sábado, 30 de junio de 2012

PERDONAR PARA VIVIR – I - Xavier Pikaza Ibarrondo



El Perdón como experiencia evangélica y como experiencia humana.
He desarrollado el tema en tres partes.
(a) La primera analiza los presupuestos y condiciones de la paz desde una perspectiva antropológica y religiosa.
(b) la paz como experiencia evangélica.
(c) el argumento central y las conclusiones.

a. Perdón, promesa y natalidad (volver a nacer)
HANNA ARENDT, filósofa e historiadora judía, experta en violencias y totalitarismos, tras la tragedia del Holocausto, ha llegado a la conclusión de que la humanidad sólo puede sobrevivir sobre tres principios: el perdón, la capacidad de prometer y buscar un futuro distinto y la natalidad, es decir, un nuevo nacimiento. Estos son los momentos de su propuesta, que nos hace superar el sistema, no para negarlo (tiene en un plano su valor, es necesario), sino para situar la verdad más honda del hombre en otro plano.
1. Perdón. El primer requisito para alcanzar la paz es el perdón que rompe el círculo del eterno retorno del pasado, la ley de acción y reacción que encierra a los hombres en su destino de violencia. “El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular” (La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 258). El perdón rompe la “lógica” de la venganza (de la acción y reacción); de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia y hace que su vida trascienda el nivel de la ley, el sistema de violencia. El perdón es gratuidad creadora: abrir un comienzo allí donde la vida se cerraba en sus contradicciones y sus luchas de poder .
Cf. Ibid 255-262. Arendt contrapone el perdón al castigo (que actúa según ley), añadiendo que los hombres sólo pueden perdonar aquello que son capaces de castigar. La ley tiene un valor, pero el perdón lo sobrepasa. Hay, sin embargo, un “mal radical” que los hombres no pueden castigar ni perdonar, pues se sitúa más allá de sus potencialidades. “Aquí, donde el propio acto nos desposee de todo poder, lo único que cabe es repetir con Jesús «Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar»” (Ibid 260). La cita está tomada de Mc 9, 42 par. En esa línea se sitúan las reflexiones de otro pensador judío muy significativo: V. JANKÉLÉVITCH, El Perdón, Seix Barral, Barcelona 1999.
Ibid 262-264. Eso significa que la paz no es algo previo, dado ya, sino que puede y debe entenderse como un don, vinculado a la promesa, es decir, como algo que se afirma y promete.
2. Facultad de prometer. La promesa puede entenderse en sentido individual (¡yo prometo!) o en sentido dialogal (¡nosotros nos comprometemos y pactamos!). En un caso y en otro, ella capacita a los hombres para superar la fatalidad de aquello que sucede de forma necesaria (como puro destino), haciéndoles responsables y creadores de futuro que ellos mismos puedan realizar de una manera humana, renunciando a la imposición y a la arbitrariedad. Nietzsche descubrió aquí el carácter específico del hombre, que (en contra del animal, prendido a un antes y después que no son suyos), puede asumir su futuro, dándole un sentido, pero después no supo sacar las consecuencias. En contra de eso, H. Arendt ha sabido que, más que voluntad de poder y eterno retorno, el hombre es persona porque puede prometer y pactar, trazando de esa forma su futuro, que puede ser de paz .
Ibid 262-264. Eso significa que la paz no es algo previo, dado ya, sino que puede y debe entenderse como un don, vinculado a la promesa, es decir, como algo que se afirma y promete.
3. Natalidad, poder nacer de nuevo. Los hombres pueden liberarse de la esclavitud del pasado (perdón) y del futuro (promesa, pacto) porque “nacen”, no están hechos desde siempre, definidos de antemano. Ellos son seres natales: empiezan a ser, les han dado la vida. “Sin la articulación de la natalidad estaríamos condenados a girar para siempre en el repetido ciclo del llegar a ser, sin la facultad para deshacer lo que hemos hechos y controlar parcialmente los procesos que hemos desencadenado”... Nacer significa situarse sobre una ley que nos ata a lo sido y a lo que ha de ser. Por eso, cada nacimiento es una promesa de vida; por eso, en el futuro, podemos ser distintos .
