos de Jesús, y de pronto la luz le inundó el alma y se le abrieron los ojos y empezó a mirar con misericordia.
De repente, como a Saulo, nos envuelve un resplandor del cielo y caemos a tierra, esta tierra santa y sufriente que somos, la misma Tierra de todos, y escuchamos nuestro nombre pronunciado con misericordia, y se nos abren los ojos a la misericordia.
La justicia del poder o el poder de la justicia. La justicia de los vencedores o la justicia para los vencidos. Apenas se conoce, en los anales de la historia universal, que se haya aplicado con los vencidos otra justicia que no sea la de los vencedores.
Los vencedores ponen las leyes y nombran los jueces; y hacen la pantomima, y convocan a juicio a los vencidos, pero siempre como reos; nunca se ha visto a los vencedores sentarse como reos. La sentencia ya está dictada de antemano. ¡Cómo se parecen “vencer” y “vengar”! Pues no, esa justicia no.
Esa justicia es ciega, ciega de poder y de impiedad. Y, por mucho que digan y por mucho que desde antiguo se haya representado a la justicia con una venda en los ojos, la justicia no puede ser ciega, no al menos de poder y de impiedad.
La victoria de la justicia no significa que los vencidos se vuelvan vencedores. Cambiarían las tornas, trocarían sus puestos el juez y el reo, pero el poder seguiría dictando su justicia ciega e inmisericorde.
La tierra común seguiría siendo rasgada y hendida, de seísmo en seísmo, de réplica en réplica, de venganza en venganza, por la ley y la justicia del más fuerte. No sé por qué se la llama “la ley de la selva”, pues la selva no conoce la venganza.
Claro que la vida en la selva es dura: unos vivientes viven de otros, y el fuerte devora al débil. Así es también en el riachuelo Narrondo, por más que nos duela: los vecinos nos alegramos mucho hace unos días, cuando, después de una prolongada desaparición que ya nos tenía inquietos, el pato hembra con su plumaje rojizo apareció por fin, seguido de catorce pollitos negros. Pero hoy no veo a los pollitos con su madre, y me temo lo peor.
Así es la vida, amasada de muerte, una muerte sembrada de vida. Pero en la selva no hay odio. En nuestro humilde riachuelo de Arroa no hay venganza.
El odio y la venganza son un distintivo de la humanidad. Un patrimonio cruel y exclusivo del que ni siquiera somos dueños, sino esclavos, y que de pronto se apodera de nosotros y nos arrastra como un tsunami, como un terrible terremoto sin control.
Hace mucho tiempo, 1.800 años antes de Cristo, el código de Hammurabi –un rey babilonio, es decir, iraquí– quiso poner freno al furor desatado de la venganza, y ordenó: la venganza no ha de provocar más daño del recibido. Mucho más tarde, inspirándose en Hammurabi, la Biblia declaró: “Ojo por ojo, diente por diente”, y el Derecho Romano lo llamó “ley del talión”.
Esta ley, en su tiempo, supuso un gran paso adelante, porque impedía arrancar los dos ojos a quien te había arrancado solamente uno: a “tal” daño, “tal” venganza, la misma que el daño, no más.
Pero eso fue antes, porque luego volvimos atrás y se impuso de nuevo, hasta nuestros días, la vieja ley anterior a Roma, anterior a la Biblia, anterior a Hammurabi, ajena a la selva: si te arrancan un ojo, arranca tú los dos, si puedes. Y, si puedes, arranca los ojos de todos tus enemigos, no sea que alguien se envalentone y lo vuelva a intentar.
Así vamos, y seguimos presumiendo de mundo desarrollado y de derechos humanos. Es lo que es, dirán algunos. Hay lo que hay. Quedé pasmado la semana pasada, al leer unas declaraciones del prestigioso psiquiatra Luis Rojas Marcos, tras el asesinato de Bin Laden por Barack Obama: “La venganza es un sentimiento muy humano”, decía. Claro que sí: odiar es muy humano, robar es muy humano, mentir y matar es muy humano, y es muy humano violar a una bella joven de 20 años. ¿O no?
La venganza y el odio no son, afortunadamente, el único patrimonio, pero hay que elegir. La justicia de la venganza o la justicia de la piedad. He ahí la opción. Lo diré de otra forma, que puede resultar hiriente, a mí también me hiere: la justicia de Obama o la justicia de Mandela.
El Sábado Santo, con la comunidad con la que celebré la Pascua, tuve la oportunidad de ver “Invictus”, una película sumamente sencilla y conmovedora. Sin ningún alarde, de la manera más llana y humana, cuenta los primeros pasos de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, interesándose con toda su alma por un campeonato de rugby, como si en él se le fuera la vida, como si en él se jugara el destino de Sudáfrica y de todo el planeta.
Y de hecho se jugaba, porque el rugby es más que el rugby, porque una camiseta es más que una camiseta, porque en lo más pequeño se hace visible lo más grande, porque lo más grande se juega en lo más pequeño. Era en 1995, ayer mismo. Mandela había salido de la cárcel pocos años antes –¡27 años de cárcel, todos ellos merecidos de acuerdo a la ley del poder que se erige en justicia!–. Todo el mundo esperaba que Mandela aplicara como mínimo la ley del talión. Hubiera sido “justo”.
