miércoles, 11 de mayo de 2011

Encíclica del Patriarca Ecuménico Bartolomeo (fragm.)

Amados hermanos e hijos en Cristo:

En la celebración de cada liturgia sagrada, después de glorificar el nombre divino y bendecir el reino de los cielos, presentamos tres peticiones “al Señor”: “por la paz”, “por la paz en las alturas” y “por la paz en el mundo entero”. Ansiamos fervientemente que nuestro mundo refleje el Reino de Dios, que el amor de Dios reine “así en la tierra como en el cielo”.
Sin embargo, aunque esa paz es lo más destacado en nuestras oraciones, no siempre forma parte central de nuestros actos. Como discípulos fieles del Señor de la paz, debemos buscar constantemente y proclamar persistentemente vías alternativas que rechacen la violencia y la guerra. Puede que el conflicto humano sea inevitable en nuestro mundo, pero la guerra y la violencia ciertamente no lo son. Si se recordara por algo el presente siglo, podría ser por “[seguir] lo que contribuye a la paz” (Ro 14:19).
La búsqueda de la paz siempre ha supuesto un desafío. No obstante, nuestra situación actual no tiene precedentes en dos aspectos por lo menos. En primer lugar, nunca antes ha sido posible que un grupo de seres humanos erradique a tanta gente a la vez; en segundo lugar, nunca antes la humanidad ha estado en condiciones de destruir una parte tan grande del planeta desde el punto de vista medioambiental. Nos enfrentamos a circunstancias radicalmente nuevas que nos exigen un compromiso con la paz igualmente radical. (...)
Ahora, la búsqueda de la paz exige un cambio completo y radical de lo que se ha convertido en el modo de supervivencia normativo en nuestro mundo. La paz requiere un sentido de conversión o metanoia; requiere compromiso y coraje. Además, el establecimiento de la paz es una cuestión de elección individual e institucional. Está en nuestras manos aumentar el daño causado a nuestro mundo o contribuir a su sanación. Una vez más, es una cuestión de elección.
La justicia y la paz son temas centrales en las Escrituras. Sin embargo, como cristianos ortodoxos, también recordamos la profunda tradición de la Filocalia, que pone énfasis en que la paz siempre –y en última instancia– comienza en el corazón. En palabras de san Isaac el Sirio en el siglo VII: “Estate en paz con tu alma; entonces, el cielo y la tierra estarán en paz contigo”. No obstante, esta paz interior debe manifestarse en todos los aspectos de nuestra vida y nuestro mundo.(...)
En un mundo cada vez más complejo y violento, las iglesias cristianas han reconocido que trabajar por la paz constituye una expresión primordial de su responsabilidad de cara a la vida del mundo. Se las desafía a que vayan más allá de las meras denuncias retóricas de la violencia, la opresión y la injusticia y encarnen sus juicios éticos en acciones que contribuyan a una cultura de paz. Esta responsabilidad se basa en la bondad esencial de todos los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios y en la bondad de todo lo que Dios ha creado.
La paz está inextricablemente vinculada al concepto de la justicia y la libertad que Dios ha concedido a todos los seres humanos por medio de Cristo y la obra del Espíritu Santo como don y vocación. Constituye un modo de vida que refleja la participación humana en el amor de Dios por el mundo. La naturaleza dinámica de la paz como don y vocación no niega la existencia de tensiones, que forman un elemento intrínseco de las relaciones humanas, pero puede mitigar su fuerza destructiva aportando justicia y reconciliación.
La iglesia entiende la paz y el establecimiento de la paz como un aspecto indispensable de su vida y misión en el mundo. Basa esta convicción de fe en la plenitud de la tradición bíblica debidamente interpretada a través de la experiencia y práctica litúrgica de la iglesia. La eucaristía proporciona el espacio en que uno percibe y experimenta la plenitud de la fe cristiana en la historia de la revelación de Dios. Refleja la imagen de la vida trinitaria de Dios en los seres humanos y se relaciona en el amor con la totalidad del mundo creado.
Esta experiencia escatológica de estar en comunión con Dios y de participar en el amor de Dios por el mundo creado proporciona la clave hermenéutica por la cual la comunidad interpreta existencialmente la plenitud de la tradición cristiana, incluidas las Escrituras, y estructura la vida y la misión de la iglesia en el mundo. El amor es el núcleo de la revelación de Dios tal y como es revelado en Jesucristo. Así, en la tradición patrística se creyó que los textos violentos de las Escrituras hacían referencia a la lucha espiritual del creyente contra el demonio, el mal y el pecado. Esta interpretación da a entender que, en su opinión, el Dios de Jesucristo y la fe cristiana no se pueden identificar con la violencia.
Paradójicamente, sin embargo, no podemos darnos cuenta del impacto que nuestras actitudes y acciones tienen sobre otras personas y sobre el entorno natural hasta que estamos dispuestos a sacrificar algunas de las cosas que hemos aprendido a valorar más. Muchos de nuestros esfuerzos por la paz son inútiles porque no estamos dispuestos a renunciar a la manera establecida de derrochar y desear. Nos negamos a renunciar al consumismo derrochador y al nacionalismo orgulloso. En el establecimiento de la paz es fundamental que nos percatemos del impacto de nuestras prácticas sobre otras personas (en especial, los pobres) y sobre el medio ambiente. Precisamente por eso no puede haber paz sin justicia.
“Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5:9). Transformarnos y ser llamados hijos de Dios es alejarnos de lo que queremos para acercarnos a lo que quiere Dios, y pasar de lo que sirve a nuestros propios intereses a lo que respeta los derechos de los demás. Hemos de reconocer que todos los seres humanos, y no solo una minoría, merecen compartir los recursos de este mundo.
Esta es la paz que nuestro Señor resucitado ofreció a sus discípulos y la esperanza de nuestro Señor para todos sus hijos. Es también esta misma paz, que “sobrepasa todo entendimiento” (Flp 4:7), la que invocamos sobre todos ustedes desde el trono de mártir y la iglesia madre de Constantinopla.
Su fervoroso suplicante ante Dios,
Bartolomeo
Arzobispo de Constantinopla y Nueva Roma y Patriarca Ecuménico

Fuente: Consejo Mundial de Iglesias

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