Ibid 265. La mayor parte de la filosofía y sociología moderna supone que los hombres están hechos, como realidades que en el fondo pudieran intercambiarse. En contra de eso, H. Arendt, lo mismo que H. JONAS, otro testigo y promotor judío de la paz (cf. El principio de la responsabilidad, Herder, Barcelona 1995) ha fundado la paz futura sobre la fragilidad y grandeza del hombre, como ser que nace del cuidado de los otros a los que ha de cuidar.
H. Arendt ha conducido así las tradiciones de Israel hasta el lugar donde ellas pueden volverse más fecundas, de un modo mesiánico, vinculado de algún modo al cristianismo (que es, ante todo, mesianismo). Ella piensa que el futuro de la paz sólo es posible en coordenadas de perdón, esto es, allí donde los hombres superan el nivel de la pura ley y de la guerra del sistema, abriéndose al milagro de una vida que es siempre don de Dios y que puede ser distinta de aquello que ha sido hasta ahora. La paz es posible si brota, según eso, del milagro del perdón y de la palabra de promesa de los hombres, que sitúan su vida en un nivel donde los gestos primordiales son la fe y la esperanza.
La razón es necesaria, en plano de sistema. Ella funciona en el plano de la organización económica y social. Pero ella sola resulta insuficiente. La pura razón cierra a los hombres en lo mismo, en la batalla siempre repetida por los poderes de la vida, dentro de un todo de violencia. Esto significa que los hombres no viven sólo de pan, ni pueden resolver sus problemas en un plano de argumentación y de poder.
Más allá de la razón del sistema se extiende un espacio de supra-racionalidad humana más profunda, vinculada al perdón, a la palabra de promesa, a la natalidad. Estos rasgos no niegan el valor de la Ilustración, ni se oponen en modo alguno a los principios de la ciencia y de sus leyes. Pero nos muestran que la vida no se puede resolver sólo en ese plano.
Por eso, para que la vida del hombre sea posible, para que exista un futuro, tenemos que pasar del plano de la pura ley (que expresa el orden del sistema) a un plano de gratuidad donde la vida del hombre está definida por la fe y la esperanza. Sólo partiendo de la fe y de la esperanza es posible el despliegue del perdón, que capacita a los hombres para superar el orden del destino, abriéndose a la promesa de la vida que no está fijada de antemano.
Esto significa que el hombre es más que ley, más que sistema. Los viejos y los nuevos imperios corren el riesgo de encerrar al hombre en el nivel de sus conquistas sociales y económicas, que acaban por destruirle. Pues bien, por encima de ese nivel emerge un plano superior de esperanza mesiánica, que nos abre a la paz humana verdadera. La paz sólo es posible allí donde los hombres, superando la racionalidad instrumental del sistema, con la pura ley de acción y reacción, dejan que su vida se ilumine y se vuelva creadora en claves de perdón y de promesa, es decir, de fe y de esperanza. “Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en la pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría «Os ha nacido hoy un Salvador»” (Ibid 266. Cf. Lc 2, 11, que recogen la proclamación mesiánica de Israel, en el Libro del Emmanuel (Is 7-11) y al Segundo Isaías (Is 40-55).
b. El perdón, más allá del puro consenso legal o político
En este contexto he querido asumir algunas reflexiones que se sitúan en la línea de la filosofía de I. Ellacuría y de algunos de sus discípulos, que aceptan el giro kantiano y marxista de la Ilustración y quieren pasar de la razón pura a la práctica, del simple pensamiento al compromiso y experiencia de la vida. Pero, en lugar de una praxis de ley, que seguiría dentro de un sistema de violencia, busca una praxis de gratuidad, desbordando el nivel de ley y justicia del sistema, es decir, de un tipo de consenso racional, en la línea de J. Habermas, Teoría de la Acción comunicativa (1981).
El consenso sigue perteneciendo al mundo de la ley, de manera que puede y debe imponerse en cierto sentido por la fuerza. Los argumentos como tales pertenecen al sistema, forman parte de un orden racional que la Ilustración ha convertido en Ídolo que todos deben adorar para vivir de esa manera resguardados, sometidos (mientras la mayoría de los pobres quedan fuera). Los resultados del consenso democrático, constitucional, deben imponerse por ley y policía, creando así una dictadura “buena”, propia del sistema de las llamadas mayorías. Desde ese fondo, superando quizá un tipo de guerras anteriores, más aparatosas en lo externo, ha venido a extenderse sobre el mundo la guerra implacable de sistema, que está matando de hambre a la tercera parte de la población mundial… sobre la que se impone un consenso “legal” desde los más fuertes. Ciertamente, la ley del consenso tiene un valor, ella permite organizar la vida en un plano económico y social. Pero cerrada en sí misma ella resulta insuficiente, acaba encerrando a los hombres en la muerte.
