Saber perdonar, y pedir perdón, es una experiencia liberadora que equilibra la salud física y emocional. Con la llegada de las fiestas, muchos toman conciencia de la necesidad de recuperar los abrazos.
Perdonar siempre estuvo vinculado con un cierto orden moral o religioso. Sin embargo, por estos tiempos, el perdón se convirtió en un tema de interés científico, promovido fundamentalmente por la psicología positiva, que cree conveniente destacar las fortalezas y los aspectos “salugénicos” del hombre como un paso próximo a la sanación.
Precisamente, estudios realizados en los últimos 10 años certifican que quien perdona o pide perdón mejora su salud física y mental. Se cree que el perdón aumenta la autoestima e influye en la superación de estados depresivos y sentimientos de duelo; puede evitar, incluso, desajustes cardiovasculares.
La doctora en psicología Martina Casullo, investigadora del Conicet, fue una de las promotoras de la investigación de este tema en la Argentina. En 2006, condujo una encuesta realizada a 1715 personas de la Capital y el Gran Buenos Aires, sobre la importancia de perdonar y las razones para hacerlo. Por entonces, se supo que gran parte de la población considera que perdonar es importante y que las mujeres perdonan más que los varones (95%, frente al 88% de los hombres). Ellas perdonan para, eventualmente, ser perdonadas, y consideran el perdón como un indicador de inteligencia. Los hombres suelen perdonar para olvidar y seguir adelante.
Quienes no creen en la posibilidad del perdón se sienten limitados y se justifican alegando que “es difícil perdonar y pedir disculpas”, “depende de la situación”, “el rencor puede ser más fuerte”, “sólo Dios perdona”, “no vale la pena”.
Las concepciones sobre el tema son diversas. “Los autores que investigan sobre «la figura del perdón» tienen dificultades en definir si «perdonar» es una capacidad, una virtud o un aspecto de la personalidad”, anticipa Javier Camacho, doctor en Psicología Clínica (UBA) y director de la Fundación Foro, dedicada a la enseñanza e investigación en el campo de la salud mental.
“El perdonar es un proceso interno -explica Camacho- que se permite la persona perjudicada. Es un trabajo tan personal e individual que, a veces, no es necesario que quien haya provocado el daño pida perdón. Muchas veces, el victimario no quiere o no puede disculparse, ya sea porque no tiene la capacidad para hacerlo o porque ya no está presente, porque se ha ido o ha muerto. Sin embargo, pese a que nunca exista el pedido, hay quienes necesitan y pueden perdonar.”
En otro estudio, realizado en 2005 en la Universidad de Tennessee, con personas de la población en general sobre las razones para perdonar, un 30% de los encuestados relacionó el perdón con la importancia de la relación interpersonal que está en juego; el 26%, con la propia salud mental y el bienestar psicológico; el 21% admitió que es necesario perdonar para ser perdonado; un 20% dijo que se puede perdonar cuando quien causó el daño pide disculpas, y el 11% alegó cuestiones religiosas.
En el mundo del pedir perdón/perdonar siempre hay una víctima y un victimario o transgresor. Alguien se siente agredido, dañado o perjudicado por un otro, intencionado o sin ánimo de haber transgredido ninguna norma o regla de convivencia. Es un escenario tan subjetivo que puede estar embarrado por extremas evidencias así como apenas salpicado por sutilezas insignificantes. Cuántos amigos, parejas y familias se perdieron porque alguien no supo perdonar o pedir perdón a tiempo.
“Obviamente, hay situaciones muchísimo más difíciles de perdonar que otras -aclara Camacho-. No se puede comparar, por ejemplo, el perdón de un padre al asesino de su hijo o el perdón de la víctima a su violador, que el perdón que pueda merecer quien nos haya robado, mentido o engañado.”
Hay tantos niveles de perdón y posibilidades de perdonar como emociones, afectos, recuerdos y sentimientos puedan implicarse entre las partes. Más allá de las subjetividades, el perdón esconde un acto supremo de sanación personal.
Diversos estudios coinciden en que el pedir perdón/poder perdonar se vincula con la posibilidad de renunciar a sentimientos de enojo y resentimiento. En los reiterados escritos de la doctora Casullo se hace alusión a que “quien perdona se libera de un vínculo de apego negativo con aquella experiencia traumática”. La persona logra neutralizar o darle un significado positivo a lo que pudo haberlo dañado.
“Si se logran desarrollar sentimientos positivos hacia quien fue percibido como ofensor -explica Casullo-, la persona puede o no intentar una reconciliación. Por ello, estos autores no consideran que reconciliarse sea una parte necesariamente constitutiva del hecho de perdonar.”
“El perdón es liberador y libera a quien perdona -asegura Javier Camacho-. Se vive como un desprenderse de una mochila, de un peso, de una carga muchas veces insoportable. Recuerdo haber leído hace muchos años a Louise Hay, en un famosísimo best seller mundial, contando su propia experiencia de perdonar a su victimario, que había abusado sexualmente de ella, y lo liberador y sanador que fue poder perdonarlo. De haber sido abusada y golpeada durante tanto tiempo, Louise Hay se convirtió con los años en una famosa escritora estadounidense que popularizó los libros de autoayuda y superación personal.”
Hay quienes creen que debemos aprender a liberarnos del dominio de la persona que nos ha herido. Todo indica que perdonar libera la memoria y nos permite vivir en el presente, sin idas y vueltas a ese pasado doloroso.
Así como perdonar no significa recomponer vínculos (reconciliación), poder perdonar no excluye la opción de reclamar justicia. Perdonar no es justificar, excusar u olvidar. Perdón no implica indulto, pero tampoco debería promover el ánimo de venganza. Desde el punto de vista psicológico, hay tres caminos de manejar el odio, el resentimiento y la bronca: negarlo, vivir enojados, perdonar.
Interrogante¿Por qué unos pueden perdonar o pedir perdón y otros no? Recordemos las respuestas típicas de la encuesta realizada en Buenos Aires en 2006: “Es difícil perdonar y pedir disculpas”, “depende de la situación”, “el rencor puede ser más fuerte”, “sólo Dios perdona”, “no vale la pena”. Habrá otros motivos, por cierto. Tantos, como historias posibles de afecto y desengaño.
Más allá de la gravedad de los hechos que pudieran merecer el perdón, está la capacidad o grado de dificultad de las personas involucradas en el acto.
“Hay personas que tienen dificultades intrínsecas, se ofenden fácilmente y suelen ser más resentidas -detalla Camacho-; otras, en cambio, suelen tomar las situaciones de perjuicio en forma más liviana y pueden perdonar con mayor facilidad.”
“Las razones para perdonar no tienen mucho que ver con la empatía o el altruismo. En general -explicaba Casullo-, se asocia el perdonar con la superación de sentimientos negativos, y se lo concibe como una manera de sentirse mejor con uno mismo.”
“Hay personas que piensan que no pueden perdonar, que no saben, que todavía es muy doloroso; es importante que se puedan desprender de eso que les genera tanto dolor; es fundamental explicarles los beneficios que genera esa acción”, considera el director de la Fundación Foro.
Quienes definen el perdón en términos de rasgo de personalidad lo consideran una virtud o disposición de la “inteligencia espiritual”, relacionando la capacidad de perdonar con la humildad y gratitud. Se cree que el narcisista, los egoístas, o el que pasa por la vida compitiendo sin permitirse la más mínima capacidad de fallar, no son compatibles con la posibilidad de descubrir los beneficios del arte del perdón.
Tal como plantea Casullo, “el desarrollo de la capacidad de perdonar debería integrar programas de promoción y prevención de la salud, porque son muchas las personas que podrían beneficiarse si tuvieran la posibilidad de hablar y reflexionar sobre el tema”.
El pedir perdón/perdonar, ¿se enseña?, ¿se aprende?, ¿se nace?, ¿se hereda? Nadie puede comprobarlo. Pero algo de todo esto hay en el camino del hombre, repleto de aciertos y errores, en busca del bienestar y la felicidad.
Si, como hoy certifica la ciencia, “perdonar nos acerca al bienestar y a la felicidad”, la terapia del perdón se impone para quien se precie de cierta inteligencia y talento emocional. Decía Mark Twain: “El perdón es el perfume de las violetas en el taco de quien acaba de pisarlas”.
UNA ACCION QUE TIENE SUS BENEFICIOS
Pedir perdón/perdonar implica lograr el desarrollo de una actitud comprensiva y flexible.
Es reconocer que podemos equivocarnos, tanto a la hora de “haber dañado” a alguien como cuando “nos sentimos dañados” por otro u otros. Muchas veces magnificamos o interpretamos en forma equivocada aquello que en aquel momento nos resultó ofensivo. Por esto, algunos autores no consideran que el acto de perdonar sea beneficioso, dado que algunos sujetos más vulnerables pueden experimentar la revictimización en los vínculos interpersonales.
Implica un cambio, una instancia superadora, una mutación emocional; es haber podido ver más allá de la acción y de quien pudo habérsenos puesto por delante.
Es saber ponerle fin a un ciclo de dolor personal o generacional.
Es una posibilidad mucho más próxima a ser perdonado o a que nos pidan perdón.
Más allá de los resultados, puede ser la mejor acción de compromiso que podemos enseñar; vivir en familias enojadas es una de las mayores inseguridades que podemos ofrecerles a nuestros hijos.
Conlleva muchos otros beneficios que cada uno sabrá recoger en la experiencia personal del pedir perdón/perdonar.
Pida perdón/perdone y comparta su experiencia.
Publicado por LA NACION REVISTA, domingo 12 de diciembre 2010.-
miércoles, 30 de noviembre de 2011
domingo, 27 de noviembre de 2011
Reflexión válida para otros contextos
Carta a mis hermanos de Eta - José Ignacio González Faus, teólogo
Había enviado esta carta antes de vuestro anuncio. La rehago gustoso a cambio de vuestro cese.
1º.- Mirada hacia fuera. Os invito a ver la película danesa “En un mundo mejor” (Oscar a la mejor película), cuyo título original era Venganza. Pone de relieve tres cosas: la absoluta necesidad del perdón en nuestras vidas; nuestra radical incapacidad para perdonar, y la irrefrenable demanda que nos posee de ver sufrir a quien nos ha hecho sufrir. (Más algunos flecos sueltos sobre las historias de dolor infantil que han gestado a tantos verdugos y sobre lo extremo de situaciones en que puede verse metida la decisión de perdonar).
El perdón es gratuidad. No basta con darlo si lo pide el otro: porque esto ya sitúa al perdonador en posición de superioridad. Debe ser otorgado aunque no se haya pedido, sin que eso signifique dejar manos libres al verdugo para que pueda seguir matando. Esa gratuidad del perdón pone al verdugo en situación de redimirse (aceptando el perdón que se le da) o condenarse él si lo rechaza. Desde aquí quisiera comentar vuestro cese -¡por fin!- definitivo.
2º.- Mirada hacia dentro. Habláis en el comunicado de cosas que quedan pendientes. Algunas de ellas (referidas a presos y entrega de armas) habrán de gestionarlas los gobiernos. Pero a vosotros os quedan otras dos: a) Euskadi convertido en un lugar de terror: mirar bajo el coche cada día, no poder ni ir al baño sin el guardaespaldas detrás, soportar pintadas chulescas, despectivas y amenazadoras en la puerta de casa… De esto se hablaba poco; pero habéis dejado vuestro país polucionado con un smog de odio impresionante. Si de veras aceptáis la democracia habréis de empeñaros en reconstruir la convivencia. Y b) Ello obliga a pensar en las víctimas que causasteis. Reconciliarse sólo es posible cuando cada parte hace suyo el sufrimiento de la otra, sin limitarse a “reconocerlo” teóricamente. Porque si mi propio dolor me duele, y el del otro no, siempre tendré a mi favor la ventaja y el derecho que da el mero hecho de sufrir.
Por eso evoco una víctima que es vuestra en el doble sentido del término: era de vuestro grupo pero la matasteis vosotros. Me refiero a Yoyes: no dejo de preguntarme qué será hoy de su hijo, que vio caer a su madre a manos de uno de vosotros. Yoyes es el símbolo de algo que os falta todavía reconocer: que el odio asesino no conduce a ninguna parte, ni a vosotros como personas humanas ni al pueblo vasco, tanto en lo político como en lo cultural. Nunca negué que en Euskadi exista un conflicto histórico (ni quisiera olvidar cómo trató el franquismo a muchos vascos sólo por hablar en euskera). Pero os toca reconocer que vuestra reacción ante él fue tan desproporcionada que os privó de toda la razón que pudierais tener: si el conflicto tenía una intensidad de cinco, vuestra reacción la ha tenido de nueve o diez. Y el problema en los conflictos humanos no es sólo si se tiene o no razón sino cómo se usa la razón que se tenga.
3º.- Cara al futuro. Personalmente, me alegra que se acabe ya el fundamentalismo ilegible de vuestros comunicados. Si alguno de vosotros vio de niño la película Quo Vadis, recordará cómo Petronio (árbitro de la elegancia romana) le dice a Nerón: “asesina, pero no cantes”. Confieso que algo así me sugerían vuestros comunicados: “asesina pero no hagas declaraciones”. Porque era ridículo arrogarse una representación que nadie os ha otorgado y muchos vascos os niegan. Pero además porque su imperturbable distorsión de la realidad os volvía ridículos si no fuerais criminales.
No comparto (aunque pueda comprenderlas) muchas reacciones ante vosotros que confunden la paz y la justicia con la revancha, y dan la sensación de preferir que haya algunas muerte más a cambio de no renunciar al placer de veros humillados y derrotados. Mal camino: porque todos nuestros odios y rencores sirven siempre para alimentar al enemigo en lugar de destruirlo, y para debilitarnos a nosotros en lugar de sanarnos. Prefiero fijarme en otras gentes admirables a las que dejasteis viudas o huérfanas y han sabido perdonar con una grandeza de ánimo increíble.
Tampoco deberíais olvidar a Txelis y otros que se adelantaron a reconocer que el terrorismo no sólo es políticamente ineficaz sino éticamente reprobable, y a quienes vosotros excomulgasteis. Porque ahora os toca enfrentaros con vuestra historia y vuestro fracaso: con el error de planteamiento a que os condujo la ceguera inherente a todo nacionalismo, grande o pequeño, y con la sarta de crímenes resultado de aquel error. Enfrentaros con eso y asumirlo. Como decimos a algunos enfermos que deben aceptar que están enfermos como primer paso para poder curarse.
No puedo deciros que teníais razón y que no os habéis comportado como criminales. Pero os aseguro que vuestros crímenes pueden quedar como no hechos en el juicio definitivo sobre la historia. Este es el significado del perdón cristiano. Incluso añado, parodiando a Jesús, que algunos de vosotros podrían entrar delante de nosotros al Reino de los cielos.
Pero eso ya sólo depende de vosotros.
Fuente: Redes Cristianas
Había enviado esta carta antes de vuestro anuncio. La rehago gustoso a cambio de vuestro cese.
1º.- Mirada hacia fuera. Os invito a ver la película danesa “En un mundo mejor” (Oscar a la mejor película), cuyo título original era Venganza. Pone de relieve tres cosas: la absoluta necesidad del perdón en nuestras vidas; nuestra radical incapacidad para perdonar, y la irrefrenable demanda que nos posee de ver sufrir a quien nos ha hecho sufrir. (Más algunos flecos sueltos sobre las historias de dolor infantil que han gestado a tantos verdugos y sobre lo extremo de situaciones en que puede verse metida la decisión de perdonar).
El perdón es gratuidad. No basta con darlo si lo pide el otro: porque esto ya sitúa al perdonador en posición de superioridad. Debe ser otorgado aunque no se haya pedido, sin que eso signifique dejar manos libres al verdugo para que pueda seguir matando. Esa gratuidad del perdón pone al verdugo en situación de redimirse (aceptando el perdón que se le da) o condenarse él si lo rechaza. Desde aquí quisiera comentar vuestro cese -¡por fin!- definitivo.