Pero Nelson Mandela –¡bendito sea!– entendía la justicia de otra manera. En las tinieblas de la cárcel que dañaron sus ojos hasta el punto de que le dolían los ojos al mirar la luz, en esas tinieblas del horror descubrió la verdadera luz del alma que puede iluminar el mundo entero. Descubrió otra justicia, la única justicia digna de ese nombre. No la venganza desatada, ni la venganza controlada, ni el resentimiento arraigado. No la justicia del poder, sino la justicia de la piedad, la única que puede salvar la Tierra del terror, de la muerte, de la ruina total.
Nelson Mandela perdonó. Vuelve esta palabra y sé que es equívoca, tanto cuando se refiere al perdón divino como al perdón humano. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él un pobre hombre herido.
Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Nelson Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano que es lo divino. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció.
Esa es la justicia evangélica. Y su criterio es, a la vez, el más universal: “actúa con el prójimo como a ti te gustaría que actuaran contigo si te hallaras en su lugar”. Esa es, pues, la única justicia razonable, la única justicia que puede reparar a la humanidad y salvar el mundo. La justicia de Obama, ciega de poder, o la justicia de Mandela, llena de piedad: con todos los matices que quieras, he ahí la opción ineludible.
Pero hay un momento en que se nos ha de caer el velo de los ojos, como se le cayeron a Tobit las escamas de sus lagrimales en Caserín, cerca de Nínive, en el norte de Irak, cuando su hijo Tobías le aplicó el remedio de Rafael, el ángel curador.
También se le cayeron a Pablo el perseguidor: iba de Jerusalén a Damasco, cegado por la ira, llevando consigo cartas del sumo sacerdote para detener y encarcelar discípulos de Jesús, y de pronto la luz le inundó el alma y se le abrieron los ojos y empezó a mirar con misericordia.
De repente, como a Saulo, nos envuelve un resplandor del cielo y caemos a tierra, esta tierra santa y sufriente que somos, la misma Tierra de todos, y escuchamos nuestro nombre pronunciado con misericordia, y se nos abren los ojos a la misericordia.
La justicia del poder o el poder de la justicia. La justicia de los vencedores o la justicia para los vencidos. Apenas se conoce, en los anales de la historia universal, que se haya aplicado con los vencidos otra justicia que no sea la de los vencedores.
Los vencedores ponen las leyes y nombran los jueces; y hacen la pantomima, y convocan a juicio a los vencidos, pero siempre como reos; nunca se ha visto a los vencedores sentarse como reos. La sentencia ya está dictada de antemano. ¡Cómo se parecen “vencer” y “vengar”! Pues no, esa justicia no.
Esa justicia es ciega, ciega de poder y de impiedad. Y, por mucho que digan y por mucho que desde antiguo se haya representado a la justicia con una venda en los ojos, la justicia no puede ser ciega, no al menos de poder y de impiedad.
La victoria de la justicia no significa que los vencidos se vuelvan vencedores. Cambiarían las tornas, trocarían sus puestos el juez y el reo, pero el poder seguiría dictando su justicia ciega e inmisericorde.
La tierra común seguiría siendo rasgada y hendida, de seísmo en seísmo, de réplica en réplica, de venganza en venganza, por la ley y la justicia del más fuerte. No sé por qué se la llama “la ley de la selva”, pues la selva no conoce la venganza.
Claro que la vida en la selva es dura: unos vivientes viven de otros, y el fuerte devora al débil. Así es también en el riachuelo Narrondo, por más que nos duela: los vecinos nos alegramos mucho hace unos días, cuando, después de una prolongada desaparición que ya nos tenía inquietos, el pato hembra con su plumaje rojizo apareció por fin, seguido de catorce pollitos negros. Pero hoy no veo a los pollitos con su madre, y me temo lo peor.
Así es la vida, amasada de muerte, una muerte sembrada de vida. Pero en la selva no hay odio. En nuestro humilde riachuelo de Arroa no hay venganza.
El odio y la venganza son un distintivo de la humanidad. Un patrimonio cruel y exclusivo del que ni siquiera somos dueños, sino esclavos, y que de pronto se apodera de nosotros y nos arrastra como un tsunami, como un terrible terremoto sin control.
Hace mucho tiempo, 1.800 años antes de Cristo, el código de Hammurabi –un rey babilonio, es decir, iraquí– quiso poner freno al furor desatado de la venganza, y ordenó: la venganza no ha de provocar más daño del recibido. Mucho más tarde, inspirándose en Hammurabi, la Biblia declaró: “Ojo por ojo, diente por diente”, y el Derecho Romano lo llamó “ley del talión”.
Esta ley, en su tiempo, supuso un gran paso adelante, porque impedía arrancar los dos ojos a quien te había arrancado solamente uno: a “tal” daño, “tal” venganza, la misma que el daño, no más.
Pero eso fue antes, porque luego volvimos atrás y se impuso de nuevo, hasta nuestros días, la vieja ley anterior a Roma, anterior a la Biblia, anterior a Hammurabi, ajena a la selva: si te arrancan un ojo, arranca tú los dos, si puedes. Y, si puedes, arranca los ojos de todos tus enemigos, no sea que alguien se envalentone y lo vuelva a intentar.
