domingo, 1 de abril de 2012


MALVINAS II - "SOPLAR SOBRE LA HERIDA". JORGE OESTERHELD. Cápítulo II de su libro publicado por Lumen
El alojamiento era en una posada en la que había que compartir las habitaciones y éramos todos muy distintos. Personas completamente diferentes que teníamos que poner en común, por unos días, realidades muy profundas de nuestras vidas en un contexto extraño y cargado de significaciones. Eran más o menos las cuatro de la mañana y llegábamos silenciosos a esa pequeña ciudad de casas de colores. El cielo estaba lleno de nubes pero se notaba la luz, en ese confín de la tierra en verano casi no hay noche. El viento, siempre presente, nos seguía a todas partes.

Pese a las dificultades la actitud de todos fue excelente. Mi sensación era de sorpresa. Pensaba que la convivencia sería más difícil. Todavía no había aprendido algo que me enseñarían esos días: a distinguir para siempre en mi vida el sufrimiento de las quejas. Los que sufren en serio se quejan poco. Cuando se llega al lugar donde la guerra realmente estuvo y con personas en las que ese dolor aún vive, importan poco la falta de baño, la puerta rota, el espacio reducido. Los dueños del lugar fueron amables, para ellos tampoco era fácil. Los miedos sobre una recepción hostil seguían diluyéndose.

Apenas dormí un par de horas y salí a caminar. Serían las siete de la mañana, a las ocho había que desayunar y a las nueve salir hacia el cementerio de Darwin. Caminaba solo. En realidad estaba solo por primera vez después de muchísimo tiempo. Para ser sincero me parecía que hacía un siglo que no tenía un minuto de intimidad. Para mí son importantes los tiempos de soledad y estar siempre con gente me agobia un poco. No había un alma en la calle. Mucho viento y mucho frío. Instintivamente caminé hacia el mar que estaba a una cuadra. Tenía ganas de llorar y no sabía por qué. “Dios mío, ¿qué hago acá?”

Es común que nos pregunten a los curas cómo hacemos para estar tantas veces en la vida muy cerca del dolor. Nos dicen: “¿Cómo hacés para bancarte todo lo que tenés que escuchar?”. Cuando contaba que iba a ir a Malvinas con un grupo de familiares a celebrar la misa en el cementerio de Darwin muchos se admiraban y me advertían sobre lo difícil que sería. Y después del viaje muchos me preguntan sobre lo que sentí en esos días. La verdad es que no es tan heroico como parece. Lo difícil de ser cura no es el momento de la confesión o de la visita a un enfermo o del velatorio; lo que importa es vivir de una manera que te permita hacer eso con sencillez y normalidad.

“Dios mío, ¿qué hago acá?” Cuando se tiene la oportunidad de acompañar a otras personas en el momento del sufrimiento uno se alegra de tener la fe que tiene y de encontrar en la Biblia tantas palabras que ponen luz en el dolor. Siempre es extraordinario ver cómo la Biblia se toma tan en serio el sufrimiento humano, no se escapa del problema, no mira para otro lado ni propone caminos de evasión. En la Biblia, como en la vida, el sufrimiento humano está presente como algo que no debería estar.

Es misterio que deja sin palabras y no se proponen soluciones simples o frases hechas como consuelo. No encontramos en esos textos ninguna de esas respuestas convencionales y vacías a las que nos ha acostumbrado esa atmósfera de cristianismo superficial en la que vivimos. Profetas, sabios, mártires, santos, nos hablan deshechos por el sufrimiento pero sostenidos por su fe y nos conducen de la mano hacia el misterio que se esconde en el dolor. El mismo Jesús se muestra sensible a todo dolor humano; nunca es testigo de un padecimiento sin quedar conmovido, pero no siempre lo suprime sino que lo consuela y es capaz de cambiarlo en alegría, pues en sus enseñanzas el dolor prepara para recibir el Reino, para entender su Palabra, para conocerlo a Él.

“Dios mío, ¿qué hago acá?” La pregunta vuelve una vez más y las respuestas que otras veces sirvieron no aparecen. El viento y el frío sacan algunas lágrimas de mis ojos. Siento cómo instantes después el mismo viento las seca sobre mi cara. Algo me recuerda el gesto de soplar sobre una herida para que se seque, se alivie, se cure. Repentinamente aparece la respuesta: soplar la herida. Eso es, ¿qué hago acá? Soplar sobre la herida.

Poco a poco fueron apareciendo otros que no podían esperar más en el hotel y habían salido a caminar. La señora América, mamá de un soldadito, se acercó a mí cuando estaba por entrar en la Iglesia Anglicana y me acompañó. Casi no hablamos y nos pusimos a rezar. El templo era muy acogedor e invitaba a la oración. Ella y su hija, Indiana, que la acompañaba, (sus nombres se cargaban de riqueza simbólica en ese lugar) fueron de las que estuvieron en todas las misas y eran también de las que estaban más acostumbradas a una práctica religiosa. Con la emoción siempre presente en la mirada tenían ese tipo de fe que tanto conmueve: la fe de los que siguen rezando al mismo Dios que una vez los desilusionó.

