Este libro es fruto de un viaje a las Islas Malvinas en Noviembre del año 2000 y de la reflexión que fue surgiendo en mí a medida que el tiempo fue pasando y que los argentinos nos fuimos metiendo en un pozo cada vez más profundo. Mientras la crisis se precipitaba en 2001 y 2002, fui experimentando que haber estado en las islas acompañando a familiares de combatientes caídos para siempre durante la guerra y haber caminado con ellos por los campos de batalla y llorado en el cementerio de Darwin, me había dado un punto de partida que me permitía entender y vivir la realidad de mi país de una manera distinta a la que tenía antes.
En la soledad de aquellas piedras talladas por el viento encontré de una forma extraña las raíces de nuestra manera de ser, de algunos errores en los que caemos convencidos de estar haciendo lo correcto, de los desencuentros, las cobardías y las grandezas.
Desde aquel rincón del fin del mundo se ven más claras algunas cosas sobre la forma que en general tenemos los argentinos de abordar nuestra historia y nuestro presente. En el caso de Malvinas, que tiene fechas, nombres y paisajes acotados, es más fácil descubrir los errores de punto de vista. Lo que vivimos hoy es tan trágico como la guerra misma: millones de personas empujadas a la pobreza, jubilados estafados y niños muriendo de hambre. Y todo esto no por un cataclismo meteorológico sino por nuestra propia incapacidad de convivir y establecer mecanismos e instituciones que aseguren la justicia en el sentido más profundo de la palabra. Pero este fenómeno lo tenemos tan cerca que la reflexión es difícil. Sobre todo es más complicado descubrir los errores que cometemos en la manera de encarar las cosas.
Después de la experiencia vivida en Malvinas estoy convencido de que ya no sirve hablar desde las ideologías haciendo interminables relecturas de ideas o conceptos. Políticos, militares, las derechas, las izquierdas y otros cuantos tienen sus visiones sobre lo que pasó y lo que pasa. Esas discusiones huelen al siglo XIX y hablan de una forma y de unos temas que ya no importan.
Tampoco sirven los análisis hechos desde un sentimentalismo superficial. Parece que el melodrama ha ocupado el lugar de las ideologías. Esta forma de análisis tiene hoy muchos adeptos porque para desarrollarla ni siquiera hace falta haber pensado o leído algo en la vida. Se habla desde los sentimientos más superficiales y cada día se pueden decir cosas distintas porque siempre una nueva sensación reemplaza a la anterior. Esta tendencia está sin duda alimentada por la televisión que tiene una sorprendente capacidad para convertir la tragedia humana en espectáculo.
La reflexión desde este punto de vista está desenfocada, a mi parecer, no porque huela a siglo XIX como la anterior, sino porque no huele a nada, no es reflexión. A veces lo peor que nos pasa es el nivel lamentable de lo que se dice sobre lo que nos pasa.
¿Cómo volver a reflexionar seriamente sin convertirse en un catedrático del siglo pasado que dice cosas importantes que no sirven para nada? Ése es el desafío para quienes queremos pensar en lo que vive nuestra Patria. Creo que la respuesta se acerca si, en lugar de perdernos en intelectualizaciones o sentimentalismos, miramos la actitud con la que se hacen las cosas. No analizamos por lo general las actitudes y, sin embargo, ellas son claves en la vida y en la convivencia. En momentos de crisis tenemos que mirar las actitudes. ¿Por qué podemos sentirnos cerca de personas que tienen ideas muy distintas a las nuestras pero que comparten nuestra misma actitud?
Pero antes de hablar de las actitudes tengo que decir otra cosa. Soy cristiano, católico, sacerdote. Toda mi vida ha transcurrido en el ámbito de la Iglesia argentina a la cual amo, sufro y critico, como se ama sufre y critica a la propia familia, o a la Patria. No hablo ni pienso desde el lugar del escritor o el intelectual, ni desde el sitio del político o algún otro que no sea el mío. Soy un ciudadano argentino que mira todo lo que ocurre desde su lugar de cura.
