Nunca celebrar un aliento apagado, nunca alegría por la muerte infringida a un ser humano, ya haya tumbado grandes torres llenas de gente, ya haya sembrado terror por la faz de la tierra entera. Nunca gozo al segar una vida, ya sea el origen de muchas tragedias. Si en verdad hay extremos en los que es necesario acabar con un ser humano para salvaguardar a otros muchos, ello no debiera jamás dar pábulo al júbilo.
Toda vida es sagrada, también la de Bin Laden, por más que el asalto a su mansión con la posterior muerte pudiera encontrar alguna remota justificación al no poder capturarlo vivo. El gozo televisado de Occidente por la ejecución del líder violento sólo puede agrandar la brecha civilizacional. En estos momentos en los que es especialmente importante cuidar las relaciones entre la cruz y la media luna, esa algarabía por las calles de Nueva York y Washington no ayuda en absoluto.
“Hoy podemos decir a los familiares de las víctimas del 11S que esta noche se ha hecho justicia”, ha declarado Obama. Una nación podrá defenderse privando de la libertad a un ser humano, podrá incluso, en un grado límite, privarle de la vida con la exclusiva condición de no poder atraparlo de otra forma y resultar una enorme amenaza para la integridad de otras muchas personas. Estaremos, en cualquier caso, ante una cuestión de defensa de la vida, nunca de justicia.
Podemos regular la convivencia, asegurar el derecho inalienable a la vida que Dios nos ha dado, pero no hay en ningún calendario, ninguna noche para “hacer justicia”. Esa suerte de última e irreparable “justicia” es de otros mundos, de otras esferas, de otros discernimientos que han subyugado por entero la emocionalidad, que han alcanzado esa mente superior no contaminada. La palabra justicia queda muy grande para el diminuto humano. No somos dignos de “justicias” de esos calibres, ni siquiera el más leído letrado.
El sentimiento de alivio en algunas personas puede ser comprensible, pero no así el de gozo. Ese gozo, además de éticamente escaso y censurable, invita a la venganza por parte de una Al Qaeda aún viva. No nos alegramos por la muerte de Bin Laden, por la de ningún ser humano. Dejemos las fiestas para otros motivos, para cuando calle la última bomba, para cuando se vacíe el último cargador, para cuando el humano supere el paradigma de la cruda confrontación en el que aún se halla aún inmerso. Por supuesto abandonemos el sentimiento de victoria y venganza consumada que planea sobre el imaginario de tantos.
Nunca hay victoria si hay que disparar sobre un humano. La civilización es un lugar luminoso en el mapa en el que no hay veda libre para la caza a muerte ni siquiera de los tiranos, ni de los terroristas más sanguinarios. Si en una determinada situación hay que acabar con una mente poderosa, enferma de fanatismo, ello no dejará de ser, siquiera en alguna pequeña medida, un fracaso de nuestra condición humana, nunca un triunfo. La venganza, por lo demás, siempre será un magro objetivo. Cuando se plantea a esta escala global sólo puede traer más sangre y dolor para unos y otros en el futuro. Salir de la espiral de la venganza, cualquiera que sea su móvil u escenario, es uno de los mayores retos humanos.
El “God bless America” de Obama después de evocar esa particular justicia se nos antojaba algo provinciano y excluyente. Dios bendice a todos/as por igual, ya profesen una religión u otra, ya tengan el pasaporte de la nación más poderosa del mundo, ya de la más humilde. Sin embargo la nación más poderosa sí tiene añadida responsabilidad. Al mostrar músculo militar, tiene también que manifestar músculo ético y moral. La fuerza de una nación no radica en los helicópteros de la Navy Seals, en sus entrenados soldados, en su ingente poderío bélico. La fuerza de una nación radica en la inteligente, generosa y siempre altruista utilización de esos medios, siempre al servicio de nobles ideales, nunca de la hinchada patriótica de turno.
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