jueves, 5 de abril de 2012

JUEVES: LA COMIDA

Algunas mujeres de la caleta pesquera se juntaron en la casa de un vecino y se pusieron a preparar todo para la comida. Amasaron pan, limpiaron los peces del lago antes de ponerlos a las brasas, repartieron cuencos con aceitunas y dátiles, llenaron vasijas con vino grueso y cortaron trozos de queso de cabra.
Los apóstoles se lamían los bigotes y se frotaban las manos mirando todo lo que se había colocado en los paños recortados de tela marinera que cubrían el suelo.
Esperaron a Jesús. Se demoraba el hombre. Fuera de la casa había mucha gente y Jesús le daba tiempo a cada cual. Escuchaba, imponía las manos, animaba a los decaídos, consolaba a los que cargaban penas, contaba pequeñas historias que se metían en el corazón. Comunicaba esperanza. No rechazaba a nadie. Repartía su tiempo, su cariño, su persona, como se reparte el pan cuando hay necesidad de comida o necesidad de sentirse prójimo.
Por eso cuando por fin entró a la casa y se recostó sobre los pequeños sacos de arena que hacían de almohadones para los comensales, nadie se extrañó que tomara un trozo de pan y lo repartiera entre todos tal como había hecho con su propia vida al atender a los que lo buscaban.
Tampoco extrañó nadie que dijera que ese pan repartido era su propia experiencia humana. Tomó la copa de vino e invitó a todos a beber, dando gracias a Dios por los dones de la tierra y por el trabajo de hombres y mujeres que habían puesto cosas buenas para compartir en esa tarde.
Lo hizo todo tan sencillamente que fue muy fácil para los de su grupo entender que el vino y el pan repartidos y compartidos eran la misma vida de Jesús que se entregaba a todos y no se reservaba nada.
Y prometieron hacer presente en sus vidas ese gesto cada vez que se reunieran a compartir la amistad.
Sin sentarnos a la mesa para compartir el vino, los panes y la vida, no puede haber Eucaristía. (ACR)



Fuente: El catalejo de Pepe -  blog

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