Así vamos, y seguimos presumiendo de mundo desarrollado y de derechos humanos. Es lo que es, dirán algunos. Hay lo que hay. Quedé pasmado la semana pasada, al leer unas declaraciones del prestigioso psiquiatra Luis Rojas Marcos, tras el asesinato de Bin Laden por Barack Obama: “La venganza es un sentimiento muy humano”, decía. Claro que sí: odiar es muy humano, robar es muy humano, mentir y matar es muy humano, y es muy humano violar a una bella joven de 20 años. ¿O no?
La venganza y el odio no son, afortunadamente, el único patrimonio, pero hay que elegir. La justicia de la venganza o la justicia de la piedad. He ahí la opción. Lo diré de otra forma, que puede resultar hiriente, a mí también me hiere: la justicia de Obama o la justicia de Mandela.
El Sábado Santo, con la comunidad con la que celebré la Pascua, tuve la oportunidad de ver “Invictus”, una película sumamente sencilla y conmovedora. Sin ningún alarde, de la manera más llana y humana, cuenta los primeros pasos de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, interesándose con toda su alma por un campeonato de rugby, como si en él se le fuera la vida, como si en él se jugara el destino de Sudáfrica y de todo el planeta.
Y de hecho se jugaba, porque el rugby es más que el rugby, porque una camiseta es más que una camiseta, porque en lo más pequeño se hace visible lo más grande, porque lo más grande se juega en lo más pequeño. Era en 1995, ayer mismo. Mandela había salido de la cárcel pocos años antes –¡27 años de cárcel, todos ellos merecidos de acuerdo a la ley del poder que se erige en justicia!–. Todo el mundo esperaba que Mandela aplicara como mínimo la ley del talión. Hubiera sido “justo”.
Pero Nelson Mandela –¡bendito sea!– entendía la justicia de otra manera. En las tinieblas de la cárcel que dañaron sus ojos hasta el punto de que le dolían los ojos al mirar la luz, en esas tinieblas del horror descubrió la verdadera luz del alma que puede iluminar el mundo entero. Descubrió otra justicia, la única justicia digna de ese nombre. No la venganza desatada, ni la venganza controlada, ni el resentimiento arraigado. No la justicia del poder, sino la justicia de la piedad, la única que puede salvar la Tierra del terror, de la muerte, de la ruina total.
Nelson Mandela perdonó. Vuelve esta palabra y sé que es equívoca, tanto cuando se refiere al perdón divino como al perdón humano. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él un pobre hombre herido.
Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Nelson Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano que es lo divino. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció.
Esa es la justicia evangélica. Y su criterio es, a la vez, el más universal: “actúa con el prójimo como a ti te gustaría que actuaran contigo si te hallaras en su lugar”. Esa es, pues, la única justicia razonable, la única justicia que puede reparar a la humanidad y salvar el mundo. La justicia de Obama, ciega de poder, o la justicia de Mandela, llena de piedad: con todos los matices que quieras, he ahí la opción ineludible.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Encíclica del Patriarca Ecuménico Bartolomeo (fragm.)
Amados hermanos e hijos en Cristo:
En la celebración de cada liturgia sagrada, después de glorificar el nombre divino y bendecir el reino de los cielos, presentamos tres peticiones “al Señor”: “por la paz”, “por la paz en las alturas” y “por la paz en el mundo entero”. Ansiamos fervientemente que nuestro mundo refleje el Reino de Dios, que el amor de Dios reine “así en la tierra como en el cielo”.
Sin embargo, aunque esa paz es lo más destacado en nuestras oraciones, no siempre forma parte central de nuestros actos. Como discípulos fieles del Señor de la paz, debemos buscar constantemente y proclamar persistentemente vías alternativas que rechacen la violencia y la guerra. Puede que el conflicto humano sea inevitable en nuestro mundo, pero la guerra y la violencia ciertamente no lo son. Si se recordara por algo el presente siglo, podría ser por “[seguir] lo que contribuye a la paz” (Ro 14:19).
La búsqueda de la paz siempre ha supuesto un desafío. No obstante, nuestra situación actual no tiene precedentes en dos aspectos por lo menos. En primer lugar, nunca antes ha sido posible que un grupo de seres humanos erradique a tanta gente a la vez; en segundo lugar, nunca antes la humanidad ha estado en condiciones de destruir una parte tan grande del planeta desde el punto de vista medioambiental. Nos enfrentamos a circunstancias radicalmente nuevas que nos exigen un compromiso con la paz igualmente radical. (...)
Ahora, la búsqueda de la paz exige un cambio completo y radical de lo que se ha convertido en el modo de supervivencia normativo en nuestro mundo. La paz requiere un sentido de conversión o metanoia; requiere compromiso y coraje. Además, el establecimiento de la paz es una cuestión de elección individual e institucional. Está en nuestras manos aumentar el daño causado a nuestro mundo o contribuir a su sanación. Una vez más, es una cuestión de elección.
La justicia y la paz son temas centrales en las Escrituras. Sin embargo, como cristianos ortodoxos, también recordamos la profunda tradición de la Filocalia, que pone énfasis en que la paz siempre –y en última instancia– comienza en el corazón. En palabras de san Isaac el Sirio en el siglo VII: “Estate en paz con tu alma; entonces, el cielo y la tierra estarán en paz contigo”. No obstante, esta paz interior debe manifestarse en todos los aspectos de nuestra vida y nuestro mundo.(...)