Este lugar da un punto de observación distinto del habitual. Desde él se pueden palpar mejor algunas cosas. Por ejemplo, hasta dónde el prejuicio, con las actitudes que conlleva, empapa todas nuestras relaciones y las gobierna. Es también un punto de vista ideal para observar cómo en nuestra sociedad no importan las personas. Tenemos ideas muy distorsionadas los unos de los otros. El mecanismo de la descalificación funciona con una perfección asombrosa. “No existís”, “no existe”, son expresiones comunes a las que peligrosamente nos acostumbramos. En principio el otro no vale nada; sólo si demuestra su valor lo tendremos en cuenta. Pero lo consideraremos valioso para eso que demostró valer, no a él o a ella como personas.
Cansados de llegar tarde a todas las revoluciones y de mirar perplejos todas las transformaciones, no entendemos que el problema social ya pasó. No porque se haya solucionado sino porque ya se sabe que no tiene solución planteado como una cuestión económica, política o jurídica. El problema real es cultural. Es la crisis de la cultura - y con ella la de los valores - la que nos hizo pobres, no al revés. Son las actitudes las que nos separan, no las ideas. Nos estamos asfixiando en un pasillo cada vez más estrecho: es el laberinto de nuestros egoísmos y corralitos mentales. No es la falta de plata la que nos hace egoístas y crueles los unos con los otros, es el individualismo enfermizo el que nos ha hecho pobres.
Esto no se supera con exhortaciones a la generosidad: “tenemos que ser menos egoístas y más generosos”. No es un tema personal sino estructural. La cultura en la que vivimos es así. No sirve mostrar tal o cual persona generosa y ponerla de ejemplo para después decir que el cambio tiene que empezar por cada uno y entonces vamos a cambiar todos. Esto es cierto pero es un arma de doble filo. Se usa normalmente en el discurso de los que más responsabilidades tienen con el objetivo, consciente o no, de diluir las responsabilidades entre todos. También es cierto que para que haya cambios individuales debe evolucionar la sociedad en su conjunto y que es esa evolución la que genera cambios estructurales importantes. Necesitamos reflexionar sobre lo que nos pasa desde el punto de vista cultural más que desde el individual.
La cultura en la que vivimos es la que nos da los elementos que nos permiten responder de determinada manera en distintas circunstancias. Comparar culturas es comparar las formas que tienen las personas de convivir, ayudarse, pelear, amar, hacer familias o forjar amistades. Los miembros de una comunidad que vive en el desierto tienen conocimientos adquiridos en común que les permiten vivir allí y que no poseen los de la comunidad que vive en la montaña. Una persona que vive en la selva se siente perdida en la ciudad, pero no es sólo el tema arquitectónico lo que le complica la vida; lo realmente difícil es que su cultura, sus códigos de convivencia y supervivencia son otros. Sus conocimientos y actitudes no están preparados para los desafíos que ahora tiene. Le ocurre lo mismo a quien vive en la ciudad y se encuentra en la selva: no sabe algunas cosas y comete errores al reaccionar de acuerdo con lo que sabe. Corre peligro y se equivoca porque actuando bien según sus conocimientos, en realidad puede estar actuando mal teniendo en cuenta la nueva situación en la que se encuentra. Las respuestas que tiene incorporadas han dejado de ser una ayuda y se han convertido en un obstáculo.
Desde las Islas Malvinas se ve más claro que culturalmente no estamos preparados para el dolor o el sufrimiento, a veces ni siquiera para las dificultades más simples. No es que no haya problemas y sufrimientos de todo tipo, digo que nos falta capacidad para enfrentar esas situaciones y que muchísimo dolor se evitaría si la desarrolláramos. Y esta falta de capacidad no está relacionada sólo con “falta de temple” o “espíritu de sacrificio” sino con errores en la forma de encarar las cosas. Con desconocimientos. Con no saber qué hacer.
¿Quién no ha escuchado o dicho que “lo que nos hace falta es una guerra”, “pasar hambre en serio”, o cosas por el estilo? Bueno, ya tuvimos guerras y tenemos hambre, ¿qué aprendimos? Para aprender no es suficiente la dificultad también hace falta responder bien a ella. La dificultad puede servir para madurar o para terminar de hundirse, la clave está en la respuesta que damos no en el obstáculo en sí mismo.