2º.- Mirada hacia dentro. Habláis en el comunicado de cosas que quedan pendientes. Algunas de ellas (referidas a presos y entrega de armas) habrán de gestionarlas los gobiernos. Pero a vosotros os quedan otras dos: a) Euskadi convertido en un lugar de terror: mirar bajo el coche cada día, no poder ni ir al baño sin el guardaespaldas detrás, soportar pintadas chulescas, despectivas y amenazadoras en la puerta de casa… De esto se hablaba poco; pero habéis dejado vuestro país polucionado con un smog de odio impresionante. Si de veras aceptáis la democracia habréis de empeñaros en reconstruir la convivencia. Y b) Ello obliga a pensar en las víctimas que causasteis. Reconciliarse sólo es posible cuando cada parte hace suyo el sufrimiento de la otra, sin limitarse a “reconocerlo” teóricamente. Porque si mi propio dolor me duele, y el del otro no, siempre tendré a mi favor la ventaja y el derecho que da el mero hecho de sufrir.
Por eso evoco una víctima que es vuestra en el doble sentido del término: era de vuestro grupo pero la matasteis vosotros. Me refiero a Yoyes: no dejo de preguntarme qué será hoy de su hijo, que vio caer a su madre a manos de uno de vosotros. Yoyes es el símbolo de algo que os falta todavía reconocer: que el odio asesino no conduce a ninguna parte, ni a vosotros como personas humanas ni al pueblo vasco, tanto en lo político como en lo cultural. Nunca negué que en Euskadi exista un conflicto histórico (ni quisiera olvidar cómo trató el franquismo a muchos vascos sólo por hablar en euskera). Pero os toca reconocer que vuestra reacción ante él fue tan desproporcionada que os privó de toda la razón que pudierais tener: si el conflicto tenía una intensidad de cinco, vuestra reacción la ha tenido de nueve o diez. Y el problema en los conflictos humanos no es sólo si se tiene o no razón sino cómo se usa la razón que se tenga.
3º.- Cara al futuro. Personalmente, me alegra que se acabe ya el fundamentalismo ilegible de vuestros comunicados. Si alguno de vosotros vio de niño la película Quo Vadis, recordará cómo Petronio (árbitro de la elegancia romana) le dice a Nerón: “asesina, pero no cantes”. Confieso que algo así me sugerían vuestros comunicados: “asesina pero no hagas declaraciones”. Porque era ridículo arrogarse una representación que nadie os ha otorgado y muchos vascos os niegan. Pero además porque su imperturbable distorsión de la realidad os volvía ridículos si no fuerais criminales.
No comparto (aunque pueda comprenderlas) muchas reacciones ante vosotros que confunden la paz y la justicia con la revancha, y dan la sensación de preferir que haya algunas muerte más a cambio de no renunciar al placer de veros humillados y derrotados. Mal camino: porque todos nuestros odios y rencores sirven siempre para alimentar al enemigo en lugar de destruirlo, y para debilitarnos a nosotros en lugar de sanarnos. Prefiero fijarme en otras gentes admirables a las que dejasteis viudas o huérfanas y han sabido perdonar con una grandeza de ánimo increíble.
Tampoco deberíais olvidar a Txelis y otros que se adelantaron a reconocer que el terrorismo no sólo es políticamente ineficaz sino éticamente reprobable, y a quienes vosotros excomulgasteis. Porque ahora os toca enfrentaros con vuestra historia y vuestro fracaso: con el error de planteamiento a que os condujo la ceguera inherente a todo nacionalismo, grande o pequeño, y con la sarta de crímenes resultado de aquel error. Enfrentaros con eso y asumirlo. Como decimos a algunos enfermos que deben aceptar que están enfermos como primer paso para poder curarse.
No puedo deciros que teníais razón y que no os habéis comportado como criminales. Pero os aseguro que vuestros crímenes pueden quedar como no hechos en el juicio definitivo sobre la historia. Este es el significado del perdón cristiano. Incluso añado, parodiando a Jesús, que algunos de vosotros podrían entrar delante de nosotros al Reino de los cielos.
Pero eso ya sólo depende de vosotros.
Fuente: Redes Cristianas
viernes, 25 de noviembre de 2011
POR LA PAZ – Joxe Aregi
Fragmentos de "A Arantzazu por la paz"
(…) Creo en la paz, fruto de nuestra tarea, regalo de Dios. “Que los montes traigan paz y los collados justicia”, rezaba el salmista bíblico, no porque esperase que la paz llegaría por sí misma de los montes y de los collados, o del cielo, desde fuera y desde lejos, como llega una caravana extranjera. Bien sabía el salmista que la paz y la justicia han de germinar en nuestros valles, que todos los dones del cielo han de brotar en nuestra tierra, que Dios nace y viene de esta frágil arcilla que somos, de este barro que Él/Ella misma anima pacientemente.
(…) Creo que cuando oramos a Dios por la paz, Dios ora en nosotros, Dios nos reza: “¡Oh mis sufrientes criaturas, acoged la paz, vivid en paz, haced la paz!”.
Creo que debemos orar de tal manera que, al orar, nuestros montes traigan paz y nuestros collados justicia, la paz y la justicia germinadas en los valles. De tal manera que, al orar, nos hacemos creadores como Dios y anticipamos, aunque sea por un instante, el sábado del descanso.
(…) yo también creo en “la defensa eficaz de los derechos individuales y colectivos, y la promoción de las vías pacíficas para la solución de los conflictos”. Creo en “el respeto al derecho a la vida, el cultivo de la tolerancia y del diálogo, la reconciliación, el perdón y el acercamiento sensible a quienes han sufrido violencia, el respeto a la identidad (…) Creo en todos los esfuerzos que “puedan seguir contribuyendo al logro de la paz definitiva en la justicia”.
Creo en la paz, aunque nunca haya sido y nunca llegue a ser plena hasta que amanezca del todo el séptimo día de la creación. Creo en cada instante de paz que hace que el tiempo se expanda hasta el fin de los tiempos, cuando el lobo y el cordero habitarán juntos. Creo en cada gesto y actitud que promueven la paz.
No creo en la paz del poder. Creo en el poder de la paz. No creo en la paz de unos contra otros, en la que el odio, la venganza y el resentimiento no quedan vencidos en todos, pues reaparecerán en la próxima guerra. Creo en la paz hecha por todos, como si no hubiera elecciones a la vuelta de la esquina. Creo en la paz para todos, en la que todos ganan.
Creo en la paz fundada en la memoria. Todos estamos muertos mientras no podamos contar a alguien nuestra historia, con todas sus sombras, y no sea recogida por alguien como en un vaso precioso para ser restaurada e iluminada poco a poco, suavemente.
Creo poco en la contabilidad de las víctimas; tal vez habrá que hacerla también, aunque la lista nunca sea completa. Creo sobre todo en cada historia personal concreta. Creo que todos los relatos de dolor han de ser escuchados, uno a uno, cada uno como si fuera único, con compasión, con calma, sin prisa.
Y no creo en la memoria que se empeña en seguir aferrada al pasado y a todas sus heridas. Perdón, también creo en esa memoria herida, mientras no sea posible otra cosa, pero creo en la sanación de la memoria capaz de resistir y de esperar, de renovar y de crear. Creo en la memoria del futuro, en la fe compartida de otro porvenir común y posible. Creo en la memoria sanada que nos hace revivir.
Creo en la paz de la justicia. La paz es el fruto de la justicia. Pero no creo en la justicia del castigo y de la venganza, sino en la justicia que busca dar a cada uno – primero a la víctima, pero también al victimario – aquello que necesita para vivir y ser mejor, en paz.
Creo en la justicia empeñada no en que el delincuente expíe, sino en que se humanice. Creo en la justicia interesada no por dictaminar acerca de la culpa, sino por promover la responsabilidad que transforma. Creo en la justicia inspirada por este sencillo y elemental criterio, la regla de oro de toda conducta justa: “Trata a tu prójimo como querrías ser tratado por él”.
Ponte en el lugar de la víctima. Ponte también en el lugar del encarcelado. Esa regla no falla nunca, y la entiende cualquier niño. ¿Será mucho pedir que la entiendan los partidos políticos y aquellas/os que (…) serán elegidos para representarnos? Claro que es muy difícil atenerse a esa regla. Por eso es tan difícil vivir en paz. Pero mucho más difícil aún es vivir sin paz.
(…) Creo en la paz que brota de nuestra oscura, sagrada tierra. Creo en la paz que baja del cielo, como baja la luz al amanecer desde la cumbre hasta el valle y que sube como sube al atardecer la sombra tranquila hacia la peña. Desde Dios hasta Dios, de paz en paz.
(Publicado en el Diario DEIA)
(…) Creo en la paz, fruto de nuestra tarea, regalo de Dios. “Que los montes traigan paz y los collados justicia”, rezaba el salmista bíblico, no porque esperase que la paz llegaría por sí misma de los montes y de los collados, o del cielo, desde fuera y desde lejos, como llega una caravana extranjera. Bien sabía el salmista que la paz y la justicia han de germinar en nuestros valles, que todos los dones del cielo han de brotar en nuestra tierra, que Dios nace y viene de esta frágil arcilla que somos, de este barro que Él/Ella misma anima pacientemente.
(…) Creo que cuando oramos a Dios por la paz, Dios ora en nosotros, Dios nos reza: “¡Oh mis sufrientes criaturas, acoged la paz, vivid en paz, haced la paz!”.
Creo que debemos orar de tal manera que, al orar, nuestros montes traigan paz y nuestros collados justicia, la paz y la justicia germinadas en los valles. De tal manera que, al orar, nos hacemos creadores como Dios y anticipamos, aunque sea por un instante, el sábado del descanso.
(…) yo también creo en “la defensa eficaz de los derechos individuales y colectivos, y la promoción de las vías pacíficas para la solución de los conflictos”. Creo en “el respeto al derecho a la vida, el cultivo de la tolerancia y del diálogo, la reconciliación, el perdón y el acercamiento sensible a quienes han sufrido violencia, el respeto a la identidad (…) Creo en todos los esfuerzos que “puedan seguir contribuyendo al logro de la paz definitiva en la justicia”.
Creo en la paz, aunque nunca haya sido y nunca llegue a ser plena hasta que amanezca del todo el séptimo día de la creación. Creo en cada instante de paz que hace que el tiempo se expanda hasta el fin de los tiempos, cuando el lobo y el cordero habitarán juntos. Creo en cada gesto y actitud que promueven la paz.
No creo en la paz del poder. Creo en el poder de la paz. No creo en la paz de unos contra otros, en la que el odio, la venganza y el resentimiento no quedan vencidos en todos, pues reaparecerán en la próxima guerra. Creo en la paz hecha por todos, como si no hubiera elecciones a la vuelta de la esquina. Creo en la paz para todos, en la que todos ganan.
Creo en la paz fundada en la memoria. Todos estamos muertos mientras no podamos contar a alguien nuestra historia, con todas sus sombras, y no sea recogida por alguien como en un vaso precioso para ser restaurada e iluminada poco a poco, suavemente.
Creo poco en la contabilidad de las víctimas; tal vez habrá que hacerla también, aunque la lista nunca sea completa. Creo sobre todo en cada historia personal concreta. Creo que todos los relatos de dolor han de ser escuchados, uno a uno, cada uno como si fuera único, con compasión, con calma, sin prisa.
Y no creo en la memoria que se empeña en seguir aferrada al pasado y a todas sus heridas. Perdón, también creo en esa memoria herida, mientras no sea posible otra cosa, pero creo en la sanación de la memoria capaz de resistir y de esperar, de renovar y de crear. Creo en la memoria del futuro, en la fe compartida de otro porvenir común y posible. Creo en la memoria sanada que nos hace revivir.
Creo en la paz de la justicia. La paz es el fruto de la justicia. Pero no creo en la justicia del castigo y de la venganza, sino en la justicia que busca dar a cada uno – primero a la víctima, pero también al victimario – aquello que necesita para vivir y ser mejor, en paz.
Creo en la justicia empeñada no en que el delincuente expíe, sino en que se humanice. Creo en la justicia interesada no por dictaminar acerca de la culpa, sino por promover la responsabilidad que transforma. Creo en la justicia inspirada por este sencillo y elemental criterio, la regla de oro de toda conducta justa: “Trata a tu prójimo como querrías ser tratado por él”.
Ponte en el lugar de la víctima. Ponte también en el lugar del encarcelado. Esa regla no falla nunca, y la entiende cualquier niño. ¿Será mucho pedir que la entiendan los partidos políticos y aquellas/os que (…) serán elegidos para representarnos? Claro que es muy difícil atenerse a esa regla. Por eso es tan difícil vivir en paz. Pero mucho más difícil aún es vivir sin paz.
(…) Creo en la paz que brota de nuestra oscura, sagrada tierra. Creo en la paz que baja del cielo, como baja la luz al amanecer desde la cumbre hasta el valle y que sube como sube al atardecer la sombra tranquila hacia la peña. Desde Dios hasta Dios, de paz en paz.
(Publicado en el Diario DEIA)
jueves, 24 de noviembre de 2011
Nunca nadie les ha pedido ni siquiera perdón...
Fuente:RTVE.es
La guerra civil en El Salvador fue un conflicto largo y sangriento, por el que pasaron muchos de los mejores reporteros de guerra del momento y que se convirtió en parte de su memoria sentimental y profesional.
Pero hoy El Salvador apenas ocupa espacio en los telediarios o en los periódicos. Cosas de la geoestrategia mundial, que ha trasladado el foco de los medios a países como Iraq o Afganistán y ha convertido a Centroamérica en una región medio olvidada informativamente hablando.
Así que cuando el equipo de En Portada llegó a San Salvador tuve una curiosa sensación de salto en el tiempo. Además, íbamos a hurgar en el recuerdo de un episodio también casi olvidado, la matanza de los jesuitas en la Universidad Centroamericana, que ha vuelto a tener cierta actualidad al ser uno de los casos que investiga la Audiencia Nacional en virtud del cada vez más polémico principio de justicia universal.
El caso Ellacuría, eso fue evidente desde el primer momento, es un caso molesto, que se enmarca de lleno en el debate sobre la llamada memoria histórica, muy actual en España. Además, nosotros llegamos a hacer preguntas incómodas en un periodo sensible, durante la campaña electoral de las presidenciales.
Fue muy significativo el silencio de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, de algunos políticos. Y fue curioso comprobar cómo el discurso de los que prefieren que no se sepa la verdad es siempre el mismo: No hay que reabrir heridas, hay que mirar hacia delante, es mejor no remover el pasado.
En una pequeña localidad al norte del país, llamada Ignacio Ellacuría en honor al sacerdote jesuita, dos humildes campesinas nos contaron cómo, al final de la guerra, sus hijos pequeños fueron masacrados en un bombardeo del Ejército. No está claro si fue deliberado o un error, pero casi 20 años después, ellas se mostraban dolidas sobre todo porque nunca nadie les ha pedido ni siquiera perdón.
Esas madres, como muchos otros salvadoreños, no olvidan. Con su testimonio, que nos emocionó en muchos momentos, cobra su sentido la necesidad de mantener lo que llaman "memoria histórica". Sus heridas sólo se cerrarán cuando se conozca toda la verdad de lo que ocurrió en aquellos años.
La guerra civil en El Salvador fue un conflicto largo y sangriento, por el que pasaron muchos de los mejores reporteros de guerra del momento y que se convirtió en parte de su memoria sentimental y profesional.
Pero hoy El Salvador apenas ocupa espacio en los telediarios o en los periódicos. Cosas de la geoestrategia mundial, que ha trasladado el foco de los medios a países como Iraq o Afganistán y ha convertido a Centroamérica en una región medio olvidada informativamente hablando.