En un mundo cada vez más complejo y violento, las iglesias cristianas han reconocido que trabajar por la paz constituye una expresión primordial de su responsabilidad de cara a la vida del mundo. Se las desafía a que vayan más allá de las meras denuncias retóricas de la violencia, la opresión y la injusticia y encarnen sus juicios éticos en acciones que contribuyan a una cultura de paz. Esta responsabilidad se basa en la bondad esencial de todos los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios y en la bondad de todo lo que Dios ha creado.
La paz está inextricablemente vinculada al concepto de la justicia y la libertad que Dios ha concedido a todos los seres humanos por medio de Cristo y la obra del Espíritu Santo como don y vocación. Constituye un modo de vida que refleja la participación humana en el amor de Dios por el mundo. La naturaleza dinámica de la paz como don y vocación no niega la existencia de tensiones, que forman un elemento intrínseco de las relaciones humanas, pero puede mitigar su fuerza destructiva aportando justicia y reconciliación.
La iglesia entiende la paz y el establecimiento de la paz como un aspecto indispensable de su vida y misión en el mundo. Basa esta convicción de fe en la plenitud de la tradición bíblica debidamente interpretada a través de la experiencia y práctica litúrgica de la iglesia. La eucaristía proporciona el espacio en que uno percibe y experimenta la plenitud de la fe cristiana en la historia de la revelación de Dios. Refleja la imagen de la vida trinitaria de Dios en los seres humanos y se relaciona en el amor con la totalidad del mundo creado.
Esta experiencia escatológica de estar en comunión con Dios y de participar en el amor de Dios por el mundo creado proporciona la clave hermenéutica por la cual la comunidad interpreta existencialmente la plenitud de la tradición cristiana, incluidas las Escrituras, y estructura la vida y la misión de la iglesia en el mundo. El amor es el núcleo de la revelación de Dios tal y como es revelado en Jesucristo. Así, en la tradición patrística se creyó que los textos violentos de las Escrituras hacían referencia a la lucha espiritual del creyente contra el demonio, el mal y el pecado. Esta interpretación da a entender que, en su opinión, el Dios de Jesucristo y la fe cristiana no se pueden identificar con la violencia.
Paradójicamente, sin embargo, no podemos darnos cuenta del impacto que nuestras actitudes y acciones tienen sobre otras personas y sobre el entorno natural hasta que estamos dispuestos a sacrificar algunas de las cosas que hemos aprendido a valorar más. Muchos de nuestros esfuerzos por la paz son inútiles porque no estamos dispuestos a renunciar a la manera establecida de derrochar y desear. Nos negamos a renunciar al consumismo derrochador y al nacionalismo orgulloso. En el establecimiento de la paz es fundamental que nos percatemos del impacto de nuestras prácticas sobre otras personas (en especial, los pobres) y sobre el medio ambiente. Precisamente por eso no puede haber paz sin justicia.
“Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5:9). Transformarnos y ser llamados hijos de Dios es alejarnos de lo que queremos para acercarnos a lo que quiere Dios, y pasar de lo que sirve a nuestros propios intereses a lo que respeta los derechos de los demás. Hemos de reconocer que todos los seres humanos, y no solo una minoría, merecen compartir los recursos de este mundo.
Esta es la paz que nuestro Señor resucitado ofreció a sus discípulos y la esperanza de nuestro Señor para todos sus hijos. Es también esta misma paz, que “sobrepasa todo entendimiento” (Flp 4:7), la que invocamos sobre todos ustedes desde el trono de mártir y la iglesia madre de Constantinopla.
Su fervoroso suplicante ante Dios,
Bartolomeo
Arzobispo de Constantinopla y Nueva Roma y Patriarca Ecuménico
Fuente: Consejo Mundial de Iglesias
En la celebración de cada liturgia sagrada, después de glorificar el nombre divino y bendecir el reino de los cielos, presentamos tres peticiones “al Señor”: “por la paz”, “por la paz en las alturas” y “por la paz en el mundo entero”. Ansiamos fervientemente que nuestro mundo refleje el Reino de Dios, que el amor de Dios reine “así en la tierra como en el cielo”.
Sin embargo, aunque esa paz es lo más destacado en nuestras oraciones, no siempre forma parte central de nuestros actos. Como discípulos fieles del Señor de la paz, debemos buscar constantemente y proclamar persistentemente vías alternativas que rechacen la violencia y la guerra. Puede que el conflicto humano sea inevitable en nuestro mundo, pero la guerra y la violencia ciertamente no lo son. Si se recordara por algo el presente siglo, podría ser por “[seguir] lo que contribuye a la paz” (Ro 14:19).
La búsqueda de la paz siempre ha supuesto un desafío. No obstante, nuestra situación actual no tiene precedentes en dos aspectos por lo menos. En primer lugar, nunca antes ha sido posible que un grupo de seres humanos erradique a tanta gente a la vez; en segundo lugar, nunca antes la humanidad ha estado en condiciones de destruir una parte tan grande del planeta desde el punto de vista medioambiental. Nos enfrentamos a circunstancias radicalmente nuevas que nos exigen un compromiso con la paz igualmente radical. (...)