En realidad ésa era la característica de la mayoría de los que integraban el grupo y por eso los momentos de oración tenían tanta intensidad. Ésa fue también una de las mayores riquezas que recibí en esos días. Al mezclarse mi fe con la de gente tan creyente mi fe salió fortalecida y purificada. Como el fuego purifica el agua al hacerla hervir y elimina así todo lo que no es agua, así esa fe pura, incandescente, purificó la mía tantas veces contaminada de superficialidades o comodidades.

Sí, esas personas, como Job en la Biblia, confiaban en el mismo Dios que los había desilusionado y los había dejado de su mano en el momento de la desesperación.

Ya sé que Dios nunca nos deja de su mano y que nos acompaña siempre. Pero no es ésa la sensación que tenemos en algunos momentos y es maravilloso que la confianza en Dios sea una vivencia más fuerte que la sensación de abandono de Dios que se puede tener el día que se pierde un hijo. Esas personas que tienen esa manera tan pura de creer recuerdan la fe de Pedro. Cuando Jesús les pregunta a sus discípulos si ellos también se quieren ir Pedro contesta: “Señor, ¿adónde vamos a ir?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Jesús había dicho en su discurso cosas muy difíciles de aceptar. Todos lo dejan. Lo toman por loco como seguramente lo haríamos nosotros. Y cuando Jesús pregunta a sus amigos si ellos también se van, Pedro no dice, “no, nosotros nos quedamos porque estamos de acuerdo con lo que acabas de decir, nos parece muy bien”; no, dice “¿adónde vamos a ir?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. No entendió nada, como los que se van, pero se queda. Se queda apoyado en una intuición, “palabras de vida eterna”. Se queda porque no tiene otra cosa que valga la pena, “¿adónde vamos a ir?” Junto a ese extraño carpintero hay algo que es bueno vivir. Es conmovedor ver repetirse esa fe de Pedro en personas que están cerca de uno, era emocionante verla ahí en esas islas tan remotas y desoladas. “Los confines de la tierra han contemplado el triunfo de nuestro Dios” (Salmo 98, 3).

Cuando fuimos a desayunar encontré a don Rolynes, un chaqueño morocho y con el pelo blanco, con pinta bien de criollo, que compartía con un carpintero kelper los problemas que se presentaban en la colocación de una puerta a la entrada del hotel. La escena era sorprendente y muy graciosa. Cada uno hablaba en su idioma y ninguno de los dos conocía ni una palabra del idioma del otro, pero en las dificultades prácticas que se presentaban para la correcta sincronización de unas bisagras lo dos coincidían con señas y gestos. Las manos de ambos estaban acostumbradas al trabajo y parecían entenderse en su propio lenguaje.

Las manos chaqueñas se habían acostumbrado al trabajo en el taller mecánico que don Rolynes tenía en su pueblo, que, imaginado y nombrado en esas islas, parecía quedar en otra galaxia. Era el mismo taller en el que había crecido su hijo, quien poco a poco había demostrado que era capaz de darse maña y hasta superar al padre. Era grandote, tenía mucha fuerza. Justo unos días antes de que lo llamaran para ser héroe había levantado un motor. Un motor “de esos que hay que levantar con cadenas, ¿vio, padre?”, “él solo lo levantó”.

Esas manos ahora sostienen siempre un pañuelo que desde hace dieciocho años seca lágrimas que parecen de oro en ese rostro que tantas veces miró la puerta del taller esperando que por un milagro apareciera su muchachote. Había rezado tanto que su hija Marta había terminado siendo catequista. Y allí estaba también ella, en Malvinas, con su padre, ayudándome a preparar las cosas para las misas y con más fuerza que yo para leer las lecturas.

En la misa que celebramos la segunda vez que fuimos al cementerio, urgida por su padre tuvo que sacar una foto apenas terminada la consagración porque él quería esa foto en ese momento. Él se paró a mi lado y le dijo “acá, con Dios”. Ya el profeta lo había dicho: “Y será llamado Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.

Cuando terminábamos el desayuno aparecieron Yamilé y Corina, eran hermanas y estaban siempre tan juntas que les decíamos “las siamesas”. Llegaban tarde a todas partes con sus enormes sonrisas. Fueron la alegría del grupo.

Corina era azafata y estaba embarazada. Me pidió que bendiga su panza, al día siguiente, en Mount Longdon, muy cerca de donde, según todos los indicios que ellas tenían, había muerto su hermano, el tío. Lloramos mucho los tres, sin saber si lo hacíamos de dolor por esa joven vida perdida en esa tierra helada o de emoción por esa nueva vida que latía en la calidez de su madre. La vida sigue.

Esa mujer embarazada, abrazada a su hermana y de pie en la cima de ese monte agujereado por las bombas y las trincheras, lleno de cosas rotas y desechos de guerra, era un símbolo del triunfo de la vida.

“Dios dijo a Caín, ¿dónde está tu hermano? Y respondió Caín: ¿soy yo acaso el guarda de mi hermano?” “Sí, Caín, vos eras el que debía cuidar a tu hermano”, contestan sin decir una palabra Yamilé y Corina desde arriba del monte. La Palabra de Dios sigue viva en la historia de los hombres.

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