lunes, 25 de junio de 2012

Tocar la herida del caído que nos levanta


Lc. 10, 29-37

Si hay algo que no hace bien, es volver a tocar las propias heridas. Más que acelerar la cura, aceleran el enfermar (por ansiedad) de una acidez, de la cual suele salir agresividad. El que no deja sanar sus heridas, por lo general, hiere.
Pero lo que ocurre con las propias heridas, no ocurre con las ajenas. Tocar sin toquetear las heridas del que encontramos en el camino, nos sana de un andar indiferente, apurado e hipocondríaco. Este triple andar nos pone a nosotros mismos como centro de atenciones y cuidados. “Nada debe lastimarnos, y como todo puede lastimarnos, cuidémonos”; es la lógica de este modo de pensar.
Tocar las heridas del que encontramos en el camino, en cambio, lleva el centro adonde verdaderamente está: en el que está herido, y no puede tocar las heridas de otro, a menos que éste se acerque a tocar las suyas.
Y es que cuando las heridas se tocan entre sí, unas con otras, por amor, sanan. No cuando se buscan a sí mismas. Tampoco cuando se tocan unas con otras para victimarse juntas o ponerse espejos de autocompasión. Sanan, cuando una y otra se tocan, por el amor que las descentra.
Tocar descentradamente la herida del prójimo es sentir el movimiento interior de las entrañas que piden: “¡detente! no sigas de largo”, y se les hace caso; es posponer lo que uno se había prefijado hacer; es no pasar rozando como diciéndose “toco y rajo”; es dejar parte de sí; es comprometerse a volver a tocarla.
Tocar así, la herida del caído en el camino, nos levanta de un andar cabizbajo y quejumbroso, en el que pareciera que todos los carteles del camino nos dicen: “no hay herida como la tuya”.
Dios ha venido a este mundo a tocar las heridas de una humanidad que encontró caída en el camino de la salvación, y se acercó a ella para sanarla con sus propias heridas. Tocar nuestras heridas, le llevó a quedar levantado en lo más alto.

(Desconozco el autor / la autora)

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