Hoy es la mañana de la Resurrección. Jesús vuelve a presentarse a los discípulos que lo han abandonado. No hay ninguna palabra de reproche, viene a darles la paz que han perdido al abandonarlo y al sentirse abandonados. Pero eso ya pasó. Ahora aparece una paz nueva, la paz de una presencia sin reclamos.
¿Puede ser? ¿Qué nos sorprende más, que esté vivo o que no nos recrimine nada? Jesús aparece como es, como siempre ha sido: el que borra los pecados, el que no se detiene en nuestras miserias ni quiere que nos demoremos nosotros en ellas, el que come con los pecadores sabiendo que son pecadores, el que no tiene que rendirle cuentas a nadie porque no está sometido a ninguna ley, el que responde a nuestras dudas diciendo ¿por qué tomas a mal que yo sea bueno?
Lo increíble no es solamente que está vivo, sino que estando vivo vuelva a nosotros a darnos la paz como si no le hubieramos hecho nada. Lo impresionante es que pasa por encima de todos nuestros pecados como si no existieran ¿Y por qué esto nos asombra? Porque si él hace eso, en ese mismo momento nuesros pecados dejan de existir; si no existen para él ¿para quién habrían de existir? ¿Por qué nuestros pecados van a seguir ahí, torturando en nuestra conciencia, si no existen para él?
Nuestra soberbia se resiste: ¿Cómo nos van a perdonar así, tan fácil?
¿Tan fácil? Fácil para nosotros, pero no para él. Sus heridas nos han curado.
¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno? ¿Miras tus pecados porque te duelen, o porque son una manera de mirarte a ti mismo? Deja de mirarte y abre los ojos hacia afuera, ya no es tiempo de golpearse el pecho sino de ser testigo, ya no es tiempo de lamentos sino de anuncios: ése Jesús que ustedes mataron está vivo, ha vuelto lleno de amor, como siempre, lleno de compasión, como siempre, mirando lo mejor de nosotros mismos, amándonos como lo necesitamos y no como nos lo merecemos, como siempre.
Regresemos a la primera pregunta, que esta mañana suena diferente: "Señor, ¿dónde vives?" Y vayamos con él.
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