Así que cuando el equipo de En Portada llegó a San Salvador tuve una curiosa sensación de salto en el tiempo. Además, íbamos a hurgar en el recuerdo de un episodio también casi olvidado, la matanza de los jesuitas en la Universidad Centroamericana, que ha vuelto a tener cierta actualidad al ser uno de los casos que investiga la Audiencia Nacional en virtud del cada vez más polémico principio de justicia universal.
El caso Ellacuría, eso fue evidente desde el primer momento, es un caso molesto, que se enmarca de lleno en el debate sobre la llamada memoria histórica, muy actual en España. Además, nosotros llegamos a hacer preguntas incómodas en un periodo sensible, durante la campaña electoral de las presidenciales.
Fue muy significativo el silencio de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, de algunos políticos. Y fue curioso comprobar cómo el discurso de los que prefieren que no se sepa la verdad es siempre el mismo: No hay que reabrir heridas, hay que mirar hacia delante, es mejor no remover el pasado.
En una pequeña localidad al norte del país, llamada Ignacio Ellacuría en honor al sacerdote jesuita, dos humildes campesinas nos contaron cómo, al final de la guerra, sus hijos pequeños fueron masacrados en un bombardeo del Ejército. No está claro si fue deliberado o un error, pero casi 20 años después, ellas se mostraban dolidas sobre todo porque nunca nadie les ha pedido ni siquiera perdón.
Esas madres, como muchos otros salvadoreños, no olvidan. Con su testimonio, que nos emocionó en muchos momentos, cobra su sentido la necesidad de mantener lo que llaman "memoria histórica". Sus heridas sólo se cerrarán cuando se conozca toda la verdad de lo que ocurrió en aquellos años.
Hay que definir qué nos interesa como sociedad - Eugenio Gimeno Balaguer
Existe disconformidad con la cuestión educativa, sobre todo con los énfasis y los resultados. Con los énfasis, porque muchas veces se coloca el acento en los medios y no en los fines; por ejemplo, cantidad de escuelas que se proyectan o realizan y menos en la calidad de los planes de estudio y de la enseñanza. Con los resultados, porque “producimos educandos” que en su mayor parte no trabajarán en aquello para lo cual se han formado. Estamos en la era del aprendizaje, cuya contracara será cada vez más la exclusión y la marginalidad.
El diagnóstico que hace unos años hicimos (“El revoltijo de la educación”, en La Voz del Interior , 29 de mayo de 2004) contemplaba tres aspectos: aumento de la agresividad, degradación de la convivencia y deterioro de la disciplina.
Este diagnóstico no ha variado mucho en el sector educativo. Las causas, según los padres, eran: “Nuestros hijos no nos hacen caso; se acuestan muy tarde, casi de madrugada, y el sistema educativo es ineficiente”. En tanto, los docentes decían que existía una “incompetencia o claudicación formativa” de las familias, que no sabían inculcar los mínimos hábitos de comportamiento a los futuros alumnos.
Comprensión. “Llega a ser el que eres”, recomendaba Píndaro, poeta griego. Lo específico de la sociedad humana es que sus miembros se conviertan en modelos para los más jóvenes de modo intencional y deseado.
Aunque a lo largo de la historia se dieron distintos modos de “ paideia ” (ideal educativo griego), se puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que de alguna manera todavía está entre nosotros: la que distingue en educación propiamente dicha, ejercida por un pedagogo, y la instrucción, ejercida por un maestro.
El pedagogo pertenecía al ámbito interno de la familia, era un educador en los valores de la ciudad, formaba el carácter y velaba por la integridad moral. Su educación era indispensable para ocupar roles en la polis , en la vida activa.
El maestro era un colaborador externo y enseñaba conocimientos instrumentales, necesarios para la vida productiva.
Hoy, esta contraposición entre educación e instrucción es obsoleta. No se puede educar sin instruir y viceversa.
En la familia, las cosas se aprenden de una manera diferente, en un clima de afectividad. La educación familiar funciona por vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por gestos humanos y compartidos, lo que llamo “hábitos del corazón”.
Por eso, sólo lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva que, en los casos favorables, sirve para fijar principios moralmente estimables y, en los desfavorables, prejuicios que más tarde serán imposibles de extirpar.
Para que una familia funcione educativamente, es imprescindible que alguien asuma el rol de adulto y ejerza la autoridad, que consiste en ayudar a crecer.
Revisando estos y otros intentos educativos, vemos que la crisis de la educación ya no proviene de la deficiente forma en que se cumplen los objetivos sino de “no saber” qué finalidad debe cumplir y hacia dónde orientar sus acciones, ya que no es lo mismo procesar información que comprender significados.
Qué podemos hacer. La desaparición de toda forma de autoridad en la familia no predispone a la libertad responsable sino a una forma de caprichosa inseguridad que, con los años, se refugia en formas colectivas de autoritarismo. En un aparente enredo de círculos viciosos y de culparse mutuamente, creemos no poder hacer nada, cuando sería mejor que pensáramos qué podemos hacer.
Hay que tomar conciencia de que lo que hace cada uno o deja de hacer repercute en el todo social, cuyos efectos pueden no ser inmediatos, pero sin duda se darán. Y así, en pocos años tendremos la sociedad que hoy estamos “fabricando”.
Lo que aparece como un rasgo común es la falta de exigencia y autoexigencia de los protagonistas educativos, salvo excepciones, a veces motivada por inseguridad, por inadecuadas condiciones, por miedo, por pereza, por estrés, etcétera.
Otro elemento es la mala pedagogía de los derechos que poco a poco nos ha conducido a una cultura del reclamo y de la protesta, en vez de la cultura de la responsabilidad y la participación.
Otro tema es el de los malos ejemplos recibidos desde la conducción de muchas organizaciones y la forma inadecuada de dirimir los conflictos.
En suma, un tema tan importante, tan manoseado, requiere la participación de todos los actores, bajo premisas claras que lleven no tanto a obtener más egresados, más diplomados, más profesionales, sino principalmente a que todos ejerzan el derecho a estudiar y a aprender.
Recuperar los valores es un tema que se enuncia con insistencia. Hay que profundizar los valores que en la historia hicieron grandes a hombres y países. El valor del “otro” como semejante; trabajo, honestidad, patriotismo, coraje, altruismo, solidaridad y autoexigencia son valores sobre cuya base tenemos que establecer las líneas fundamentales de la política educativa.
Hay que generar el clima para redescubrir el sentido de lo maravilloso de vivir. Pasar de nuestras potencialidades a la acción y de nuestra voluntad a las concreciones. Necesitamos ideas claras, comunicarnos para entendernos. Sólo así venceremos el escepticismo y recuperaremos la confianza en nosotros mismos y en los demás.
La educación de la comunidad, no sólo la de los jóvenes, necesita mucho más que las netbooks o las herramientas digitales. Necesita un consenso mínimo para dejar de lado enfoques limitados y alcanzar unos puntos básicos iniciales.
En los países avanzados, se habla de competencias clave, como comunicación en lengua materna, comunicación en una lengua extranjera, competencia matemática, científica y tecnológica, competencia digital, aprender a aprender, competencias interpersonales y cívicas, espíritu emprendedor y expresión cultural.
Urge definir qué nos interesa como sociedad deseada, para que la educación sea la clave de nuestro crecimiento.
Fuente: La Voz del Interior
El diagnóstico que hace unos años hicimos (“El revoltijo de la educación”, en La Voz del Interior , 29 de mayo de 2004) contemplaba tres aspectos: aumento de la agresividad, degradación de la convivencia y deterioro de la disciplina.
Este diagnóstico no ha variado mucho en el sector educativo. Las causas, según los padres, eran: “Nuestros hijos no nos hacen caso; se acuestan muy tarde, casi de madrugada, y el sistema educativo es ineficiente”. En tanto, los docentes decían que existía una “incompetencia o claudicación formativa” de las familias, que no sabían inculcar los mínimos hábitos de comportamiento a los futuros alumnos.
Comprensión. “Llega a ser el que eres”, recomendaba Píndaro, poeta griego. Lo específico de la sociedad humana es que sus miembros se conviertan en modelos para los más jóvenes de modo intencional y deseado.
Aunque a lo largo de la historia se dieron distintos modos de “ paideia ” (ideal educativo griego), se puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que de alguna manera todavía está entre nosotros: la que distingue en educación propiamente dicha, ejercida por un pedagogo, y la instrucción, ejercida por un maestro.
El pedagogo pertenecía al ámbito interno de la familia, era un educador en los valores de la ciudad, formaba el carácter y velaba por la integridad moral. Su educación era indispensable para ocupar roles en la polis , en la vida activa.
El maestro era un colaborador externo y enseñaba conocimientos instrumentales, necesarios para la vida productiva.
Hoy, esta contraposición entre educación e instrucción es obsoleta. No se puede educar sin instruir y viceversa.
En la familia, las cosas se aprenden de una manera diferente, en un clima de afectividad. La educación familiar funciona por vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por gestos humanos y compartidos, lo que llamo “hábitos del corazón”.
Por eso, sólo lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva que, en los casos favorables, sirve para fijar principios moralmente estimables y, en los desfavorables, prejuicios que más tarde serán imposibles de extirpar.
Para que una familia funcione educativamente, es imprescindible que alguien asuma el rol de adulto y ejerza la autoridad, que consiste en ayudar a crecer.
Revisando estos y otros intentos educativos, vemos que la crisis de la educación ya no proviene de la deficiente forma en que se cumplen los objetivos sino de “no saber” qué finalidad debe cumplir y hacia dónde orientar sus acciones, ya que no es lo mismo procesar información que comprender significados.
Qué podemos hacer. La desaparición de toda forma de autoridad en la familia no predispone a la libertad responsable sino a una forma de caprichosa inseguridad que, con los años, se refugia en formas colectivas de autoritarismo. En un aparente enredo de círculos viciosos y de culparse mutuamente, creemos no poder hacer nada, cuando sería mejor que pensáramos qué podemos hacer.
Hay que tomar conciencia de que lo que hace cada uno o deja de hacer repercute en el todo social, cuyos efectos pueden no ser inmediatos, pero sin duda se darán. Y así, en pocos años tendremos la sociedad que hoy estamos “fabricando”.
Lo que aparece como un rasgo común es la falta de exigencia y autoexigencia de los protagonistas educativos, salvo excepciones, a veces motivada por inseguridad, por inadecuadas condiciones, por miedo, por pereza, por estrés, etcétera.
Otro elemento es la mala pedagogía de los derechos que poco a poco nos ha conducido a una cultura del reclamo y de la protesta, en vez de la cultura de la responsabilidad y la participación.
Otro tema es el de los malos ejemplos recibidos desde la conducción de muchas organizaciones y la forma inadecuada de dirimir los conflictos.
En suma, un tema tan importante, tan manoseado, requiere la participación de todos los actores, bajo premisas claras que lleven no tanto a obtener más egresados, más diplomados, más profesionales, sino principalmente a que todos ejerzan el derecho a estudiar y a aprender.
Recuperar los valores es un tema que se enuncia con insistencia. Hay que profundizar los valores que en la historia hicieron grandes a hombres y países. El valor del “otro” como semejante; trabajo, honestidad, patriotismo, coraje, altruismo, solidaridad y autoexigencia son valores sobre cuya base tenemos que establecer las líneas fundamentales de la política educativa.
Hay que generar el clima para redescubrir el sentido de lo maravilloso de vivir. Pasar de nuestras potencialidades a la acción y de nuestra voluntad a las concreciones. Necesitamos ideas claras, comunicarnos para entendernos. Sólo así venceremos el escepticismo y recuperaremos la confianza en nosotros mismos y en los demás.
La educación de la comunidad, no sólo la de los jóvenes, necesita mucho más que las netbooks o las herramientas digitales. Necesita un consenso mínimo para dejar de lado enfoques limitados y alcanzar unos puntos básicos iniciales.
En los países avanzados, se habla de competencias clave, como comunicación en lengua materna, comunicación en una lengua extranjera, competencia matemática, científica y tecnológica, competencia digital, aprender a aprender, competencias interpersonales y cívicas, espíritu emprendedor y expresión cultural.
Urge definir qué nos interesa como sociedad deseada, para que la educación sea la clave de nuestro crecimiento.
Fuente: La Voz del Interior
miércoles, 23 de noviembre de 2011
martes, 22 de noviembre de 2011
¿Me repite la pregunta? - Marcelo Polakoff
Dejarla a un costado suele ser señal de poca sustancia. Postergarla para más adelante, aunque a veces ello sea apreciado como una actitud responsable, puede demostrar un gran cúmulo de incómodas incertezas. Hacer de cuenta que no existe, reviste de por sí un desparpajo existencial, evidencia cruel de mentes muy chiquitas.
Ahora bien, acariciarla con sosiego, sopesarla suavemente y acunarla confiados, es volver a dotar a la pregunta de la maravilla intrínseca que acostumbra a poseer, toda vez que se le dispense el respeto adecuado.
Es que la pregunta, lejos de constituirse en una amenaza, debe tornarse en una de las llaves más propicias para persistir en la apertura de nuevos senderos que conduzcan a mayores resplandores de verdad.
Y cuando los interrogantes acechan y hasta la mismísima justicia divina es cuestionada, no hay que temerle a ello. Al contrario, acallar semejantes atolladeros –aun cuando se los silencie so pretexto de entenderlos como pequeñas o enormes herejías– es sólo un poco más de combustible incendiario en manos de los extremistas de siempre, nada ausentes de los diversos territorios eclesiales.
Aprendamos de Abraham, padre del monoteísmo y patriarca en la fe judía, cristiana e islámica. Entre sus virtudes, tuvo el mérito de ser el primer ser humano registrado por la historia que se plantó ante el Creador, vehemente y humilde a la vez, para increparlo con una pregunta feroz: “¿Acaso el juez de toda la tierra no hará justicia?”
El contexto de la pregunta era inmejorable. Estamos en el capítulo 18 del libro del Génesis. Dios había decidido la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, pues habían llegado a la cumbre de toda perversión, y cuando le comenta lo planeado al primer hebreo, Abraham no resiste la duda de saber si Dios va “a destruir al justo junto con el impío”.
¿La pregunta es legítima? Más vale. ¿Tiene lugar? Por supuesto. ¿Y quién tiene derecho a hacerla? Pues he aquí el quid de la cuestión. No es que haya de entrada una imposibilidad de pertenecer al club de los que preguntan por la justicia divina.
En principio, cualquier ser humano estaría habilitado a hacerlo. Sin embargo, me permito reservarme la duda y postular que para tener la chance de realizar tamaño cuestionamiento es menester haber contestado antes (y de manera coherente) las dos preguntas que el propio Dios había dejado registradas unas cuantas páginas antes. No son menores.
La primera fue para Adán, cuando pretendía esconderse de la presencia divina en pleno Jardín del Edén después de haber probado del árbol del conocimiento del bien y del mal. Fue muy sencilla: “¿Dónde estás?”. No hace falta explicar que no se trataba de una pregunta geográfica, sino más bien de una cuestión de ubicación existencial.
La segunda fue dirigida a Caín, instantes después del fratricidio: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Otra vez la simpleza de lo más profundo. Una nueva pregunta divina donde la localización nada tiene que ver con latitudes y altitudes. Sí con actitudes...
Relegar aquellas dos preguntas primigenias tan sólo a Adán y a Caín es, por lo menos, infantil. Son interrogantes que debieran resonar a diario en nuestros oídos. Saber dónde uno está para responder por ello y saber dónde uno está parado frente a su prójimo son requisitos necesarios para tener el tupé de cuestionar la justicia divina. Abraham ya había dado muestras cabales de su responsabilidad, que no es más ni menos que la habilidad para responder. ¿Podemos nosotros?
Fuente: La Voz del Interior
Ahora bien, acariciarla con sosiego, sopesarla suavemente y acunarla confiados, es volver a dotar a la pregunta de la maravilla intrínseca que acostumbra a poseer, toda vez que se le dispense el respeto adecuado.
Es que la pregunta, lejos de constituirse en una amenaza, debe tornarse en una de las llaves más propicias para persistir en la apertura de nuevos senderos que conduzcan a mayores resplandores de verdad.