Ahora, la búsqueda de la paz exige un cambio completo y radical de lo que se ha convertido en el modo de supervivencia normativo en nuestro mundo. La paz requiere un sentido de conversión o metanoia; requiere compromiso y coraje. Además, el establecimiento de la paz es una cuestión de elección individual e institucional. Está en nuestras manos aumentar el daño causado a nuestro mundo o contribuir a su sanación. Una vez más, es una cuestión de elección.
La justicia y la paz son temas centrales en las Escrituras. Sin embargo, como cristianos ortodoxos, también recordamos la profunda tradición de la Filocalia, que pone énfasis en que la paz siempre –y en última instancia– comienza en el corazón. En palabras de san Isaac el Sirio en el siglo VII: “Estate en paz con tu alma; entonces, el cielo y la tierra estarán en paz contigo”. No obstante, esta paz interior debe manifestarse en todos los aspectos de nuestra vida y nuestro mundo.(...)
En un mundo cada vez más complejo y violento, las iglesias cristianas han reconocido que trabajar por la paz constituye una expresión primordial de su responsabilidad de cara a la vida del mundo. Se las desafía a que vayan más allá de las meras denuncias retóricas de la violencia, la opresión y la injusticia y encarnen sus juicios éticos en acciones que contribuyan a una cultura de paz. Esta responsabilidad se basa en la bondad esencial de todos los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios y en la bondad de todo lo que Dios ha creado.
La paz está inextricablemente vinculada al concepto de la justicia y la libertad que Dios ha concedido a todos los seres humanos por medio de Cristo y la obra del Espíritu Santo como don y vocación. Constituye un modo de vida que refleja la participación humana en el amor de Dios por el mundo. La naturaleza dinámica de la paz como don y vocación no niega la existencia de tensiones, que forman un elemento intrínseco de las relaciones humanas, pero puede mitigar su fuerza destructiva aportando justicia y reconciliación.
La iglesia entiende la paz y el establecimiento de la paz como un aspecto indispensable de su vida y misión en el mundo. Basa esta convicción de fe en la plenitud de la tradición bíblica debidamente interpretada a través de la experiencia y práctica litúrgica de la iglesia. La eucaristía proporciona el espacio en que uno percibe y experimenta la plenitud de la fe cristiana en la historia de la revelación de Dios. Refleja la imagen de la vida trinitaria de Dios en los seres humanos y se relaciona en el amor con la totalidad del mundo creado.
Esta experiencia escatológica de estar en comunión con Dios y de participar en el amor de Dios por el mundo creado proporciona la clave hermenéutica por la cual la comunidad interpreta existencialmente la plenitud de la tradición cristiana, incluidas las Escrituras, y estructura la vida y la misión de la iglesia en el mundo. El amor es el núcleo de la revelación de Dios tal y como es revelado en Jesucristo. Así, en la tradición patrística se creyó que los textos violentos de las Escrituras hacían referencia a la lucha espiritual del creyente contra el demonio, el mal y el pecado. Esta interpretación da a entender que, en su opinión, el Dios de Jesucristo y la fe cristiana no se pueden identificar con la violencia.
Paradójicamente, sin embargo, no podemos darnos cuenta del impacto que nuestras actitudes y acciones tienen sobre otras personas y sobre el entorno natural hasta que estamos dispuestos a sacrificar algunas de las cosas que hemos aprendido a valorar más. Muchos de nuestros esfuerzos por la paz son inútiles porque no estamos dispuestos a renunciar a la manera establecida de derrochar y desear. Nos negamos a renunciar al consumismo derrochador y al nacionalismo orgulloso. En el establecimiento de la paz es fundamental que nos percatemos del impacto de nuestras prácticas sobre otras personas (en especial, los pobres) y sobre el medio ambiente. Precisamente por eso no puede haber paz sin justicia.
“Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5:9). Transformarnos y ser llamados hijos de Dios es alejarnos de lo que queremos para acercarnos a lo que quiere Dios, y pasar de lo que sirve a nuestros propios intereses a lo que respeta los derechos de los demás. Hemos de reconocer que todos los seres humanos, y no solo una minoría, merecen compartir los recursos de este mundo.
Esta es la paz que nuestro Señor resucitado ofreció a sus discípulos y la esperanza de nuestro Señor para todos sus hijos. Es también esta misma paz, que “sobrepasa todo entendimiento” (Flp 4:7), la que invocamos sobre todos ustedes desde el trono de mártir y la iglesia madre de Constantinopla.
Su fervoroso suplicante ante Dios,
Bartolomeo
Arzobispo de Constantinopla y Nueva Roma y Patriarca Ecuménico
Fuente: Consejo Mundial de Iglesias
jueves, 5 de mayo de 2011
¿DÓNDE EL GOZO? Reflexión a la muerte de Osama Bin Laden . Por Koldo Aldai
Nunca celebrar un aliento apagado, nunca alegría por la muerte infringida a un ser humano, ya haya tumbado grandes torres llenas de gente, ya haya sembrado terror por la faz de la tierra entera. Nunca gozo al segar una vida, ya sea el origen de muchas tragedias. Si en verdad hay extremos en los que es necesario acabar con un ser humano para salvaguardar a otros muchos, ello no debiera jamás dar pábulo al júbilo.
