Las razones del éxito de los monjes de Tibhirine en el cine
Una respuesta para cuantos se preguntan si el deseo de Dios se encuentra todavía presente en nuestro tiempo. Para los que se interrogan sobre si creer en Dios, reconocerlo como familiar, es todavía razonable para un hombre del tercer milenio.
El éxito de la película sobre los monjes de Tibherine, que tanta atención está suscitando por todas partes, en todo el mundo, a mi parecer refleja el deseo ardiente del corazón de los hombres y mujeres de todas las latitudes que quieren encontrar el rostro de Dios. Y, por tanto, de la viviente necesidad que todos nosotros tenemos de testimonios auténticos, que nos ayuden a mantener nuestra mirada erguida.
En efecto, el testimonio auténtico no se deja reducir a “dar buen ejemplo”. Sino que resplandece, íntegramente, como método de conocimiento práctico de la realidad y de comunicación de la verdad. Este es un valor primario suyo respecto a cualquier otra forma de conocimiento y de comunicación: científica, filosófica, teológica, artística…
Un ejemplo luminoso de este método nos lo ofrece precisamente el texto del testamento espiritual del padre Christian de Chergé, prior del monasterio trapense de Notre-Dame de l’Atlas en Thiberine, Argelia, escrito tres años antes de ser masacrado con sus monjes: «Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido… En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la "gracia del martirio" debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam (…) por fin será liberada mi más punzante curiosidad: podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a Sus hijos del Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, también ellos frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo… Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás haciendo, sí, también por ti quiero decir este gracias, y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones colmados de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, Padre de los dos».
En esta página, que es una de las más bellas escritas en el siglo XX, se puede percibir plenamente que en el martirio cristiano encuentra su manifestación completa la narración que Dios hace de Sí mismo y la narración que nos permite a nosotros hacer de Él y en Su nombre.
El martirio, gracia que Dios concede a los inermes y que nadie puede pretender, es un gesto insuperable de unidad y de misericordia. Es la derrota de todo eclipse de Dios, su retorno en plenitud a través del ofrecimiento de la vida por parte de sus hijos. Una entrega de uno mismo que vence al mal, incluido el mal “injustificable”, porque reconstruye la unidad, también la unida con el asesino.
Al igual que Jesús toma sobre sí nuestro mal perdonándonos anticipadamente, así el mártir, como el padre Christian, abraza anticipadamente a su verdugo en nombre del don del amor del mismo Dios, que todos reconocen al menos como absoluto transcendente.
Sólo el testimonio digno de fe con-mueve la libertad del otro y le invita con fuerza a decidir. Como ha recordado eficazmente Benedicto XVI, se llega a ser testigos cuando «a través de nuestras acciones, palabras y modos de ser, Otro aparece y se comunica».
Los monjes de Tibherine nos despiertan y conmueven porque en su testimonio «Dios se expone, por así decir, al riesgo de la libertad del hombre».
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