Y cuando los interrogantes acechan y hasta la mismísima justicia divina es cuestionada, no hay que temerle a ello. Al contrario, acallar semejantes atolladeros –aun cuando se los silencie so pretexto de entenderlos como pequeñas o enormes herejías– es sólo un poco más de combustible incendiario en manos de los extremistas de siempre, nada ausentes de los diversos territorios eclesiales.
Aprendamos de Abraham, padre del monoteísmo y patriarca en la fe judía, cristiana e islámica. Entre sus virtudes, tuvo el mérito de ser el primer ser humano registrado por la historia que se plantó ante el Creador, vehemente y humilde a la vez, para increparlo con una pregunta feroz: “¿Acaso el juez de toda la tierra no hará justicia?”
El contexto de la pregunta era inmejorable. Estamos en el capítulo 18 del libro del Génesis. Dios había decidido la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, pues habían llegado a la cumbre de toda perversión, y cuando le comenta lo planeado al primer hebreo, Abraham no resiste la duda de saber si Dios va “a destruir al justo junto con el impío”.
¿La pregunta es legítima? Más vale. ¿Tiene lugar? Por supuesto. ¿Y quién tiene derecho a hacerla? Pues he aquí el quid de la cuestión. No es que haya de entrada una imposibilidad de pertenecer al club de los que preguntan por la justicia divina.
En principio, cualquier ser humano estaría habilitado a hacerlo. Sin embargo, me permito reservarme la duda y postular que para tener la chance de realizar tamaño cuestionamiento es menester haber contestado antes (y de manera coherente) las dos preguntas que el propio Dios había dejado registradas unas cuantas páginas antes. No son menores.
La primera fue para Adán, cuando pretendía esconderse de la presencia divina en pleno Jardín del Edén después de haber probado del árbol del conocimiento del bien y del mal. Fue muy sencilla: “¿Dónde estás?”. No hace falta explicar que no se trataba de una pregunta geográfica, sino más bien de una cuestión de ubicación existencial.
La segunda fue dirigida a Caín, instantes después del fratricidio: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Otra vez la simpleza de lo más profundo. Una nueva pregunta divina donde la localización nada tiene que ver con latitudes y altitudes. Sí con actitudes...
Relegar aquellas dos preguntas primigenias tan sólo a Adán y a Caín es, por lo menos, infantil. Son interrogantes que debieran resonar a diario en nuestros oídos. Saber dónde uno está para responder por ello y saber dónde uno está parado frente a su prójimo son requisitos necesarios para tener el tupé de cuestionar la justicia divina. Abraham ya había dado muestras cabales de su responsabilidad, que no es más ni menos que la habilidad para responder. ¿Podemos nosotros?
Fuente: La Voz del Interior
lunes, 21 de noviembre de 2011
A propósito del IV Encuentro de Oración por la paz PEPE LAGUNA
No se trata de mujeres O varones, sino de mujeres Y varones...
PAZ POR TESTOSTERONA
A propósito del IV Encuentro de Oración por la paz
PEPE LAGUNA, pepe.laguna@yahoo.es
PARLA (MADRID).
ECLESALIA, 21/11/11.- Los medios de comunicación generalistas no se hicieron eco del acontecimiento: el pasado 27 de Octubre Benedicto XVI convocaba en Asís el IV Encuentro interreligioso de Oración por la Paz. En la pequeña localidad italiana se dieron cita los líderes de las principales religiones mundiales, para orar y reafirmar el compromiso por la paz de todos los credos religiosos.
Sobre el inmenso palco montado delante de la iglesia de la Porciúncula pudimos ver sentados al Papa; a su derecha Su Santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, y su Gracia Rowan Williams, primado de la Comunión Anglicana; y a su izquierda al rabino David Rosen y al profesor Wande Abimbola, portavoz de las religiones tradicionales africanas ifu y yoruba. También estuvieron presentes el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I; el obispo Munib Younan, de la Federación Luterana Mundial; el líder shijk Tarunjit Singh Butalia; el representante del Patriarcado de Moscú, metropolita Aleksandr; el mulá Mohammed Zubair Abid; el metropolita Mar Gregorios, de los siro-ortodoxos de Antioquía; el taoísta Wai Hop Tong; el budista venerable Phra Phommolee; Tsunekiyo Tanaka por los sintoístas japoneses; la señora Betty Ehrenberg, del Comité Internacional Judío; el reverendo Setrui Nyomi de la Comunión Mundial de las Iglesias Reformadas; y el profesor mexicano Guillermo Hurtado en nombre de los no creyentes.
Ante las fotos del encuentro todas ellas plagadas de pobladas barbas y cabezas alopécicas, uno no puede dejar de preguntarse por qué la Divinidad, en cualquiera de las declinaciones institucionales allí presentes, “elige” sólo varones para representarla. Dejo al lector y lectora elaborar su propia respuesta.
Hans Küng afirma que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones, y no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre ellas”, a lo que yo añado: “no habrá paz hasta que las mujeres lideren las religiones y el mundo en igualdad de oportunidades que los hombres”. Ya conocemos la violencia que es capaz de generar la testosterona masculina, dejemos paso a la progesterona.
Los cristianos y cristianas sabemos que la paz vendrá de la mano de las mujeres, así nos lo anunció el ángel Gabriel y lo corroboró María de Nazaret en su Magníficat; así nos lo dijeron María Magdalena, Juana, María la de Santiago, primeras testigo de la resurrección.
El día en que la foto de un futuro encuentro de Asís muestre el rostro femenino de papisas, patriarcas, primadas, rabinas, lideresas…, habrá comenzado verdaderamente la era de la paz. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
PAZ POR TESTOSTERONA
A propósito del IV Encuentro de Oración por la paz
PEPE LAGUNA, pepe.laguna@yahoo.es
PARLA (MADRID).
ECLESALIA, 21/11/11.- Los medios de comunicación generalistas no se hicieron eco del acontecimiento: el pasado 27 de Octubre Benedicto XVI convocaba en Asís el IV Encuentro interreligioso de Oración por la Paz. En la pequeña localidad italiana se dieron cita los líderes de las principales religiones mundiales, para orar y reafirmar el compromiso por la paz de todos los credos religiosos.
Sobre el inmenso palco montado delante de la iglesia de la Porciúncula pudimos ver sentados al Papa; a su derecha Su Santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, y su Gracia Rowan Williams, primado de la Comunión Anglicana; y a su izquierda al rabino David Rosen y al profesor Wande Abimbola, portavoz de las religiones tradicionales africanas ifu y yoruba. También estuvieron presentes el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I; el obispo Munib Younan, de la Federación Luterana Mundial; el líder shijk Tarunjit Singh Butalia; el representante del Patriarcado de Moscú, metropolita Aleksandr; el mulá Mohammed Zubair Abid; el metropolita Mar Gregorios, de los siro-ortodoxos de Antioquía; el taoísta Wai Hop Tong; el budista venerable Phra Phommolee; Tsunekiyo Tanaka por los sintoístas japoneses; la señora Betty Ehrenberg, del Comité Internacional Judío; el reverendo Setrui Nyomi de la Comunión Mundial de las Iglesias Reformadas; y el profesor mexicano Guillermo Hurtado en nombre de los no creyentes.
Ante las fotos del encuentro todas ellas plagadas de pobladas barbas y cabezas alopécicas, uno no puede dejar de preguntarse por qué la Divinidad, en cualquiera de las declinaciones institucionales allí presentes, “elige” sólo varones para representarla. Dejo al lector y lectora elaborar su propia respuesta.
Hans Küng afirma que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones, y no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre ellas”, a lo que yo añado: “no habrá paz hasta que las mujeres lideren las religiones y el mundo en igualdad de oportunidades que los hombres”. Ya conocemos la violencia que es capaz de generar la testosterona masculina, dejemos paso a la progesterona.
Los cristianos y cristianas sabemos que la paz vendrá de la mano de las mujeres, así nos lo anunció el ángel Gabriel y lo corroboró María de Nazaret en su Magníficat; así nos lo dijeron María Magdalena, Juana, María la de Santiago, primeras testigo de la resurrección.
El día en que la foto de un futuro encuentro de Asís muestre el rostro femenino de papisas, patriarcas, primadas, rabinas, lideresas…, habrá comenzado verdaderamente la era de la paz. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
Importancia de la letra “Y” en la vida - Victor Codina.
No hay que ser lingüista para saber que la letra “y”, la penúltima letra del abecedario castellano, es una conjunción copulativa, una partícula que une diversos vocablos, muchas veces muy diferentes e incluso opuestos: noche y día, frío y calor, hombre y mujer, cuerpo y alma, cielo y tierra, presente y futuro, risa y llanto, silencio y palabra, trabajo y descanso, placer y dolor, jóvenes y ancianos, vida y muerte…El libro del Qohelet o Eclesiastés, con su sabiduría un poco amarga, nos ofrece una lista de tiempos para hacer cada cosa, para todo hay tiempo bajo el sol (Qo 3).
También a nivel religioso y cristiano la “y” une realidades diversas: Creador y criatura, espiritual y material, amor a Dios y amor al prójimo, libertad y gracia, pecado y salvación, Antiguo y Nuevo Testamento, pueblo elegido y universalidad de la salvación, sacerdotes y profetas, cruz y resurrección, Cristo y Espíritu, Dios uno y trino, Iglesia y Reino, Iglesia santa y pecadora, Palabra y sacramento, carisma e institución, antropocentrismo y cosmocentrismo, trigo y cizaña, razón y fe, ministros y laicos, bienaventuranzas de los pobres y ayes a los ricos, primado y colegialidad episcopal, Iglesia local e Iglesia universal, inmanencia y trascendencia, acción y contemplación, ascética y mística, ética y estética, historia y escatología, cristianismo y justicia, etc.
Muchas veces nos resulta difícil asumir la diversidad, pues nos exige una tensión constante y por esto tendemos a convertir la partícula copulativa “y” que une en una partícula disyuntiva que separa: dividimos, polarizamos y finalmente optamos por un solo término que acaba engulliendo y excluyendo al otro: racismo de la raza blanca que desprecia a las demás razas, machismo, antisemitismo, racionalismo, materialismo, espiritualismo, fundamentalismo, panteísmo, ateismo…Todas las divisiones y luchas políticas, culturales y sociales nacen de estas posturas excluyentes y parciales, que ven una amenaza en lo diverso. Lo mismo sucede en el ámbito religioso y eclesial: cruzadas, guerras religiosas, herejías y cismas, tienen su origen en esta intolerancia y falta de aceptación de lo diferente. Es Babel.
El Concilio de Calcedonia nos ofrece una buena solución cuando nos dice que en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, se unen la divinidad y la humanidad “sin división ni confusión”. Seguramente muchas tensiones y crispaciones, muchas polémicas y actitudes violentas en la sociedad y en la Iglesia cesarían si asumiéramos esta postura cristológica de no separar ni confundir. El “y” no separa ni confunde, une en comunidad y en comunión respetando las diferencias, es simbólico (que une), no diabólico (que divide y separa). Permite acentuar algún aspecto según lugares y tiempos, pero nunca excluye. Esto está conforme con el Espíritu de Pentecostés que acepta la diversidad en la unidad. Y el modelo último de está unión en la diversidad es la Trinidad, una comunidad en la cual la relación entre el Padre y el Hijo se da en la comunión del Espíritu Santo que es el “y” de Dios.
Quizás todo esto pueda parecer demasiado abstracto y elevado, alejado de la realidad de cada día. Pero ¿qué sucedería si aceptáramos e integráramos en nuestra vida personal, social, religiosa y eclesial términos que nos parecen contrapuestos? Sin duda anticiparíamos la utopía bíblica de que se haga justicia a los débiles, se defienda el derecho de los pobres y habiten juntos el lobo y el cordero, el niño y la víbora (Is 11, 4-8), es decir, comenzaríamos a vivir, ya ahora y aquí, los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17).
También a nivel religioso y cristiano la “y” une realidades diversas: Creador y criatura, espiritual y material, amor a Dios y amor al prójimo, libertad y gracia, pecado y salvación, Antiguo y Nuevo Testamento, pueblo elegido y universalidad de la salvación, sacerdotes y profetas, cruz y resurrección, Cristo y Espíritu, Dios uno y trino, Iglesia y Reino, Iglesia santa y pecadora, Palabra y sacramento, carisma e institución, antropocentrismo y cosmocentrismo, trigo y cizaña, razón y fe, ministros y laicos, bienaventuranzas de los pobres y ayes a los ricos, primado y colegialidad episcopal, Iglesia local e Iglesia universal, inmanencia y trascendencia, acción y contemplación, ascética y mística, ética y estética, historia y escatología, cristianismo y justicia, etc.
Muchas veces nos resulta difícil asumir la diversidad, pues nos exige una tensión constante y por esto tendemos a convertir la partícula copulativa “y” que une en una partícula disyuntiva que separa: dividimos, polarizamos y finalmente optamos por un solo término que acaba engulliendo y excluyendo al otro: racismo de la raza blanca que desprecia a las demás razas, machismo, antisemitismo, racionalismo, materialismo, espiritualismo, fundamentalismo, panteísmo, ateismo…Todas las divisiones y luchas políticas, culturales y sociales nacen de estas posturas excluyentes y parciales, que ven una amenaza en lo diverso. Lo mismo sucede en el ámbito religioso y eclesial: cruzadas, guerras religiosas, herejías y cismas, tienen su origen en esta intolerancia y falta de aceptación de lo diferente. Es Babel.
El Concilio de Calcedonia nos ofrece una buena solución cuando nos dice que en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, se unen la divinidad y la humanidad “sin división ni confusión”. Seguramente muchas tensiones y crispaciones, muchas polémicas y actitudes violentas en la sociedad y en la Iglesia cesarían si asumiéramos esta postura cristológica de no separar ni confundir. El “y” no separa ni confunde, une en comunidad y en comunión respetando las diferencias, es simbólico (que une), no diabólico (que divide y separa). Permite acentuar algún aspecto según lugares y tiempos, pero nunca excluye. Esto está conforme con el Espíritu de Pentecostés que acepta la diversidad en la unidad. Y el modelo último de está unión en la diversidad es la Trinidad, una comunidad en la cual la relación entre el Padre y el Hijo se da en la comunión del Espíritu Santo que es el “y” de Dios.
Quizás todo esto pueda parecer demasiado abstracto y elevado, alejado de la realidad de cada día. Pero ¿qué sucedería si aceptáramos e integráramos en nuestra vida personal, social, religiosa y eclesial términos que nos parecen contrapuestos? Sin duda anticiparíamos la utopía bíblica de que se haga justicia a los débiles, se defienda el derecho de los pobres y habiten juntos el lobo y el cordero, el niño y la víbora (Is 11, 4-8), es decir, comenzaríamos a vivir, ya ahora y aquí, los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17).
domingo, 20 de noviembre de 2011
El perdón - Carta de Chile - Taizé 2011 - Fray Alois
(...) El Evangelio nos anima a ir incluso más lejos: la justicia debe prolongarse en el perdón, las sociedades humanas no pueden vivir sin él. En muchas partes del mundo, las heridas de la historia son profundas. Atrevámonos a poner fin a lo que puede terminarse hoy. Así un futuro de paz, preparado en el corazón de Dios, podrá desplegarse plenamente.
Creer en el perdón de Dios no significa olvidar la falta. El mensaje del perdón nunca puede utilizarse para sostener las injusticias. Al contrario, creer en el perdón nos hace libres para discernir nuestras propias faltas, así como las injusticias en nuestro entorno y en el mundo. Depende de nosotros reparar lo que puede arreglarse. Sobre este arduo camino, encontramos un apoyo vital: en la comunión de la Iglesia, el perdón de Dios puede otorgarse de nuevo.
Cada ser humano tiene tanta necesidad del perdón como del pan cotidiano. Dios lo da siempre gratuitamente, “Él que perdona todas tus ofensas”.Abrir las manos en la oración es un gesto muy simple que puede expresar nuestro deseo de acogerlo.