Toda vida es sagrada, también la de Bin Laden, por más que el asalto a su mansión con la posterior muerte pudiera encontrar alguna remota justificación al no poder capturarlo vivo. El gozo televisado de Occidente por la ejecución del líder violento sólo puede agrandar la brecha civilizacional. En estos momentos en los que es especialmente importante cuidar las relaciones entre la cruz y la media luna, esa algarabía por las calles de Nueva York y Washington no ayuda en absoluto.
“Hoy podemos decir a los familiares de las víctimas del 11S que esta noche se ha hecho justicia”, ha declarado Obama. Una nación podrá defenderse privando de la libertad a un ser humano, podrá incluso, en un grado límite, privarle de la vida con la exclusiva condición de no poder atraparlo de otra forma y resultar una enorme amenaza para la integridad de otras muchas personas. Estaremos, en cualquier caso, ante una cuestión de defensa de la vida, nunca de justicia.
Podemos regular la convivencia, asegurar el derecho inalienable a la vida que Dios nos ha dado, pero no hay en ningún calendario, ninguna noche para “hacer justicia”. Esa suerte de última e irreparable “justicia” es de otros mundos, de otras esferas, de otros discernimientos que han subyugado por entero la emocionalidad, que han alcanzado esa mente superior no contaminada. La palabra justicia queda muy grande para el diminuto humano. No somos dignos de “justicias” de esos calibres, ni siquiera el más leído letrado.
El sentimiento de alivio en algunas personas puede ser comprensible, pero no así el de gozo. Ese gozo, además de éticamente escaso y censurable, invita a la venganza por parte de una Al Qaeda aún viva. No nos alegramos por la muerte de Bin Laden, por la de ningún ser humano. Dejemos las fiestas para otros motivos, para cuando calle la última bomba, para cuando se vacíe el último cargador, para cuando el humano supere el paradigma de la cruda confrontación en el que aún se halla aún inmerso. Por supuesto abandonemos el sentimiento de victoria y venganza consumada que planea sobre el imaginario de tantos.
Nunca hay victoria si hay que disparar sobre un humano. La civilización es un lugar luminoso en el mapa en el que no hay veda libre para la caza a muerte ni siquiera de los tiranos, ni de los terroristas más sanguinarios. Si en una determinada situación hay que acabar con una mente poderosa, enferma de fanatismo, ello no dejará de ser, siquiera en alguna pequeña medida, un fracaso de nuestra condición humana, nunca un triunfo. La venganza, por lo demás, siempre será un magro objetivo. Cuando se plantea a esta escala global sólo puede traer más sangre y dolor para unos y otros en el futuro. Salir de la espiral de la venganza, cualquiera que sea su móvil u escenario, es uno de los mayores retos humanos.
El “God bless America” de Obama después de evocar esa particular justicia se nos antojaba algo provinciano y excluyente. Dios bendice a todos/as por igual, ya profesen una religión u otra, ya tengan el pasaporte de la nación más poderosa del mundo, ya de la más humilde. Sin embargo la nación más poderosa sí tiene añadida responsabilidad. Al mostrar músculo militar, tiene también que manifestar músculo ético y moral. La fuerza de una nación no radica en los helicópteros de la Navy Seals, en sus entrenados soldados, en su ingente poderío bélico. La fuerza de una nación radica en la inteligente, generosa y siempre altruista utilización de esos medios, siempre al servicio de nobles ideales, nunca de la hinchada patriótica de turno.
Toda vida es sagrada, también la de Bin Laden, por más que el asalto a su mansión con la posterior muerte pudiera encontrar alguna remota justificación al no poder capturarlo vivo. El gozo televisado de Occidente por la ejecución del líder violento sólo puede agrandar la brecha civilizacional. En estos momentos en los que es especialmente importante cuidar las relaciones entre la cruz y la media luna, esa algarabía por las calles de Nueva York y Washington no ayuda en absoluto.
“Hoy podemos decir a los familiares de las víctimas del 11S que esta noche se ha hecho justicia”, ha declarado Obama. Una nación podrá defenderse privando de la libertad a un ser humano, podrá incluso, en un grado límite, privarle de la vida con la exclusiva condición de no poder atraparlo de otra forma y resultar una enorme amenaza para la integridad de otras muchas personas. Estaremos, en cualquier caso, ante una cuestión de defensa de la vida, nunca de justicia.
Podemos regular la convivencia, asegurar el derecho inalienable a la vida que Dios nos ha dado, pero no hay en ningún calendario, ninguna noche para “hacer justicia”. Esa suerte de última e irreparable “justicia” es de otros mundos, de otras esferas, de otros discernimientos que han subyugado por entero la emocionalidad, que han alcanzado esa mente superior no contaminada. La palabra justicia queda muy grande para el diminuto humano. No somos dignos de “justicias” de esos calibres, ni siquiera el más leído letrado.
El sentimiento de alivio en algunas personas puede ser comprensible, pero no así el de gozo. Ese gozo, además de éticamente escaso y censurable, invita a la venganza por parte de una Al Qaeda aún viva. No nos alegramos por la muerte de Bin Laden, por la de ningún ser humano. Dejemos las fiestas para otros motivos, para cuando calle la última bomba, para cuando se vacíe el último cargador, para cuando el humano supere el paradigma de la cruda confrontación en el que aún se halla aún inmerso. Por supuesto abandonemos el sentimiento de victoria y venganza consumada que planea sobre el imaginario de tantos.
