“No volveré a recordarlo, no hablaré más en su nombre…” (Jer 20,8).
Fueron esas palabras de Jeremías las que vinieron a mi memoria dando nombre a mis sentimientos y deseos. Eran semejantes a las que acababa de pronunciar en mi entrevista con el mejor de mis amigos:
Me he equivocado, Demetrio, eras tú quien tenía razón cuando me dijiste que cometía un error al entrar en contacto con la secta de Jesús. Y también tienen razón los que me han reprochado haberme apartado del que fue mi camino de siempre, el mismo que siguieron mis antepasados. No debería haberme alejado de la lucha violenta contra el poder opresor romano, por la que tantos de mi sangre han dado la vida.
Desciendo, en efecto, de una familia de zelotas marcada, como tantas otras en Galilea, por un talante revolucionario. Por eso la noticia de mi aproximación al grupo de seguidores del Nazareno, había caído como un rayo entre mis parientes y conocidos.
La violencia con que los romanos sofocaban cualquier intento de protesta por parte del pueblo judío, me había hecho perder la esperanza en la posibilidad de liberarnos de su yugo y me encontraba sumergido en una honda crisis personal. Estaba tan necesitado de encontrar nuevos ideales que el anuncio de Jesús, el Mesías resucitado, fue como un destello de luz en medio de mis tinieblas.
Comencé a frecuentar el grupo que presidía Mateo y fui entusiasmándome poco a poco con lo que oía sobre Jesús. Me aceptaron en el grupo de los catecúmenos que íbamos a ser bautizados en la solemne noche pascual.
Pero en el intervalo se sucedieron algunos acontecimientos que tambalearon mi decisión: mi esposa y mis hijos mayores, que desde el principio se habían mostrado reticentes a mi distanciamiento de los ideales zelotas, se oponían ahora frontalmente a la costumbre de compartir los bienes que era habitual en la comunidad.
Por otra parte, y según se iba corriendo la voz de mi cambio de conducta y de mi nueva identidad de seguidor de la doctrina del Nazareno, mis antiguos compañeros en la lucha política comenzaron a establecer un cerco de oposición en torno a mí y a tejer una sutil red en la que envolverme: me hablaban de personajes que yo admiraba y que eran contrarios a los cristianos, me comunicaban los rumores que circulaban en torno a éstos, ridiculizaban ante mí sus prácticas y hasta los insultaban y calumniaban.
Todo parecía ponerse en contra mía porque en la comunidad acabábamos de leer el relato de Mateo sobre los cuarenta días de Jesús en el desierto y me costaba trabajo aceptar aquella visión de un Jesús tentado por Satanás: yo tenía una idea demasiado elevada del Mesías como para aceptar que hubiera estado sometido a prueba. “No fueron tentaciones reales”, pensé, “sería para darnos ejemplo...”
Tampoco podía comprender el porqué de aquel rechazo radical de Jesús a todo lo que significara fama, poder o posesión. Al fin y al cabo ¿no realizó después signos que causaron admiración en el pueblo? ¿No dio de comer a aquella multitud en el desierto y curó a tantos enfermos? Y además, ¿cómo conseguiríamos sus seguidores respeto y reconocimiento a nuestro alrededor si no dábamos muestra de cierto prestigio y dignidad?
Cuando llegué a mi casa me encontré con la visita inesperada de Paltiel, sin duda enviado por el grupo de mis antiguos compañeros. Me abordó indirectamente, como quien transmite los hechos de manera neutral, a la vez que halagaba mi vanidad:
– He oído últimamente hablar mucho de ti, pero no he dado crédito a los que dicen que tu comportamiento es extraño, que tratas con gente de ínfima condición, que has olvidado el honor de tu nombre y de tus antepasados y que te han captado unos renegados que han abandonado la circuncisión, las normas de pureza y las tradiciones pero, sobre todo, son ya indiferentes a la suerte de nuestro pueblo, se distancian públicamente de los que empuñan las armas, predican la mansedumbre y anuncian a un Mesías crucificado.
Yo te conozco bien y estoy seguro de que sigues siendo tan fiel a los ideales que siempre han unido a nuestro grupo; por eso vengo a proponerte que te pongas al frente de los que continúan empeñados en conseguir la liberación de nuestro pueblo. Ya hemos tomado posiciones, tenemos buenos contactos, contamos con dinero y con armas y sólo nos falta alguien con tu nombre y tu prestigio.
Cuando se marchó, me di cuenta con asombro de que, gracias a sus palabras, estaba comenzando a comprender el significado de las tentaciones de Jesús. Según él mismo recomendaba entré en mi aposento, cerré la puerta y hablé con el Padre desde lo secreto de mi corazón. Le pedí fuerza para vencer en el combate al que estaba sometido:
“No me dejes caer en la tentación, no permitas que me arrastren la ansiedad por el prestigio y el renombre, haz que la llamada de Jesús al servicio y a la mansedumbre sean más fuertes que mi inclinación a dominar y ejercer el poder”.
Me vino a la memoria un proverbio: “El corazón del rey es como una acequia: Dios lo conduce como quiere” (Pr 21,1). Y me di cuenta de que estaba el Espíritu a la obra en mi corazón para conducir la acequia turbulenta de mis deseos por los caminos del Mesías crucificado a quien quiero seguir...
Fuente: Fe adulta
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