Cuando rezamos en el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos” su perdón ya nos toca. No son palabras en el aire: algo sucede cuando rezamos con estas palabras que Jesús mismo nos enseñó. Y estamos preparados para perdonar también nosotros y a no condenar definitivamente a otra persona cuando hemos sido ofendidos.
Cristo distingue entre la persona y la falta cometida. Hasta su último aliento sobre la cruz, ha rechazado condenar a nadie. Y lejos de minimizar la falta, la ha tomado sobre sí.
Hay situaciones en las que no conseguimos perdonar. La herida es demasiado grande. Entonces debemos recordar que el perdón de Dios no falla nunca. En cuanto a nosotros, a veces conseguimos perdonar sólo por etapas. El deseo de perdonar es ya un primer paso, incluso cuando este deseo permanezca sumergido en la amargura.
Al perdonar, Dios hace algo más que borrar nuestras faltas. Nos da una vida nueva en su amistad, animada día y noche por el Espíritu Santo.
Acoger y transmitir el perdón de Dios, ése es el camino que Cristo ha abierto. Nosotros avanzamos por él a pesar de nuestras fragilidades y de nuestras heridas. Cristo no hace de nosotros mujeres y hombres que han llegado ya a la meta.
Pobres del Evangelio, no tenemos, como cristianos, la pretensión de ser mejores que los demás. Lo que nos caracteriza es simplemente la opción de pertenecer a Cristo. Al hacer esta elección queremos ser totalmente consecuentes.
Y todos nosotros podemos hacer este descubrimiento: el perdón recibido o dado es creador de alegría. Saberse perdonado es quizás una de las alegrías más profundas, más liberadoras. Ahí está la fuente de la paz interior que Cristo quiere comunicarnos. Esta paz nos llevará lejos, irradiará para los demás y para el mundo.
Creer en el perdón de Dios no significa olvidar la falta. El mensaje del perdón nunca puede utilizarse para sostener las injusticias. Al contrario, creer en el perdón nos hace libres para discernir nuestras propias faltas, así como las injusticias en nuestro entorno y en el mundo. Depende de nosotros reparar lo que puede arreglarse. Sobre este arduo camino, encontramos un apoyo vital: en la comunión de la Iglesia, el perdón de Dios puede otorgarse de nuevo.
Cada ser humano tiene tanta necesidad del perdón como del pan cotidiano. Dios lo da siempre gratuitamente, “Él que perdona todas tus ofensas”.Abrir las manos en la oración es un gesto muy simple que puede expresar nuestro deseo de acogerlo.
Cuando rezamos en el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos” su perdón ya nos toca. No son palabras en el aire: algo sucede cuando rezamos con estas palabras que Jesús mismo nos enseñó. Y estamos preparados para perdonar también nosotros y a no condenar definitivamente a otra persona cuando hemos sido ofendidos.
Cristo distingue entre la persona y la falta cometida. Hasta su último aliento sobre la cruz, ha rechazado condenar a nadie. Y lejos de minimizar la falta, la ha tomado sobre sí.
Hay situaciones en las que no conseguimos perdonar. La herida es demasiado grande. Entonces debemos recordar que el perdón de Dios no falla nunca. En cuanto a nosotros, a veces conseguimos perdonar sólo por etapas. El deseo de perdonar es ya un primer paso, incluso cuando este deseo permanezca sumergido en la amargura.
Al perdonar, Dios hace algo más que borrar nuestras faltas. Nos da una vida nueva en su amistad, animada día y noche por el Espíritu Santo.
Acoger y transmitir el perdón de Dios, ése es el camino que Cristo ha abierto. Nosotros avanzamos por él a pesar de nuestras fragilidades y de nuestras heridas. Cristo no hace de nosotros mujeres y hombres que han llegado ya a la meta.
Pobres del Evangelio, no tenemos, como cristianos, la pretensión de ser mejores que los demás. Lo que nos caracteriza es simplemente la opción de pertenecer a Cristo. Al hacer esta elección queremos ser totalmente consecuentes.
Y todos nosotros podemos hacer este descubrimiento: el perdón recibido o dado es creador de alegría. Saberse perdonado es quizás una de las alegrías más profundas, más liberadoras. Ahí está la fuente de la paz interior que Cristo quiere comunicarnos. Esta paz nos llevará lejos, irradiará para los demás y para el mundo.
viernes, 18 de noviembre de 2011
jueves, 17 de noviembre de 2011
A LA BÚSQUEDA DEL PERDÓN PERDIDO - Koldo Aldai
Una idea sin corazón es pura cáscara hueca. Además las doctrinas fragmentan a los humanos. Torpe ladrillo el de la ideología para construir naciones. Sin ética, los credos quedan vacíos, faltos de genuino contenido, por más que llenen manuales, libros y largas entrevistas.
Son los principios morales los que encumbran a los humanos y por ende a sus colectivos. Son los valores los que cuentan, las máximas que unos hombres y mujeres, y por lo tanto sus naciones, son capaces de encarnar. Las ideologías pueden ser gratis, moldearse a interés, no implicar sacrificio alguno.
¿Tendrá ETA y la izquierda abertzale la valentía de pedir perdón? Lo decimos con todos los respetos: poco nos interesa una entrevista de quince páginas cargada de proclamas. Sólo hay una clave capaz de autentificar ese largo discurso y ésa es la palabra "perdón".
Me tomo la libertad de dirigirme en segunda persona a los valedores de la más “pura” ortodoxia de la “construcción nacional”. Quienes habéis segado la vida de otros humanos por vuestros ideales, antes de arrimar ladrillos en esa construcción, ¿no tenéis primero que susurrar perdón? No por nosotros, sino por vosotros mismos, por deber moral, también por lo que deseamos hacer juntos; entre otras cosas nación (ojalá ancha y desalambrada), entre otras cosas “cuenta nueva” y un futuro compartido. Desde el momento en que queremos construir unidos, ese perdón será determinante.
Por más que lo deseáramos, nunca podremos pedir perdón por vosotros. Vuestra “construcción nacional” no nos dice nada, mientras que esa nación no esté asentada en firmes principios morales y solidarios, mientras que en su interior no haya un sitio para todos. No se puede construir sobre la base de tanto dolor injustificado. Hay un futuro que demanda arrepentimiento por parte de quienes disparasteis en tantas calles y plazas.
Primero se construyen los humanos a sí mismos, primero dejarse la piel en el abrazo sincero a las víctimas, después se construyen las naciones, por supuesto naciones fraternalmente unidas unas a otras. Ya no hay ombligos en un mundo de pueblos hermanos.
Amaiur logrará el 20N un buen puñado de diputados en Madrid. Hay un pueblo que desde hace muchas décadas aguarda su legítimo derecho a decidir, hay presos que merecen volver a prisiones cercanas a sus hogares, hay un Otegi al que no le corresponde la sombra, hay conculcaciones de las libertades por parte del Estado (ley de partidos…) que han de cesar…; pero la verdadera alegría nuestra será cuando la izquierda abertzale entone el "mea culpa".
Sí, ya sabemos lo que hicieron “los otros”, conocemos los atropellos del Estado, ya sabemos de las torturas, del GAL…, pero vuestra barbarie fue más lejos. Por lo demás la grandeza de un colectivo no se gradúa por el "ojo por ojo", sino por su altura de miras, por su generosidad. La grandeza de un pueblo no se calcula por las ideas de las cabezas, sino por la nobleza de los corazones, por los principios de ética, justicia, defensa de las libertades y derechos humanos, amor a la lengua y las tradiciones positivas, amor a los otros pueblos y culturas… que sus gentes son capaces de encarnar día a día.
Cuando en la España del 36, en el bando republicano cundía el revanchismo para dolor de tantos líderes probos en Madrid, en Euskal Herria se persiguió denodadamente a quienes se tomaban la justicia por su mano. El caro honor de esos gudaris y su Gobierno Vasco a la cabeza, es lo que podremos contar con orgullo a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos… Pero en esa historia de la "construcción nacional" habremos de callar muchas décadas posteriores de atropellos por parte de quienes quisisteis construir patria con ira, plomo y estruendo. Habremos de callar cuando quitasteis el aliento a una mujer valiente que paseaba con su hijo, simplemente porque quería “construir nación” con más ética que la vuestra. Tendremos que callar centenares de muertes que sólo han causado dolor ajeno y mancillado la imagen de este pueblo en su avance hacia la total libertad.
Muchos saludaríamos con satisfacción el progreso en estas y futuras elecciones de una izquierda abertzale aligerada de rencor y cargada de perdón, una izquierda abertzale que encarne el legítimo derecho de este pueblo a regir su destino, pero a la vez valiente, que haga acopio ahora sí de su mayor arrojo, para reconocer los graves errores pretéritos, por encima de todos, el de tantas vidas inútilmente segadas por la organización armada.
El desnortamiento no merma capacidad de entrega. Ahora llega sin embargo la prueba de las pruebas, la verdadera batalla. Los militantes de ETA y de la izquierda abertzale tenéis delante vuestro más titánico reto: la solicitud de perdón. No, no todo fue en balde, no el arrojo, no el darse a una causa supuestamente más grande, no la abnegación y el olvido de sí…, sí la metralla de odio y de metal, sí los 800 seres sin vida, sí el rencor desparramado.
Que la fuerza inconmensurable de ese perdón contribuya a la catarsis y liberación internas de los responsables de tanto desatino, recomponga sin exclusiones nuestro tejido social y siente las bases de la única “re-construcción nacional” posible.
www.artegoxo.org
Son los principios morales los que encumbran a los humanos y por ende a sus colectivos. Son los valores los que cuentan, las máximas que unos hombres y mujeres, y por lo tanto sus naciones, son capaces de encarnar. Las ideologías pueden ser gratis, moldearse a interés, no implicar sacrificio alguno.
¿Tendrá ETA y la izquierda abertzale la valentía de pedir perdón? Lo decimos con todos los respetos: poco nos interesa una entrevista de quince páginas cargada de proclamas. Sólo hay una clave capaz de autentificar ese largo discurso y ésa es la palabra "perdón".
Me tomo la libertad de dirigirme en segunda persona a los valedores de la más “pura” ortodoxia de la “construcción nacional”. Quienes habéis segado la vida de otros humanos por vuestros ideales, antes de arrimar ladrillos en esa construcción, ¿no tenéis primero que susurrar perdón? No por nosotros, sino por vosotros mismos, por deber moral, también por lo que deseamos hacer juntos; entre otras cosas nación (ojalá ancha y desalambrada), entre otras cosas “cuenta nueva” y un futuro compartido. Desde el momento en que queremos construir unidos, ese perdón será determinante.
Por más que lo deseáramos, nunca podremos pedir perdón por vosotros. Vuestra “construcción nacional” no nos dice nada, mientras que esa nación no esté asentada en firmes principios morales y solidarios, mientras que en su interior no haya un sitio para todos. No se puede construir sobre la base de tanto dolor injustificado. Hay un futuro que demanda arrepentimiento por parte de quienes disparasteis en tantas calles y plazas.
Primero se construyen los humanos a sí mismos, primero dejarse la piel en el abrazo sincero a las víctimas, después se construyen las naciones, por supuesto naciones fraternalmente unidas unas a otras. Ya no hay ombligos en un mundo de pueblos hermanos.
Amaiur logrará el 20N un buen puñado de diputados en Madrid. Hay un pueblo que desde hace muchas décadas aguarda su legítimo derecho a decidir, hay presos que merecen volver a prisiones cercanas a sus hogares, hay un Otegi al que no le corresponde la sombra, hay conculcaciones de las libertades por parte del Estado (ley de partidos…) que han de cesar…; pero la verdadera alegría nuestra será cuando la izquierda abertzale entone el "mea culpa".
Sí, ya sabemos lo que hicieron “los otros”, conocemos los atropellos del Estado, ya sabemos de las torturas, del GAL…, pero vuestra barbarie fue más lejos. Por lo demás la grandeza de un colectivo no se gradúa por el "ojo por ojo", sino por su altura de miras, por su generosidad. La grandeza de un pueblo no se calcula por las ideas de las cabezas, sino por la nobleza de los corazones, por los principios de ética, justicia, defensa de las libertades y derechos humanos, amor a la lengua y las tradiciones positivas, amor a los otros pueblos y culturas… que sus gentes son capaces de encarnar día a día.
Cuando en la España del 36, en el bando republicano cundía el revanchismo para dolor de tantos líderes probos en Madrid, en Euskal Herria se persiguió denodadamente a quienes se tomaban la justicia por su mano. El caro honor de esos gudaris y su Gobierno Vasco a la cabeza, es lo que podremos contar con orgullo a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos… Pero en esa historia de la "construcción nacional" habremos de callar muchas décadas posteriores de atropellos por parte de quienes quisisteis construir patria con ira, plomo y estruendo. Habremos de callar cuando quitasteis el aliento a una mujer valiente que paseaba con su hijo, simplemente porque quería “construir nación” con más ética que la vuestra. Tendremos que callar centenares de muertes que sólo han causado dolor ajeno y mancillado la imagen de este pueblo en su avance hacia la total libertad.
Muchos saludaríamos con satisfacción el progreso en estas y futuras elecciones de una izquierda abertzale aligerada de rencor y cargada de perdón, una izquierda abertzale que encarne el legítimo derecho de este pueblo a regir su destino, pero a la vez valiente, que haga acopio ahora sí de su mayor arrojo, para reconocer los graves errores pretéritos, por encima de todos, el de tantas vidas inútilmente segadas por la organización armada.
El desnortamiento no merma capacidad de entrega. Ahora llega sin embargo la prueba de las pruebas, la verdadera batalla. Los militantes de ETA y de la izquierda abertzale tenéis delante vuestro más titánico reto: la solicitud de perdón. No, no todo fue en balde, no el arrojo, no el darse a una causa supuestamente más grande, no la abnegación y el olvido de sí…, sí la metralla de odio y de metal, sí los 800 seres sin vida, sí el rencor desparramado.
Que la fuerza inconmensurable de ese perdón contribuya a la catarsis y liberación internas de los responsables de tanto desatino, recomponga sin exclusiones nuestro tejido social y siente las bases de la única “re-construcción nacional” posible.
www.artegoxo.org
martes, 15 de noviembre de 2011
Aprender de otras culturas
Cuando una mujer de cierta tribu de África sabe que está embarazada, se interna en la selva con otras mujeres y juntas rezan y meditan hasta que aparece la canción del niño. Saben que cada alma tiene su propia vibración que expresa su particularidad, unicidad y propósito.
Las mujeres entonan la canción y la cantan en voz alta. Luego retornan a la tribu y se la enseñan a todos los demás.
Cuando nace el niño, la comunidad se junta y le cantan su canción. Luego, cuando el niño comienza su educación, el pueblo se junta y le canta su canción. Cuando se inicia como adulto, la gente se junta nuevamente y canta. Cuando llega el momento de su casamiento, la persona escucha su canción.
Finalmente, cuando el alma va a irse de este mundo, la familia y amigos se acercan a su cama e igual que para su nacimiento, le cantan su canción para acompañarlo en la transición. En esta tribu de África hay otra ocasión en la cual los pobladores cantan la canción. Si en algún momento durante su vida la persona comete un crimen o un acto social aberrante, se lo lleva al centro del poblado y la gente de la comunidad forma un círculo a su alrededor. Entonces le cantan su canción.
La tribu reconoce que la corrección para las conductas antisociales no es el castigo; es el amor y el recuerdo de su verdadera identidad. Cuando reconocemos nuestra propia canción ya no tenemos deseos ni necesidad de hacer nada que pudiera dañar a otros. Tus amigos conocen tu canción y te la cantan cuando la olvidaste. Aquellos que te aman no pueden ser engañados por los errores que cometes o las oscuras imágenes que muestras a los demás.