Nunca hay victoria si hay que disparar sobre un humano. La civilización es un lugar luminoso en el mapa en el que no hay veda libre para la caza a muerte ni siquiera de los tiranos, ni de los terroristas más sanguinarios. Si en una determinada situación hay que acabar con una mente poderosa, enferma de fanatismo, ello no dejará de ser, siquiera en alguna pequeña medida, un fracaso de nuestra condición humana, nunca un triunfo. La venganza, por lo demás, siempre será un magro objetivo. Cuando se plantea a esta escala global sólo puede traer más sangre y dolor para unos y otros en el futuro. Salir de la espiral de la venganza, cualquiera que sea su móvil u escenario, es uno de los mayores retos humanos.
El “God bless America” de Obama después de evocar esa particular justicia se nos antojaba algo provinciano y excluyente. Dios bendice a todos/as por igual, ya profesen una religión u otra, ya tengan el pasaporte de la nación más poderosa del mundo, ya de la más humilde. Sin embargo la nación más poderosa sí tiene añadida responsabilidad. Al mostrar músculo militar, tiene también que manifestar músculo ético y moral. La fuerza de una nación no radica en los helicópteros de la Navy Seals, en sus entrenados soldados, en su ingente poderío bélico. La fuerza de una nación radica en la inteligente, generosa y siempre altruista utilización de esos medios, siempre al servicio de nobles ideales, nunca de la hinchada patriótica de turno.
miércoles, 4 de mayo de 2011
No me regocijaré con la muerte de nadie
"Lloraré la pérdida de miles de vidas preciosas, pero no me regocijaré con la muerte de nadie, ni siquiera de un enemigo. Dando odio por odio se multiplica el odio, añadiendo una oscuridad más profunda a una noche ya carente de estrellas. La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad: sólo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio, solo el amor puede hacer eso."
Martin Luther King, Jr.
El Director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, P. Federico Lombardi, dijo que la muerte del líder del grupo terrorista Al Qaeda, Osama Bin Laden, ocurrida en Pakistán, debe generar en los cristianos una reflexión para alcanzar la paz.
El domingo 1 de mayo el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció desde la Casa Blanca en Washington, que fuerzas militares de ese país ingresaron hace unos días a la residencia de Osama Bin Laden en donde se registró un enfrentamiento tras lo cual el líder de Al Qaeda murió.
Ante estos hechos el P. Lombardi emitió hoy una declaración en la que señala que "Osama Bin Laden, como sabemos todos, tuvo la gravísima responsabilidad de difundir división y odio entre los pueblos y de instrumentalizar las religiones con ese fin".
"Frente a la muerte de un hombre, un cristiano no se alegra nunca, pero reflexiona sobre la grave responsabilidad de cada uno ante Dios y ante los hombres y espera y se compromete para que cualquier acontecimiento no sea ocasión de un aumento posterior del odio, sino de la paz", concluyó.
Martin Luther King, Jr.
El Director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, P. Federico Lombardi, dijo que la muerte del líder del grupo terrorista Al Qaeda, Osama Bin Laden, ocurrida en Pakistán, debe generar en los cristianos una reflexión para alcanzar la paz.
El domingo 1 de mayo el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció desde la Casa Blanca en Washington, que fuerzas militares de ese país ingresaron hace unos días a la residencia de Osama Bin Laden en donde se registró un enfrentamiento tras lo cual el líder de Al Qaeda murió.
Ante estos hechos el P. Lombardi emitió hoy una declaración en la que señala que "Osama Bin Laden, como sabemos todos, tuvo la gravísima responsabilidad de difundir división y odio entre los pueblos y de instrumentalizar las religiones con ese fin".
"Frente a la muerte de un hombre, un cristiano no se alegra nunca, pero reflexiona sobre la grave responsabilidad de cada uno ante Dios y ante los hombres y espera y se compromete para que cualquier acontecimiento no sea ocasión de un aumento posterior del odio, sino de la paz", concluyó.
lunes, 2 de mayo de 2011
Perdonar es empezar de nuevo
Jacques Derrida lee a Jankelevitch y expresa su opinión acerca del perdón: solo lo imperdonable es objeto del perdón. Difícil de poner en práctica pero imprescindible pensarlo.
Jankélevitch, Vladimir. El Perdón. Ed. Seix Barral. Barcelona. 1999.
Francesc Torralba
Barcelona.
Una de las obra más sugerentes que se han escrito durante el siglo XX sobre la virtud del perdón es la del filósofo y musicólogo francés, Vladimir Jankélevitch (1903-1985), publicada en 1967, con el título Le pardón (El perdón, Seix Barral,1999).
No es fácil situar el pensamiento de este creador dentro de los sistemas filosóficos del siglo pasado, porque en cierto modo, no cabe estrictamente en ningún compartimiento. No es un marxista, ni un existencialista, ni un personalista, ni tampoco un estructuralista en el sentido ortodoxo del término. Su obra original y sugerente, todavía poco conocida y traducida en nuestro país, tiene un profundo signo moral y contiene reflexiones muy apropiadas sobre la vida práctica. Es remarcable su tratado sobre las virtudes y sus disquisiciones sobre el vitalismo de Bergson y el idealismo de Schelling, a quien dedicó su tesis doctoral que defendió en la Sorbona.