La salvación cristiana no es consenso impuesto, sino gratuidad que se comparte, de un modo gozoso, por inspiración de gracia. La salvación no se puede conseguir en la línea de una argumentación racional (al servicio del Todo), sino a través de la experiencia radical de Alteridad (Dios Infinito) que expresa su gracia en el rostro de los excluidos del consenso (Huérfano, Extranjero) y que actúa en forma de perdón. De esa forma, más allá del consenso de derechas o izquierdas, de una teología de la institución o de la liberación (que en el fondo serían lo mismo), González ha propuesto y potenciado una experiencia supra-legal de gracia, que es la única que puede convocar en iglesia a todos los creyentes y en el fondo a todos los hombres.
Este diagnóstico lo puede de alguna forma compartir un autor tan poco sospechoso de misticismo cristiano como P. SLOTERDIJK (En el mismo barco, Siruela, Madrid 1994, 21). A su juicio, el barco de nuestro sistema está navegando sobre “un mar de ahogados, con trágicas turbulencias en los costados de la nave y, a bordo, con angustiosas conferencias sobre el arte de lo posible”. Los que vamos en el barco de la buena cultura comunicativa (que estaría representada por los modelos constitucionales de J. Habermas) dialogamos sobre la justicia y reformas de nuestro sistema, guardando de un modo exquisito las normas democráticas. Pero fuera, en el mar del ancho mundo, la mayoría de la población se muere.
Todas las conferencias llamadas democráticas, propias del sistema, lo mismo que las oposiciones de los que emplean un tipo de ley o poder para destruir este sistema, son en el fondo un intento de justificar nuestra macabra situación de privilegio, a la que no podremos renunciar, a no ser que descubramos el poder más alto de la gratuidad. No podemos resolver por ley la trama de violencia de la historia, ni por la derecha ni por la izquierda del barco, pero nos hallamos abiertos por Jesús hacia el fundamento de la Vida, desbordando las leyes y razones del sistema.
Las religiones tradicionales han querido justificar el sistema, para que podamos seguir navegando en su barco, mientras se extiende en torno a nosotros el mar de la muerte. Ellas interpretan esa situación como resultado de una correspondencia “entre nuestros actos y sus resultados": hemos merecido estar donde estamos, vivir como vivimos, de manera que somos y tenemos aquello que de alguna forma hemos creado, por ritos y gestos religiosos o por revoluciones y guerras de liberación (que en el fondo nos siguen dejando en la ley del sistema). De esa forma, religiones y políticas tienen que imponerse por la fuerza y nos siguen encerrando en el círculo de muerte de la ley de la que sólo de un modo negativo (e ineficaz) han querido y podido liberarnos las grandes experiencias espirituales de Oriente (hinduismo, budismo).
Las religiones han descubierto de alguna forma la posibilidad de una trascendencia, pero de hecho encierran al hombre en el infierno de la ley. Ellas expresan el deseo siempre repetida de superar el orden cósmico, el giro de acciones y reacciones de un sistema social o espiritual que nos encierra dentro de sus redes; pero no logran hacerlo, y de esa forma son un testimonio de nuestro fracaso, nos siguen encerrando en un círculo de violencia.
Ilustración. Parece haber sustituido a las religiones desde el siglo XVIII, pero sigue operando con el mismo esquema. Ciertamente, ha conseguido grandes resultados, en el plano de la ciencia y de la administración. Pero ha negado la gratuidad radical y de esa forma acaba encerrándose en las redes de una violencia general (de todos contra todos) o de un sistema dictatorial (de algunos sobre los restantes), confundiendo a Dios con su propia razón, en claves de violencia.

