Cuenta la anécdota de un pesebre viviente que prepararía con entusiasmo un grupo parroquial de niños, en el decurso de todo un año. Recién era marzo y ya se había lanzado el asunto, pues sería magno y lustroso.
El Cura había predicado, no hacía muchos domingos, seguramente con motivo de la Cuaresma, sobre el desafío personal de revertir la crónica obstinación con que el hombre rechaza a Dios. A uno de los chicos le había impresionado eso, aunque sin entender mucho...
A la hora de repartir los roles del pesebre viviente —delicado asunto— las catequistas se enfrentaban al inevitable deseo de todos los niños por ligar un rol más notorio. Todos querían hacer de José o María, y si no, de Rey Mago, o de Ángel, o al menos de pastorcito.
El chico mencionado sabía que no le costaría mucho ligar el rol que le interesaba, pues no era en absoluto de los más codiciados. Se acercó a la catequista y le dijo: yo quiero ser uno de los tantos posaderos a los que san José va a golpear la puerta pidiendo alojamiento. Y se lo dieron sin pestañar, claro. Era una breve línea, acompañada de un ademán de negación: —“No señor, aquí no hay lugar.”
Durante meses y meses hubo arreglos, ensayos, ajustes, repasos de libreto, de entradas y salidas de escena, y este posadero, sin fallar jamás, cumplía con su parte: —“No señor, aquí no hay lugar” —repetía con aire parco, meneando la cabeza.
Y llegó la noche de la representación. El pueblo entero estaba frente al amplio atrio de la iglesia, donde en gran despliegue escénico, se iniciaba la función. Magna obra: casi cien actores, con esmerados atuendos, delante de una escenografía majestuosa. No era en absoluto una puesta menor. Hasta suntuosa banda sonora tenía, y solemne locutor que con voz en off acompañaba el devenir del relato, con acotaciones, un tanto trilladas, pero piadosas al fin.
Y ahí avanza por el escenario una hermosa niña haciendo de encinta, de la mano de su José, quien golpea puertas, hasta llegar a la puerta de nuestro mencionado posadero. José no debía decir nada allí, pues la voz del relator estaba en pleno ejercicio, contando del drama en cuestión. Pero cuando todos los actores, catequistas, feligreses y la historia misma del relato aguardaban la delgada línea prevista —“No señor, aquí no hay lugar”— ocurrió lo imprevisto: el chico abrió la puerta de par en par, y con voz muy firme y ademán muy cortés espetó: —pasen, pasen, ya mismo les preparo lugar para ambos. Yo dormiré afuera, con los animales: será para mi un honor que el niño nazca en mi propia cama.
Y no conforme con ello, ante la mirada confundida de los jóvenes esposos, el mascullar del público y las grandes señas que le hacían las apuntadoras desde el foso, se arrodilló ante ambos y besando la almohadonada panza de la niña que hacía de María, completa su inédito libreto: —mía es la libertad para reescribir la historia y modificarla para siempre. El Niño, esta vez, nacerá en mi casa. Lo siento mucho.
Autor desconocido por esta redacción
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