Lc. 10, 29-37
Si hay algo que no hace bien, es volver a tocar las propias
heridas. Más que acelerar la cura, aceleran el enfermar (por ansiedad) de una
acidez, de la cual suele salir agresividad. El que no deja sanar sus heridas,
por lo general, hiere.
Pero lo que ocurre con las propias heridas, no ocurre con
las ajenas. Tocar sin toquetear las heridas del que encontramos en el camino,
nos sana de un andar indiferente, apurado e hipocondríaco. Este triple andar nos
pone a nosotros mismos como centro de atenciones y cuidados. “Nada debe
lastimarnos, y como todo puede lastimarnos, cuidémonos”; es la lógica de este
modo de pensar.
Tocar las heridas del que encontramos en el camino, en
cambio, lleva el centro adonde verdaderamente está: en el que está herido, y no
puede tocar las heridas de otro, a menos que éste se acerque a tocar las suyas.
Y es que cuando las heridas se tocan entre sí, unas con
otras, por amor, sanan. No cuando se buscan a sí mismas. Tampoco cuando se
tocan unas con otras para victimarse juntas o ponerse espejos de autocompasión.
Sanan, cuando una y otra se tocan, por el amor que las descentra.
Tocar descentradamente la herida del prójimo es sentir el
movimiento interior de las entrañas que piden: “¡detente! no sigas de largo”, y
se les hace caso; es posponer lo que uno se había prefijado hacer; es no pasar
rozando como diciéndose “toco y rajo”; es dejar parte de sí; es comprometerse a
volver a tocarla.
Tocar así, la herida del caído en el camino, nos levanta de
un andar cabizbajo y quejumbroso, en el que pareciera que todos los carteles
del camino nos dicen: “no hay herida como la tuya”.
Dios ha venido a este mundo a tocar las heridas de una
humanidad que encontró caída en el camino de la salvación, y se acercó a ella
para sanarla con sus propias heridas. Tocar nuestras heridas, le llevó a quedar
levantado en lo más alto.
(Desconozco el autor / la autora)
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