Ellos recuerdan tu belleza cuando te sientes feo; tu totalidad cuando estás quebrado; tu inocencia cuando te sientes culpable y tu propósito cuando estás confundido. No necesito una garantía firmada para saber que la sangre de mis venas es de la tierra y sopla mi alma como el viento, refresca mi corazón como la lluvia y limpia mi mente como el humo del fuego sagrado.
Tolba Phanem - mujer, poeta africana.
Las mujeres entonan la canción y la cantan en voz alta. Luego retornan a la tribu y se la enseñan a todos los demás.
Cuando nace el niño, la comunidad se junta y le cantan su canción. Luego, cuando el niño comienza su educación, el pueblo se junta y le canta su canción. Cuando se inicia como adulto, la gente se junta nuevamente y canta. Cuando llega el momento de su casamiento, la persona escucha su canción.
Finalmente, cuando el alma va a irse de este mundo, la familia y amigos se acercan a su cama e igual que para su nacimiento, le cantan su canción para acompañarlo en la transición. En esta tribu de África hay otra ocasión en la cual los pobladores cantan la canción. Si en algún momento durante su vida la persona comete un crimen o un acto social aberrante, se lo lleva al centro del poblado y la gente de la comunidad forma un círculo a su alrededor. Entonces le cantan su canción.
La tribu reconoce que la corrección para las conductas antisociales no es el castigo; es el amor y el recuerdo de su verdadera identidad. Cuando reconocemos nuestra propia canción ya no tenemos deseos ni necesidad de hacer nada que pudiera dañar a otros. Tus amigos conocen tu canción y te la cantan cuando la olvidaste. Aquellos que te aman no pueden ser engañados por los errores que cometes o las oscuras imágenes que muestras a los demás.
Ellos recuerdan tu belleza cuando te sientes feo; tu totalidad cuando estás quebrado; tu inocencia cuando te sientes culpable y tu propósito cuando estás confundido. No necesito una garantía firmada para saber que la sangre de mis venas es de la tierra y sopla mi alma como el viento, refresca mi corazón como la lluvia y limpia mi mente como el humo del fuego sagrado.
Tolba Phanem - mujer, poeta africana.
lunes, 14 de noviembre de 2011
jueves, 10 de noviembre de 2011
miércoles, 9 de noviembre de 2011
Reconciliación - Benjamín González Buelta sj
La sangre del justo
y la del malvado
pasan por tu mismo corazón.
La espalda del que golpea
y la que recibe el latigazo
son parte de tu mismo cuerpo.
En tus lágrimas lloran
el dolor del bueno
y la confusión de su agresor.
Tu misma ternura abraza
el rostro de tu madre María
y el del soldado que te clava.
En tu corazón no hay excluidos,
en tu cuerpo todos cabemos,
en tus lágrimas todos lloramos,
en tu ternura todos existimos.
¡Déjame entrar contigo,
Señor, en tu misterio,
y vivir en el hogar de tu pasión
donde reconcilias lo imposible!
y la del malvado
pasan por tu mismo corazón.
La espalda del que golpea
y la que recibe el latigazo
son parte de tu mismo cuerpo.
En tus lágrimas lloran
el dolor del bueno
y la confusión de su agresor.
Tu misma ternura abraza
el rostro de tu madre María
y el del soldado que te clava.
En tu corazón no hay excluidos,
en tu cuerpo todos cabemos,
en tus lágrimas todos lloramos,
en tu ternura todos existimos.
¡Déjame entrar contigo,
Señor, en tu misterio,
y vivir en el hogar de tu pasión
donde reconcilias lo imposible!
domingo, 6 de noviembre de 2011
Diálogo entre creyentes y no creyentes Por Enrique Valiente Noailles | LA NACION
¿Debe una religión ser refractaria a aquello que no se le asemeja? ¿O debe estar abierta a dialogar con la diversidad del mundo? Uno podría pensar que de la primera postura se origina, por un lado, la huida de mucha gente de las religiones tradicionales, dado que no se sienten cómodos ingresando en un mundo irrespirable en el que sólo la propia palabra tiene valor. Por otro lado, las religiones que adoptan una modalidad refractaria transmiten una sensación de falta de respeto a quienes no forman parte de ella. Y en su extremo, esta forma puede llegar al intento de suprimir lo que es diferente, como vemos hoy en el terrorismo y ayer en otras formas de violencia. La segunda postura, en cambio, refleja una madurez y una inteligencia mucho mayor, y supone una manera indirecta y adicional de cumplir con los propios fines como puede ser, por ejemplo, la consecución de la paz. Esta posición abierta al otro hace de la propia singularidad algo poroso, capaz de alimentarse desde el exterior, y a la larga, algo mucho más sólido que lo que nunca se entrecruza con lo diferente.
En 2009, el papa Benedicto XVI había adelantado su interesante posición en esta materia: "El diálogo con las religiones debe ajustarse al diálogo con aquellos para quienes la religión es una cosa extraña". Así, en una interesante iniciativa, el Papa sumó por primera vez el jueves 27 de octubre a cuatro no creyentes al encuentro interreligioso de Asís. Fueron invitados al evento la escritora y lingüista francesa Julia Kristeva, el filósofo italiano Remo Bodei, el filósofo mexicano Guillermo Hurtado y el economista austríaco Walter Baier, quienes se sumaron a obispos, pastores, imanes, rabinos y monjes budistas en el evento. Kristeva resaltó la necesidad de contar con "más complicidades entre el humanismo cristiano y el de origen ilustrado". Esa complicidad, dijo, es "un camino arriesgado, pero que vale la pena". En cualquier caso, un terreno común para el hombre puede ser trazado a partir del aprendizaje de lo que ha sufrido. "Tras la Shoá y el gulag, el humanismo tiene el deber de recordar a hombres y mujeres el pasado y el presente para construir el futuro".
Y agregó: "La era de la sospecha no nos es más suficiente. Ni dogma providencial, ni juego del espíritu, la refundación del humanismo es una apuesta". Probablemente esa apuesta incluya la búsqueda de la no violencia y, esencialmente, el cuidado del otro, cosa que inspiró unas palabras de Kristeva que bien podría haber formulado el Papa: "La solicitud amorosa hacia el otro, el cuidado de la tierra, de los jóvenes, de los enfermos, de los minusválidos, de los envejecidos dependientes, son experiencias interiores que crean proximidades nuevas y solidaridades inauditas". La conclusión es que no hay que temer al diálogo ni al aprendizaje. Los cuestionamientos de los no creyentes ayudan a los creyentes, así como la pasión de un creyente puede ayudar a un no creyente. Estos dos mundos, que admiten muchos matices, estas dos formas de metabolizar el misterio, no tienen necesidad de trazar un muro entre sí, ni de ignorar los puentes invisibles que los unen.
En 2009, el papa Benedicto XVI había adelantado su interesante posición en esta materia: "El diálogo con las religiones debe ajustarse al diálogo con aquellos para quienes la religión es una cosa extraña". Así, en una interesante iniciativa, el Papa sumó por primera vez el jueves 27 de octubre a cuatro no creyentes al encuentro interreligioso de Asís. Fueron invitados al evento la escritora y lingüista francesa Julia Kristeva, el filósofo italiano Remo Bodei, el filósofo mexicano Guillermo Hurtado y el economista austríaco Walter Baier, quienes se sumaron a obispos, pastores, imanes, rabinos y monjes budistas en el evento. Kristeva resaltó la necesidad de contar con "más complicidades entre el humanismo cristiano y el de origen ilustrado". Esa complicidad, dijo, es "un camino arriesgado, pero que vale la pena". En cualquier caso, un terreno común para el hombre puede ser trazado a partir del aprendizaje de lo que ha sufrido. "Tras la Shoá y el gulag, el humanismo tiene el deber de recordar a hombres y mujeres el pasado y el presente para construir el futuro".
Y agregó: "La era de la sospecha no nos es más suficiente. Ni dogma providencial, ni juego del espíritu, la refundación del humanismo es una apuesta". Probablemente esa apuesta incluya la búsqueda de la no violencia y, esencialmente, el cuidado del otro, cosa que inspiró unas palabras de Kristeva que bien podría haber formulado el Papa: "La solicitud amorosa hacia el otro, el cuidado de la tierra, de los jóvenes, de los enfermos, de los minusválidos, de los envejecidos dependientes, son experiencias interiores que crean proximidades nuevas y solidaridades inauditas". La conclusión es que no hay que temer al diálogo ni al aprendizaje. Los cuestionamientos de los no creyentes ayudan a los creyentes, así como la pasión de un creyente puede ayudar a un no creyente. Estos dos mundos, que admiten muchos matices, estas dos formas de metabolizar el misterio, no tienen necesidad de trazar un muro entre sí, ni de ignorar los puentes invisibles que los unen.
El ángel de la historia - Ángel Stival.
Walter Benjamin (1892-1940) pertenecía a una acaudalada familia judeo-alemana cuya mentalidad, común en aquellas épocas, soñaba para su descendencia un destino más elevado que el de hacer dinero o trabajar para conseguirlo.
El hijo pródigo no los defraudó y se convirtió en un intelectual inclasificable pero potente, un hombre de letras, un coleccionista incansable de libros, citas y observaciones que constituyen aún hoy uno de los más agudos acercamientos a los alcances y límites de la historia como disciplina científica.
Pero Benjamin pagó muy caro su carencia de sentido común para vivir en un tiempo tan difícil como el del nazismo. Aterrado por un improbable bombardeo a París, donde se había refugiado, huyó... hacia el frente: la frontera franco-española. Allí sí corría riesgo de ser deportado, con las consecuencias que ello le podía acarrear. Desesperado luego de un intento fallido de cruzar la frontera, decidió poner fin a su vida en el pueblito de Port-Bou.
Esos tiempos trágicos, a los que Benjamin nunca se adaptó y de los que huía perdiéndose en las acogedoras calles de París –“la capital del siglo XIX”, la llamaba–, debieron influir en su visión de la historia.
En su tesis número nueve, escribe: “Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus novus . Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe de tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso, se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve de espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hasta el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Si se quedó pensando en Kabul, en Trípoli o en Bagdad, no lo atribuya a su imaginación ni a la casualidad, sino a la increíble vigencia de esta dramática visión que el hombre, con sus actos, se ocupa de alimentar.
Sumerios, persas y cartagineses desaparecieron del mapa en esas ciudades, atacadas en tiempos remotos por los predecesores de los mismos que hoy quieren imponer su hegemonía a fuerza de desastres. Damasco, otra ciudad con historia, puede ser la próxima víctima.
Fuente: La Voz del Interior, Córdoba, Argentina
El hijo pródigo no los defraudó y se convirtió en un intelectual inclasificable pero potente, un hombre de letras, un coleccionista incansable de libros, citas y observaciones que constituyen aún hoy uno de los más agudos acercamientos a los alcances y límites de la historia como disciplina científica.
Pero Benjamin pagó muy caro su carencia de sentido común para vivir en un tiempo tan difícil como el del nazismo. Aterrado por un improbable bombardeo a París, donde se había refugiado, huyó... hacia el frente: la frontera franco-española. Allí sí corría riesgo de ser deportado, con las consecuencias que ello le podía acarrear. Desesperado luego de un intento fallido de cruzar la frontera, decidió poner fin a su vida en el pueblito de Port-Bou.
Esos tiempos trágicos, a los que Benjamin nunca se adaptó y de los que huía perdiéndose en las acogedoras calles de París –“la capital del siglo XIX”, la llamaba–, debieron influir en su visión de la historia.
En su tesis número nueve, escribe: “Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus novus . Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe de tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso, se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve de espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hasta el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Si se quedó pensando en Kabul, en Trípoli o en Bagdad, no lo atribuya a su imaginación ni a la casualidad, sino a la increíble vigencia de esta dramática visión que el hombre, con sus actos, se ocupa de alimentar.
Sumerios, persas y cartagineses desaparecieron del mapa en esas ciudades, atacadas en tiempos remotos por los predecesores de los mismos que hoy quieren imponer su hegemonía a fuerza de desastres. Damasco, otra ciudad con historia, puede ser la próxima víctima.
Fuente: La Voz del Interior, Córdoba, Argentina
viernes, 4 de noviembre de 2011
Cadena de perdón - Dolores Aleixandre
La parábola que Jesús acababa de contar nos había dejado sombríos y desconcertados por su dureza. La culpa la había tenido Pedro con su pregunta absurda sobre el número de veces que hay que perdonar y Jesús le había respondido con aquella historia del rey y sus dos siervos que terminaba con un terrible final que habíamos escuchado sobrecogidos.
Esa noche estábamos convidados a cenar en casa de aquel hombre paralítico al que sus amigos habían descolgado por el tejado y al que Jesús había curado. Estaba tan contento y agradecido que no dejó de insistir hasta que Jesús aceptó compartir su mesa y tres de nosotros le acompañamos.
Durante la sobremesa nuestro anfitrión reconoció que su agradecimiento le venía, más que de su curación, de cómo se había sentido mirado por Jesús y de las palabras que escuchó de él: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Y dirigiéndose a Jesús dijo:
- “Maestro, a veces he pensado que no hizo falta que pronunciaras aquellas palabras porque tus ojos me lo habían dicho ya antes de que pronunciaras la palabra perdón.
Desde el momento en que mis amigos depositaron la camilla en la que yacía ante ti y nuestros ojos se cruzaron, me sentí envuelto en una ternura parecida a la que encontraba de niño junto a mi madre, cuando ella acariciaba mis piernas retorcidas y frágiles y me susurraba palabras de consuelo.
Con tu manera de mirarme me estabas comunicando que mis muchos errores y pecados no significaban ningún obstáculo entre tú y yo y que nada podía detener la corriente de afecto que me estabas ofreciendo. Por eso, cuando me llamaste “hijo”, yo ya estaba interiormente puesto en pie, aunque siguiera tumbado en mi camilla y convencido de que, aunque no me curaras, ya habías hecho por mí lo más importante que un ser humano puede hacer por otro.
Luego se oyó el murmullo de escándalo de los que no toleraban que hubieras pronunciado aquellas palabras de perdón y dijiste como un desafío: “Para que veáis que el Hijo del hombre puede perdonar pecados, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Y yo me enderecé como si jamás hubiera padecido parálisis, tomé mi camilla y me vine a esta casa en la que tengo hoy la alegría de recibirte como mi huésped.
Es verdad que el retorno no me ha sido fácil: los que son enemigos tuyos no me perdonan que sea un testimonio viviente de tu sanación y han levantado la calumnia de que yo fingía estar paralítico y que, por tanto, tú no me curaste realmente; otros dicen que lo hiciste echando mano de poderes demoníacos y otros, que siguen postrados en sus lechos, envidian mi suerte y no quieren saber nada de mí.
Pero en mi interior no siento rencor hacia ellos y creo que he llegado a perdonarlos de corazón. Todos me dicen que he cambiado y que no han sido sólo mis piernas las que se han afirmado: lo que hoy está más firme en mí es la decisión de tratar con misericordia a todos y perdonarlos, de la misma manera que tú me perdonaste a mí”.
Fue una sobremesa larga y cálida y todos estábamos emocionados de escuchar a aquel hombre que no sólo podía ahora caminar, sino que nos mostraba cómo el perdón lo había transformado.
Al día siguiente, mientras íbamos de camino, Jesús dijo:
“- Después de nuestra cena ayer en casa del hombre que fue paralítico, se me ha ocurrido esta otra manera de contar la parábola que no os gustó el otro día:
“Un hombre debía a otro una pequeña cantidad de dinero y cuando éste se lo reclamó, le dijo lleno de congoja:
- “Estoy pasando una mala racha económica, por favor, dame tiempo para pagarte y lo haré en cuanto pueda”.
Su compañero accedió y le dijo:
“También yo debo una gran cantidad al dueño de las tierras que tengo arrendadas, muchísimo más que tú a mí, y por eso comprendo la angustia que sientes: tampoco yo puedo pagar mi deuda...”