c . La paz, un camino religioso
Por eso, la búsqueda cristiana de la paz no puede situarse en un nivel de instituciones sociales, económicas y religiosas, pues ellas se mantienen en un nivel de ley. Es necesario un éxodo que permita a los cristianos descubrir la gracia, la alabanza y la celebración, desde una perspectiva de perdón y de gratuidad. Desde este fondo debe elaborar un proyecto de paz eclesial, que consiste en crear comunidades de gracia compartida, constituidas por personas que “han sido liberadas del esquema de la ley”.
Poder institucional. A lo largo de siglos, la Iglesia ha tendido a proclamar sus discursos programáticos, desde una situación de privilegio, como si pudiera y debiera elevar unos discursos separados de su vida. Ella ha asumido situaciones de poder, pactando con las instituciones políticas y convirtiéndose ella misma en otra institución, con mucho poder económico y social, en la línea de un constantinismo de derechas.
Poder revolucionario. En esta línea pueden situarse otros que seguiría encerrada en un esquema semejante de poder, desde un constantinismo de izquierdas. Esa teología habría utilizado también métodos de fuerza, buscando una paz que sigue siendo ley, quizá mejor que la otra, pero en el fondo igualmente violenta. Pues bien, la Iglesia de Jesús debe superar también esta tentación, pues ella no tiene más poder que el de su vida, su testimonio y ejemplo de pacificación real en las comunidades.
Las iglesias instituidas, que son la mayoría (vinculadas a los poderes reales de occidente), dicen buenas palabras, elaboran quizá los mejores discursos; pero esas palabras y discursos acaban siendo justificaciones de su propia situación de privilegio. Por el contrario, otras iglesias que se dicen liberadoras corren el riesgo de buscar y establecer de un modo mimético unos privilegios semejantes, empleando su poder para cambiar la situación (a favor de los pobres), pero imponiendo al fin, en caso de triunfo, un orden o sistema de dictadura ideológica o sacral sobre el conjunto de los fieles, que siguen apareciendo así como sometidos, protegidos.
Este diagnóstico puede resultar exagerado, pues tanto en la gran iglesia institucional, que ha pactado con los poderes establecidos, como en los movimientos de liberación, que buscan la transformación social desde los pobres, existen experiencias y caminos de gratuidad, grupos cristianos que viven el ideal de comunicación mesiánica, por encima de la ley. Pero unos u otros deber realizar un camino de conversión desde la gracia, para así expresar en el mundo la alternativa real de la paz de Cristo.
Eso significa que las iglesias deben abandonar una situación de poder (instituido o revolucionario), que les permite hablar de paz desde fuera de la vida, como si estuvieran en un espacio resguardado para dictar desde allí su mensaje honorable. Ese tiempo de “palabras externas” ha pasado, de manera que las iglesias ya sólo pueden “hablar” de paz con el testimonio y la palabra de su vida pacificada. Este es el reto, esta la tarea: el surgimiento y cultivo de "comunidades liberadas de la ley", es decir, de iglesias donde ya se vive el don de la fraternidad, el perdón, la igualdad y el amor.
Esas iglesias no sirven para avalar un sistema de poder constituido, ni para amenazarlo desde una actitud de fuerza, sino que se limitan a existir: son testimonio de una Alteridad que se ha hecho ya presente por Jesús, como vida ya pacificada. Externamente, la historia sigue dominada por esquemas de ley, de acción y reacción, de violencia del sistema. Pero, en un nivel interno, que se visibiliza en las comunidades concretas de fe y celebración, la paz escatológica actúa ya en el mundo. Sólo ellas, las comunidades concretas de creyentes que superan los esquemas de la ley y la justicia intramundana, en gratuidad universal, pueden presentarse como signo y principio de una paz cristiana que no ley, sino don de gracia.
En un sentido, los cristianos no tienen que construir nada, pues Jesús destruyó o anunció la destrucción del templo de Jerusalén. Por eso, las comunidades no necesitan templos, ni sistemas, ni revoluciones sociales en un plano de ley, pues quieren ser y son de hecho, encarnaciones frágiles, pero gozosas, de la Alteridad radical, que se ha revelado por Jesús como pura gracia, sobre todas las leyes y sistemas, las revoluciones y contra-revoluciones de la historia. Esto significa que el Dios de Jesús no es ninguno de los ídolos de las religiones antiguas (que nos parecen ya de la pre-historia), pero tampoco es el ídolo social o cultural de la modernidad ilustrada.

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