El perdón es una obra exitosa en muchos sentidos. Explora las dificultades en el ejercicio del perdón y define el perdón como un don libre, un acto de la voluntad, que se propone limpiar, empezar de nuevo, liberarse de una historia herida. El perdón es, en este sentido, terapéutico, higiénico, una operación catártica que permite liberarse del peso del pasado y tratar al otro como un nuevo ser. El perdón, tal como lo entiende Jankélévitch, no es una imposibilidad, pero tampoco es sencillo conseguirlo. Exige humildad y, a la vez, el tiempo juega un papel clave, porque perdonar la ofensa al momento es difícil, pero con la distancia que dan los años, es más viable el camino hacia la reconciliación.
La Carta de la Paz dirigida a la ONU no hace referencia directa al perdón, pero si describe unas serie de operaciones claves para restablecer la paz, para pacificar la historia. Lamentar las acciones injustas que se cometieron en el pasado, es un primer paso. Esto supone reconocerlas y tener la audacia de lamentarlas públicamente. El perdón también incluye este proceso. Sólo se puede pedir perdón, si se lamenta de todo corazón, lo que pasó, el mal que yo o los que me prendieron en el gobierno de una institución causaron. La lamentación pública no garantiza la reconciliación, pero es el primer paso. Hace falta además, resarcir, en la medida de lo posible el mal causado. El perdón como virtud, también exige este trabajo de reparar, no solo en el plano simbólico, sino también en el ético, social, económico y psicológico. Resarcir en la medida de lo posible los males causados, tampoco no garantiza la reconciliación, pero es un segundo escalón decisivo en la purificación de los males de la memoria.
Vladimir Jankélevitch sufrió, como también muchos otros intelectuales comprometidos del siglo XX, la persecución y el destierro. Cuando escribe sobre el perdón y sus condiciones de posibilidad, no elabora un discurso ahistórico, frívolo o banal, sino que sabe lo que pesan los resentimientos y los rencores al hacer las paces y darse la posibilidad de empezar de nuevo. Está bien leerlo y escucharlo.
Publicado por Carta de la Paz dirigida a la ONU
Jankélevitch, Vladimir. El Perdón. Ed. Seix Barral. Barcelona. 1999.
Francesc Torralba
Barcelona.
Una de las obra más sugerentes que se han escrito durante el siglo XX sobre la virtud del perdón es la del filósofo y musicólogo francés, Vladimir Jankélevitch (1903-1985), publicada en 1967, con el título Le pardón (El perdón, Seix Barral,1999).
No es fácil situar el pensamiento de este creador dentro de los sistemas filosóficos del siglo pasado, porque en cierto modo, no cabe estrictamente en ningún compartimiento. No es un marxista, ni un existencialista, ni un personalista, ni tampoco un estructuralista en el sentido ortodoxo del término. Su obra original y sugerente, todavía poco conocida y traducida en nuestro país, tiene un profundo signo moral y contiene reflexiones muy apropiadas sobre la vida práctica. Es remarcable su tratado sobre las virtudes y sus disquisiciones sobre el vitalismo de Bergson y el idealismo de Schelling, a quien dedicó su tesis doctoral que defendió en la Sorbona.
El perdón es una obra exitosa en muchos sentidos. Explora las dificultades en el ejercicio del perdón y define el perdón como un don libre, un acto de la voluntad, que se propone limpiar, empezar de nuevo, liberarse de una historia herida. El perdón es, en este sentido, terapéutico, higiénico, una operación catártica que permite liberarse del peso del pasado y tratar al otro como un nuevo ser. El perdón, tal como lo entiende Jankélévitch, no es una imposibilidad, pero tampoco es sencillo conseguirlo. Exige humildad y, a la vez, el tiempo juega un papel clave, porque perdonar la ofensa al momento es difícil, pero con la distancia que dan los años, es más viable el camino hacia la reconciliación.
La Carta de la Paz dirigida a la ONU no hace referencia directa al perdón, pero si describe unas serie de operaciones claves para restablecer la paz, para pacificar la historia. Lamentar las acciones injustas que se cometieron en el pasado, es un primer paso. Esto supone reconocerlas y tener la audacia de lamentarlas públicamente. El perdón también incluye este proceso. Sólo se puede pedir perdón, si se lamenta de todo corazón, lo que pasó, el mal que yo o los que me prendieron en el gobierno de una institución causaron. La lamentación pública no garantiza la reconciliación, pero es el primer paso. Hace falta además, resarcir, en la medida de lo posible el mal causado. El perdón como virtud, también exige este trabajo de reparar, no solo en el plano simbólico, sino también en el ético, social, económico y psicológico. Resarcir en la medida de lo posible los males causados, tampoco no garantiza la reconciliación, pero es un segundo escalón decisivo en la purificación de los males de la memoria.
Vladimir Jankélevitch sufrió, como también muchos otros intelectuales comprometidos del siglo XX, la persecución y el destierro. Cuando escribe sobre el perdón y sus condiciones de posibilidad, no elabora un discurso ahistórico, frívolo o banal, sino que sabe lo que pesan los resentimientos y los rencores al hacer las paces y darse la posibilidad de empezar de nuevo. Está bien leerlo y escucharlo.
Publicado por Carta de la Paz dirigida a la ONU
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