Y le dio un plazo más largo. Se enteró su acreedor y, como era un hombre de corazón noble, llamó al hombre que le debía tanto dinero y le dijo:
“Te has comportado como un verdadero amigo con tu compañero, así que voy a hacer lo mismo que tú: olvídate de lo que me debías porque en este momento rompo todos tus pagarés.”
La pregunta final que nos hizo Jesús quedó resonando en nuestro silencio:
“- ¿Cuál de estos personajes os ha recordado la conducta de nuestro anfitrión de ayer?...
Dolores Aleixandre
(Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed CCS)
Esa noche estábamos convidados a cenar en casa de aquel hombre paralítico al que sus amigos habían descolgado por el tejado y al que Jesús había curado. Estaba tan contento y agradecido que no dejó de insistir hasta que Jesús aceptó compartir su mesa y tres de nosotros le acompañamos.
Durante la sobremesa nuestro anfitrión reconoció que su agradecimiento le venía, más que de su curación, de cómo se había sentido mirado por Jesús y de las palabras que escuchó de él: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Y dirigiéndose a Jesús dijo:
- “Maestro, a veces he pensado que no hizo falta que pronunciaras aquellas palabras porque tus ojos me lo habían dicho ya antes de que pronunciaras la palabra perdón.
Desde el momento en que mis amigos depositaron la camilla en la que yacía ante ti y nuestros ojos se cruzaron, me sentí envuelto en una ternura parecida a la que encontraba de niño junto a mi madre, cuando ella acariciaba mis piernas retorcidas y frágiles y me susurraba palabras de consuelo.
Con tu manera de mirarme me estabas comunicando que mis muchos errores y pecados no significaban ningún obstáculo entre tú y yo y que nada podía detener la corriente de afecto que me estabas ofreciendo. Por eso, cuando me llamaste “hijo”, yo ya estaba interiormente puesto en pie, aunque siguiera tumbado en mi camilla y convencido de que, aunque no me curaras, ya habías hecho por mí lo más importante que un ser humano puede hacer por otro.
Luego se oyó el murmullo de escándalo de los que no toleraban que hubieras pronunciado aquellas palabras de perdón y dijiste como un desafío: “Para que veáis que el Hijo del hombre puede perdonar pecados, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Y yo me enderecé como si jamás hubiera padecido parálisis, tomé mi camilla y me vine a esta casa en la que tengo hoy la alegría de recibirte como mi huésped.
Es verdad que el retorno no me ha sido fácil: los que son enemigos tuyos no me perdonan que sea un testimonio viviente de tu sanación y han levantado la calumnia de que yo fingía estar paralítico y que, por tanto, tú no me curaste realmente; otros dicen que lo hiciste echando mano de poderes demoníacos y otros, que siguen postrados en sus lechos, envidian mi suerte y no quieren saber nada de mí.
Pero en mi interior no siento rencor hacia ellos y creo que he llegado a perdonarlos de corazón. Todos me dicen que he cambiado y que no han sido sólo mis piernas las que se han afirmado: lo que hoy está más firme en mí es la decisión de tratar con misericordia a todos y perdonarlos, de la misma manera que tú me perdonaste a mí”.
Fue una sobremesa larga y cálida y todos estábamos emocionados de escuchar a aquel hombre que no sólo podía ahora caminar, sino que nos mostraba cómo el perdón lo había transformado.
Al día siguiente, mientras íbamos de camino, Jesús dijo:
“- Después de nuestra cena ayer en casa del hombre que fue paralítico, se me ha ocurrido esta otra manera de contar la parábola que no os gustó el otro día:
“Un hombre debía a otro una pequeña cantidad de dinero y cuando éste se lo reclamó, le dijo lleno de congoja:
- “Estoy pasando una mala racha económica, por favor, dame tiempo para pagarte y lo haré en cuanto pueda”.
Su compañero accedió y le dijo:
“También yo debo una gran cantidad al dueño de las tierras que tengo arrendadas, muchísimo más que tú a mí, y por eso comprendo la angustia que sientes: tampoco yo puedo pagar mi deuda...”
Y le dio un plazo más largo. Se enteró su acreedor y, como era un hombre de corazón noble, llamó al hombre que le debía tanto dinero y le dijo:
“Te has comportado como un verdadero amigo con tu compañero, así que voy a hacer lo mismo que tú: olvídate de lo que me debías porque en este momento rompo todos tus pagarés.”
La pregunta final que nos hizo Jesús quedó resonando en nuestro silencio:
“- ¿Cuál de estos personajes os ha recordado la conducta de nuestro anfitrión de ayer?...
Dolores Aleixandre
(Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed CCS)
jueves, 3 de noviembre de 2011
MUJERES POR LA PAZ - Joxe Aregi
El Premio Nobel de la paz 2011 ha sido concedido a tres mujeres africanas: dos liberianas y una yemení. Lo han recibido las tres juntas, pero lo merecía entero cada una de las tres y muchísimas más de las que nadie se acuerda. A ellas nuestra gratitud y nuestro homenaje, no por haber recibido el premio, sino por haberlo merecido.
El Premio Nobel, como todos los premios, llega siempre después de complejos laberintos, secretas negociaciones, sopesados intereses. Y no digamos en el caso de un Nobel de la Paz cuya concesión, también en este caso, habrá puesto a prueba la cordura y la imparcialidad sueca. No sé si la plena objetividad es posible en química, pero no lo es ciertamente en cuestiones de paz, porque la paz es en primer lugar cuestión de justicia, y sucede a menudo que la justicia la dicta el poder.
De otro modo, difícilmente se podría comprender que en el año 1973 se le hubiera otorgado el Nobel de la paz a Alfred Kissinger que, mientras negociaba –por evitar la derrota más que por conseguir la paz– con Vietnam del Norte, sostenía dictaduras, derrocaba democracias y ordenaba asesinatos en América Latina y allí donde podía.
Y costaría comprender que hace dos años, sin ir más lejos, se le diera el galardón a Barack Obama, que tal vez quiere y no puede o, más seguramente, no quiere cuanto puede a favor de la paz justa, la única verdadera. Le honra, al menos, que en esa ocasión reconociera: “No me lo merezco”.
Estas mujeres de este año sí se lo merecen:
Leymah Gbowee, una sencilla trabajadora social liberiana, madre de seis hijos, infatigable soñadora y luchadora por la paz;
Ellen Johnson Sirleaf, madre de cuatro hijos, liberadora y presidente de Liberia;
Tawakul Kerman, yemení, madre de tres hijos, principal protagonista de la revuelta pacífica contra la dictadura de su país.
Las tres son madres. ¿Y por qué lo digo, si en el caso de Kissinger y de Obama he eludido señalar su condición de padres? No lo sé muy bien, pero algo debe de tener que ver el ser madre con merecer el Nobel de la Paz. Luego volveré.
Leymah Gbowee empezó con un sueño. Primero soñó despierta que la paz en su país, Liberia, era posible. Nada es posible si primero no se sueña despierto. Pero Leymah, además, un día soñó dormida que ella lideraba un movimiento de paz. Y al despertar se dijo: “Hágase. Yo lo haré”. Y a ello se entregó y sigue entregada en alma y cuerpo, con todos sus hijos, hasta convertir el sueño en realidad.
Luchó con sus armas: a veces ocupando el mercado para impedir que reclutaran niños para la guerra, a veces poniendo barricadas para impedir que los hombres allí encerrados pudieran salir mientras no acordaran la paz; otra vez, aliándose –ella, cristiana– con una musulmana para formar un movimiento interreligioso de paz; un día, proclamando: “Nos merecemos tener un futuro. Yo quiero un futuro, porque tengo hijos”. Y otro día, decidiendo: “Nuestros maridos no tocarán nuestros cuerpos hasta que logren un acuerdo de paz. No habrá sexo sin paz”. La última estrategia fue tal vez la más eficaz, pues ya se sabe por dónde flaquean los varones.
Ellen Johnson Sirleaf es presidenta de Liberia desde 2005, primera mujer africana en acceder a la presidencia de un estado, otra forma de asistencia social. Liberia: un país con nombre de libertad, pero sumido en la opresión.
Un pequeño y hermoso país creado para que los esclavos deportados de otro tiempo fueran libres, pero sometido luego a todas las modernas esclavitudes. Un país de solo cuatro millones de habitantes con 800.000 refugiados por la guerra. Un país con 20 médicos y sin maestros. Un país destrozado y hundido, trágica caricatura de quienes lo habían soñado y bautizado como “Liberia”, “Tierra de la libertad”.
Vino ella y puso su corazón, su inteligencia, su fuerza de mujer y de madre. No en vano la llaman “Mamá Sirleaf” y “Dama de hierro”, por haber logrado también ella esa síntesis a la que las entrañas y las circunstancias han inducido a tantas mujeres. Las dificultades en su país siguen siendo inmensas. Las resistencias internas y externas perviven. Los fracasos no faltan, los errores tampoco. Pero ella sigue ahí, reengendrado a su país para la libertad y la paz.
Tawakul Kerman, primera mujer árabe en recibir el premio, es una de las protagonistas de la revuelta popular del Yemen contra el presidente Ali Abdalá Saleh y su régimen violento en el poder desde hace 33 años. Vive en una tienda de campaña en la Plaza del Cambio de Saná, convertida en un campamento en pie de paz. Y ahí, ella es la primera, por si alguien duda todavía del alcance de la primavera árabe.
Fundadora de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, ha declarado: “Por el camino de la paz, se derriban las dictaduras”. Y ha dedicado el premio “a la juventud de todos los países árabes, en especial a los de Túnez, Egipto, Libia y Siria. A todos los jóvenes de la revolución. A todas las mujeres”.
Tres mujeres por la paz, más allá del Nobel. Madres de una nueva Liberia digna de su nombre, de un nuevo Yemen, de una nueva África, de nuevos continentes asentados en la paz de la justicia.
¿Y por qué resalto su condición de mujer y madre? Es un terreno resbaladizo, y sé de antemano que, diga lo que diga, me equivocaré. No pienso que la mujer, por serlo, esté mejor preparada que el varón para hacer la paz, aun teniendo como tiene el hemisferio cerebral izquierdo más desarrollado que el varón y siendo por ello, como salta a la vista, más hábil que el varón con la palabra.
La palabra es fundamental para la paz, pero no creo que esa sea la razón fundamental que ha llevado a estas mujeres y tantas otras a merecer el Nobel. La razón fundamental es, me parece, que han sido excluidas de los engranajes del poder y del sistema, y eso, aun siendo injusto, de hecho las hace más libres para derribar el sistema violento y edificar la casa de la paz.
Veo el mismo fenómeno en la Iglesia, en nuestra Iglesia tan masculina: el que vive de la institución se empeña en sostenerla y difícilmente la transformará.
Luchar por la paz siendo madre tiene un mérito añadido: ¿De dónde sacan tiempo estas madres? No quiero decir que la maternidad deba demandar a la mujer más tiempo y dedicación que la paternidad al varón. Tampoco eso debiera ser así, pero, de hecho, las mujeres sostienen gran parte del peso del mundo, de la familia, de la maternidad e incluso de la paternidad. Y no digamos en África. Y las religiones son responsables de ello en buena medida.
Pues he aquí que estas madres, como innumerables madres, han superado al parecer las condiciones vigentes del tiempo y del espacio. Verifican en sus vidas novedosas leyes físicas, biológicas, matemáticas y económicas, hasta hacer proezas. Y convierten la exclusión en impulso. Se merecen todos los Nobel a la vez.
José Arregi
Fuente: Fe adulta
El Premio Nobel, como todos los premios, llega siempre después de complejos laberintos, secretas negociaciones, sopesados intereses. Y no digamos en el caso de un Nobel de la Paz cuya concesión, también en este caso, habrá puesto a prueba la cordura y la imparcialidad sueca. No sé si la plena objetividad es posible en química, pero no lo es ciertamente en cuestiones de paz, porque la paz es en primer lugar cuestión de justicia, y sucede a menudo que la justicia la dicta el poder.
De otro modo, difícilmente se podría comprender que en el año 1973 se le hubiera otorgado el Nobel de la paz a Alfred Kissinger que, mientras negociaba –por evitar la derrota más que por conseguir la paz– con Vietnam del Norte, sostenía dictaduras, derrocaba democracias y ordenaba asesinatos en América Latina y allí donde podía.
Y costaría comprender que hace dos años, sin ir más lejos, se le diera el galardón a Barack Obama, que tal vez quiere y no puede o, más seguramente, no quiere cuanto puede a favor de la paz justa, la única verdadera. Le honra, al menos, que en esa ocasión reconociera: “No me lo merezco”.
Estas mujeres de este año sí se lo merecen:
Leymah Gbowee, una sencilla trabajadora social liberiana, madre de seis hijos, infatigable soñadora y luchadora por la paz;
Ellen Johnson Sirleaf, madre de cuatro hijos, liberadora y presidente de Liberia;
Tawakul Kerman, yemení, madre de tres hijos, principal protagonista de la revuelta pacífica contra la dictadura de su país.
Las tres son madres. ¿Y por qué lo digo, si en el caso de Kissinger y de Obama he eludido señalar su condición de padres? No lo sé muy bien, pero algo debe de tener que ver el ser madre con merecer el Nobel de la Paz. Luego volveré.
Leymah Gbowee empezó con un sueño. Primero soñó despierta que la paz en su país, Liberia, era posible. Nada es posible si primero no se sueña despierto. Pero Leymah, además, un día soñó dormida que ella lideraba un movimiento de paz. Y al despertar se dijo: “Hágase. Yo lo haré”. Y a ello se entregó y sigue entregada en alma y cuerpo, con todos sus hijos, hasta convertir el sueño en realidad.
Luchó con sus armas: a veces ocupando el mercado para impedir que reclutaran niños para la guerra, a veces poniendo barricadas para impedir que los hombres allí encerrados pudieran salir mientras no acordaran la paz; otra vez, aliándose –ella, cristiana– con una musulmana para formar un movimiento interreligioso de paz; un día, proclamando: “Nos merecemos tener un futuro. Yo quiero un futuro, porque tengo hijos”. Y otro día, decidiendo: “Nuestros maridos no tocarán nuestros cuerpos hasta que logren un acuerdo de paz. No habrá sexo sin paz”. La última estrategia fue tal vez la más eficaz, pues ya se sabe por dónde flaquean los varones.
Ellen Johnson Sirleaf es presidenta de Liberia desde 2005, primera mujer africana en acceder a la presidencia de un estado, otra forma de asistencia social. Liberia: un país con nombre de libertad, pero sumido en la opresión.
Un pequeño y hermoso país creado para que los esclavos deportados de otro tiempo fueran libres, pero sometido luego a todas las modernas esclavitudes. Un país de solo cuatro millones de habitantes con 800.000 refugiados por la guerra. Un país con 20 médicos y sin maestros. Un país destrozado y hundido, trágica caricatura de quienes lo habían soñado y bautizado como “Liberia”, “Tierra de la libertad”.
Vino ella y puso su corazón, su inteligencia, su fuerza de mujer y de madre. No en vano la llaman “Mamá Sirleaf” y “Dama de hierro”, por haber logrado también ella esa síntesis a la que las entrañas y las circunstancias han inducido a tantas mujeres. Las dificultades en su país siguen siendo inmensas. Las resistencias internas y externas perviven. Los fracasos no faltan, los errores tampoco. Pero ella sigue ahí, reengendrado a su país para la libertad y la paz.
Tawakul Kerman, primera mujer árabe en recibir el premio, es una de las protagonistas de la revuelta popular del Yemen contra el presidente Ali Abdalá Saleh y su régimen violento en el poder desde hace 33 años. Vive en una tienda de campaña en la Plaza del Cambio de Saná, convertida en un campamento en pie de paz. Y ahí, ella es la primera, por si alguien duda todavía del alcance de la primavera árabe.
Fundadora de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, ha declarado: “Por el camino de la paz, se derriban las dictaduras”. Y ha dedicado el premio “a la juventud de todos los países árabes, en especial a los de Túnez, Egipto, Libia y Siria. A todos los jóvenes de la revolución. A todas las mujeres”.