No aporta nada buscar culpables afuera y decir que nuestra cultura es así ahora pero que antes no, y que todo empezó con la televisión y las series americanas. Muchas sociedades que reciben la misma influencia de Hollywood tienen culturas muy distintas a la nuestra y sus ciudadanos son patriotas, construyen una cultura del trabajo y se respetan unos a otros como personas. Menos aún sirve hablar de crisis de valores y ponerse melancólicos recordando otras épocas, (¡ésas eran épocas!), como si “ésas” no fueran las madres de éstas.
No creo que sea muy útil seguir discutiendo sobre los valores que no tenemos, ni las discusiones sobre valores y anti-valores. Es más urgente mirar los que sí tenemos. ¿Qué es lo que realmente nos mueve? ¿Por qué hacemos o dejamos de hacer cosas? ¿Por qué estoy dispuesto a dar la vida? Quizás descubramos que no es que no tenemos valores sino que nuestros valores son inconfesables. Declamamos unos valores pero realmente nos mueven otros.
Juan Pablo II dice que la clave para conocer y explicar una cultura está en la respuesta que esa cultura da a las cuestiones esenciales de la condición humana: el sentido de la vida, el dolor, la muerte, la dimensión religiosa de las personas. Según esto, todo se ordena en última instancia a partir de la idea que se tiene de Dios. ¿Cuál es nuestro Dios?, el real no el declamado. ¿A qué Dios ofrecemos sacrificios? ¿Qué Dios nos mueve?
Si queremos respuestas que no suenen a libro viejo y ya sabido y olvidado no tenemos que buscarlas en los debates teóricos. Hay un momento privilegiado para las respuestas de verdad: cuando el sufrimiento aparece con sus preguntas. Cuando la muerte anda cerca se caen muchas caretas. Tenemos que animarnos a mirar nuestras respuestas en esos momentos.
Todas las culturas tienen sus ritos fúnebres y allí los antropólogos descubren datos muy valiosos. Hace poco tuvimos dos guerras, una con ¿30.000? desaparecidos (aceptemos el número instalado culturalmente), y la otra con... ¿cuántos murieron en Malvinas?, en este caso no hay números convertidos en mito. Ahora mismo la desnutrición, la violencia, las enfermedades y muertes evitables son una realidad cotidiana, ¿Cómo afecta eso nuestros valores? ¿Cómo influye en nuestra cultura? ¿Vamos a quedarnos a vivir para siempre en el limbo de las ideas y de las explicaciones macroeconómicas? ¿Vamos a decir “qué barbaridad” y cambiar de canal?
Este libro propone, en primer lugar, reflexionar sobre algunos errores que me parece que cometemos a la hora de vivir experiencias de dolor y sufrimiento. En muchas ocasiones guardamos con devoción los dolores pero sin hacer nada por superarlos, entenderlos, ponerlos en una perspectiva que nos permita seguir adelante. Después nos detendremos sobre el tema de las palabras. En Malvinas se redescubre la importancia que tienen las palabras para curar. Hablar, escribir, compartir, para encontrar respuestas y no sólo opiniones, es una tarea irremplazable. Nuestra desconfianza en las palabras nos cierra la puerta de salida de muchas situaciones dolorosas.
También me pareció interesante mirar una extraña manera que tenemos de responder a la injusticia y los sufrimientos que vienen con ella. Nos indigna la injusticia pero no ponemos pasión en la justicia, buscamos atajos. Dos de estos atajos son, en primer lugar, una solidaridad mal entendida y en segundo, un concepto muy confuso de lo que es el perdón y la reconciliación.
Finalmente, la narración de los momentos más inolvidables de esos días, nos puede permitir volver a tocar y sentir el dolor que sigue vivo en ese lejano rincón de la Patria.
Lo que está escrito son mis reflexiones, pero lo que sirve es la reflexión que hagamos juntos. El drama que vivimos en nuestra Patria es suficientemente grave como para que todos sepamos que es poco lo que podemos aportar y que es muy urgente que lo aportemos. Quizás así empecemos a construir una cultura en la que los maestros y los sabios sean aquellos que tengan la capacidad de transmitir la experiencia del dolor sin transmitir el dolor.
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