Tres mujeres por la paz, más allá del Nobel. Madres de una nueva Liberia digna de su nombre, de un nuevo Yemen, de una nueva África, de nuevos continentes asentados en la paz de la justicia.
¿Y por qué resalto su condición de mujer y madre? Es un terreno resbaladizo, y sé de antemano que, diga lo que diga, me equivocaré. No pienso que la mujer, por serlo, esté mejor preparada que el varón para hacer la paz, aun teniendo como tiene el hemisferio cerebral izquierdo más desarrollado que el varón y siendo por ello, como salta a la vista, más hábil que el varón con la palabra.
La palabra es fundamental para la paz, pero no creo que esa sea la razón fundamental que ha llevado a estas mujeres y tantas otras a merecer el Nobel. La razón fundamental es, me parece, que han sido excluidas de los engranajes del poder y del sistema, y eso, aun siendo injusto, de hecho las hace más libres para derribar el sistema violento y edificar la casa de la paz.
Veo el mismo fenómeno en la Iglesia, en nuestra Iglesia tan masculina: el que vive de la institución se empeña en sostenerla y difícilmente la transformará.
Luchar por la paz siendo madre tiene un mérito añadido: ¿De dónde sacan tiempo estas madres? No quiero decir que la maternidad deba demandar a la mujer más tiempo y dedicación que la paternidad al varón. Tampoco eso debiera ser así, pero, de hecho, las mujeres sostienen gran parte del peso del mundo, de la familia, de la maternidad e incluso de la paternidad. Y no digamos en África. Y las religiones son responsables de ello en buena medida.
Pues he aquí que estas madres, como innumerables madres, han superado al parecer las condiciones vigentes del tiempo y del espacio. Verifican en sus vidas novedosas leyes físicas, biológicas, matemáticas y económicas, hasta hacer proezas. Y convierten la exclusión en impulso. Se merecen todos los Nobel a la vez.
José Arregi
Fuente: Fe adulta
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Transformar no sólo el presente, sino también el pasado
Los festejos del Bicentenario de la Independencia de México, y Centenario de la Revolución mexicana han concluido en uno de los períodos más violentos de nuestra historia “de paz”. Una paradoja que al ciudadano de a pie le cuesta digerir, y que posiblemente tardará años en superarse. Razón de más para intentar comprender las raíces de una situación compleja, poliédrica, quizá originada en una identidad mexicana no del todo definida por ser fruto de un proceso histórico más bien breve -quinientos años desde el choque de culturas que dió origen al pueblo mexicano- y ciertamente convulso. Un pueblo de pueblos, lleno de colorido, de capacidad festiva, de creatividad, de alegría, que avanza hacia el futuro entre el dramatismo y el más descarnado sentido del humor; entre una religiosidad arraigada hasta los tuétanos, y un renacido sincretismo. Los pueblos y etnias que componen el tapiz de la historia mexicana no suelen dejar indiferentes a los extranjeros que nos visitan. México suscita numerosas y apasionadas adhesiones, aunque también perplejidades y hasta rechazos.
En la preparación para el Bicentenario, la sociedad ha hecho un verdadero repaso por los hechos históricos de doscientos y de cien años atrás. Se han vuelto a sacar a la luz las glorias y crueldades de la historia que dió lugar a nuestra existencia. Se han revisado las categorías en que analizamos los acontecimientos, y se insiste en la necesidad de conocer el pasado para definir mejor nuestra propia identidad. No sólo los considerados “héroes patrios”, sino una gran cantidad de personas de diversos bandos, defendieron en aquellos años su propia idea de justicia y de libertad, sus altos ideales sociales o sus privilegios para no perderlos. Entre todos realizaron el tejido multicolor de nuestra historia, y los contemporáneos nos econtramos ante el desafío de continuar ese tejido dándole las formas que heredarán nuestros hijos y nietos.
Así, frente a nuestros relatos históricos, no existe sólo el desafío de conocerlos mejor para guardarlos de nuevo en el cajón de la memoria. Hoy nos encontramos frente a desafíos iguales o mayores que los de entonces, por lo cual hemos de conocer lo que pasó para mejor decidir qué hacer aquí y ahora. Claro, estrictamente hablando es imposible cambiar el pasado. La historia y sus acontecimientos ya sucedieron y nadie puede modificarlos. Los posibles túneles del tiempo de los relatos de ciencia ficción aún están por ser inventados, y una clave de salud personal consiste justamente en aceptar lo que sucedió y que dio lugar a nuestro ser concreto, comprendiendo que somos fruto de unos acontecimientos, algunos luminosos, otros grises o francamente oscuros, que si hubieran sido distinos, no existiríamos. Reconciliarnos con la historia es un primer paso para poder incidir sin resentimientos en nuestro presente y así mejorarlo.
Pero, paradójicamente, sí existe una forma de transformar de algún modo aquellos hechos que, por ser del pasado, parecerían condenados a la inmovilidad.
¿En qué consiste? En decidir hoy a qué tipo de procesos históricos damos continuidad y cuáles dejamos abandonados, convirtiéndolos en mera arqueología. En decidir qué hilos de la historia serán los que yo retomaré para seguir tejiendo hoy la vida de cada día.
Casi sin querer, uno elige un modo de ser, de vivir. Se adhiere a una línea de pensamiento, escoge un estilo de estar en la sociedad, de crear el presente. Así da nueva vida a unas líneas de actuación que con toda probabilidad ya existen, y que de otro modo quedarían muertas. Es como si eligiera con qué color de hilo quiere seguir tejiendo la pequeña historia que se inserta en el gran tapiz de la historia nacional. Si uno relee lo que otros hicieron, descubrirá su propio actuar como continuación de alguna “escuela” de hacer la vida, ciertamente aportando un estilo propio y original que los matiza para siempre, y además con las características del momento actual. Unos serán más originales, otros menos, pero todos de algún modo actualizan en su presente unos procesos que, sin ellos, quedarían para los museos. Así, el tejido de la historia se va ensanchando con todo tipo de hilos, unos obscuros, otros de colores, algunos muy luminosos.
Pongamos unos ejemplos. Una persona, en su diario vivir, puede dar continuidad al tejido oscuro y sangriento de la guerra, del conflicto, de la lucha de poderes, del dominio, de la desigualdad. Si así lo decide, puede asumir e incentivar, -aunque como digo, tantos lo hacen por inercia y sin tomar conciencia de ello-, las diferencias sociales, económicas, culturales… dando continuidad a la interminable cadena de la violencia que se perpetúa en la historia, pero no a causa de un ciego destino, sino porque encuentra en cada generación unos cómplices que perpetúan la historia de la sangre y las lágrimas. Hoy desgraciadamente en México somos testigos de unas personas y unos grupos sociales que han decidido hacer exactamente eso, tiñendo nuevamente de odio y de sangre los hilos de la historia contemporánea, aunque por motivos mucho menos nobles que la lucha por la libertad: el narcotráfico y el comercio ilícito de arma y personas. Tejen nuestra historia con los grises del asesinato, la desazón, la pobreza, la desesperanza.
Otros, quizá la mayoría, desean elegir un transcurrir más convencional, luchando por sobrevivir sin sobresaltos, en busca de una vida serena, de sencillo trabajo y de estabilidad. Pero en su vida diaria no podrán permanecer neutrales: su modo de vivir en sociedad, de interactuar o no con los vecinos, su manera de pensar o de no hacerlo, de participar o ignorar a sus contemporáneos, de educar a los hijos, dará continuidad a procesos interpersonales, sociales y económicos que pueden ir en la línea del desarrollo y la justicia, o de la inercia, la indiferencia y el desapego.
También es posible, sin ser extraordinarios o superdotados, dedicar el propio tiempo a impulsar procesos artísticos, creativos, lúdicos, artesanales, que continúen y actualicen, lanzando hacia el futuro, la historia local de la paz florecida, una paz fecunda y variada que desborde en fiesta, en su pueblo, en su barrio, en su ciudad o en su país. La ciencia, la investigación, la música, el folklore, la pintura, la danza, la literatura, y hoy la creación con medios digitales, serían como hilos de colores en el tejido de nuesra historia, que aporta luz y alegría, entretenimiento, cultura, tiempo plenificado.
Y más aún: es hermoso, y posible, transformar el pasado en presente y en futuro dando continuación a los “hilos luminosos” que atraviesan la historia humana: los hilos de oro de aquellos procesos excelentes que dan soporte y sentido a millones de personas. Es posible recibir el testigo de las formas de vivir más constructivas y fructuosas, y ofrecer nuestro presente y energías para que sigan vivas y avancen también hoy. Asumir y actualizar los grandes objetivos de tantos héroes de la Patria, pero colocándose en la historia de la no-violencia, la búsqueda de la paz, la defensa de los derechos humanos y la dignidad propia y de otros; la historia de la democracia, de la libertad de expresión, la defensa de los excluidos y la promoción de la autonomía y el desarrollo de los pueblos. Todo ello recoge el esfuerzo de los grandes hombres y mujeres de la Historia, que tejieron con hilos de luz sus días y sus horas.
¿Cuál sería un distintivo de éstos respecto a otros hilos que configuran el devenir de las naciones? Que quien los inicia y los continúa no sólo arenga a los demás para ir en pos de un ideal, sino que está dispuesto a dar la vida por esa causa y sobre todo por esas personas, evitando lanzarlas a la muerte. Asume su tarea incluso con sacrificio, para que otros vivan, para que los amigos no mueran por ello. ¡Y son tantos los ejemplos! Voluntarios y trabajadores sociales, educadores y maestros convencidos, médicos y enfermeros realmente preocupados por la salud de los pacientes, mediadores culturales, y un interminable etcétera. Quien se entrega de verdad no sólo por una idea, sino por unas personas, hombres y mujeres con nombres y apellidos a quienes promueve y defiende para que puedan vivir y poder amar, teje su propia historia y la de ellos con hilos de oro.
El Bicentenario es una ocasión para seguir tejiendo hoy con hilos luminosos la historia de México. Justamente hoy, cuando más falta hace, es necesario hacerlo sin violencia, pero al mismo tiempo con decisión y arrojo. Con la apasionada generosidad de quien sabe que la vida tiene más sentido aún cuando es para dar vida a otros. Es una forma de transformar no sólo el presente, sino también el pasado: deja de ser archivo histórico, se actualiza y se lanza al futuro.
Leticia Soberón Mainero
Doctora en Ciencias Sociales
Fuente: Carta de la Paz
En la preparación para el Bicentenario, la sociedad ha hecho un verdadero repaso por los hechos históricos de doscientos y de cien años atrás. Se han vuelto a sacar a la luz las glorias y crueldades de la historia que dió lugar a nuestra existencia. Se han revisado las categorías en que analizamos los acontecimientos, y se insiste en la necesidad de conocer el pasado para definir mejor nuestra propia identidad. No sólo los considerados “héroes patrios”, sino una gran cantidad de personas de diversos bandos, defendieron en aquellos años su propia idea de justicia y de libertad, sus altos ideales sociales o sus privilegios para no perderlos. Entre todos realizaron el tejido multicolor de nuestra historia, y los contemporáneos nos econtramos ante el desafío de continuar ese tejido dándole las formas que heredarán nuestros hijos y nietos.
Así, frente a nuestros relatos históricos, no existe sólo el desafío de conocerlos mejor para guardarlos de nuevo en el cajón de la memoria. Hoy nos encontramos frente a desafíos iguales o mayores que los de entonces, por lo cual hemos de conocer lo que pasó para mejor decidir qué hacer aquí y ahora. Claro, estrictamente hablando es imposible cambiar el pasado. La historia y sus acontecimientos ya sucedieron y nadie puede modificarlos. Los posibles túneles del tiempo de los relatos de ciencia ficción aún están por ser inventados, y una clave de salud personal consiste justamente en aceptar lo que sucedió y que dio lugar a nuestro ser concreto, comprendiendo que somos fruto de unos acontecimientos, algunos luminosos, otros grises o francamente oscuros, que si hubieran sido distinos, no existiríamos. Reconciliarnos con la historia es un primer paso para poder incidir sin resentimientos en nuestro presente y así mejorarlo.
Pero, paradójicamente, sí existe una forma de transformar de algún modo aquellos hechos que, por ser del pasado, parecerían condenados a la inmovilidad.
¿En qué consiste? En decidir hoy a qué tipo de procesos históricos damos continuidad y cuáles dejamos abandonados, convirtiéndolos en mera arqueología. En decidir qué hilos de la historia serán los que yo retomaré para seguir tejiendo hoy la vida de cada día.
Casi sin querer, uno elige un modo de ser, de vivir. Se adhiere a una línea de pensamiento, escoge un estilo de estar en la sociedad, de crear el presente. Así da nueva vida a unas líneas de actuación que con toda probabilidad ya existen, y que de otro modo quedarían muertas. Es como si eligiera con qué color de hilo quiere seguir tejiendo la pequeña historia que se inserta en el gran tapiz de la historia nacional. Si uno relee lo que otros hicieron, descubrirá su propio actuar como continuación de alguna “escuela” de hacer la vida, ciertamente aportando un estilo propio y original que los matiza para siempre, y además con las características del momento actual. Unos serán más originales, otros menos, pero todos de algún modo actualizan en su presente unos procesos que, sin ellos, quedarían para los museos. Así, el tejido de la historia se va ensanchando con todo tipo de hilos, unos obscuros, otros de colores, algunos muy luminosos.
Pongamos unos ejemplos. Una persona, en su diario vivir, puede dar continuidad al tejido oscuro y sangriento de la guerra, del conflicto, de la lucha de poderes, del dominio, de la desigualdad. Si así lo decide, puede asumir e incentivar, -aunque como digo, tantos lo hacen por inercia y sin tomar conciencia de ello-, las diferencias sociales, económicas, culturales… dando continuidad a la interminable cadena de la violencia que se perpetúa en la historia, pero no a causa de un ciego destino, sino porque encuentra en cada generación unos cómplices que perpetúan la historia de la sangre y las lágrimas. Hoy desgraciadamente en México somos testigos de unas personas y unos grupos sociales que han decidido hacer exactamente eso, tiñendo nuevamente de odio y de sangre los hilos de la historia contemporánea, aunque por motivos mucho menos nobles que la lucha por la libertad: el narcotráfico y el comercio ilícito de arma y personas. Tejen nuestra historia con los grises del asesinato, la desazón, la pobreza, la desesperanza.
Otros, quizá la mayoría, desean elegir un transcurrir más convencional, luchando por sobrevivir sin sobresaltos, en busca de una vida serena, de sencillo trabajo y de estabilidad. Pero en su vida diaria no podrán permanecer neutrales: su modo de vivir en sociedad, de interactuar o no con los vecinos, su manera de pensar o de no hacerlo, de participar o ignorar a sus contemporáneos, de educar a los hijos, dará continuidad a procesos interpersonales, sociales y económicos que pueden ir en la línea del desarrollo y la justicia, o de la inercia, la indiferencia y el desapego.
También es posible, sin ser extraordinarios o superdotados, dedicar el propio tiempo a impulsar procesos artísticos, creativos, lúdicos, artesanales, que continúen y actualicen, lanzando hacia el futuro, la historia local de la paz florecida, una paz fecunda y variada que desborde en fiesta, en su pueblo, en su barrio, en su ciudad o en su país. La ciencia, la investigación, la música, el folklore, la pintura, la danza, la literatura, y hoy la creación con medios digitales, serían como hilos de colores en el tejido de nuesra historia, que aporta luz y alegría, entretenimiento, cultura, tiempo plenificado.
Y más aún: es hermoso, y posible, transformar el pasado en presente y en futuro dando continuación a los “hilos luminosos” que atraviesan la historia humana: los hilos de oro de aquellos procesos excelentes que dan soporte y sentido a millones de personas. Es posible recibir el testigo de las formas de vivir más constructivas y fructuosas, y ofrecer nuestro presente y energías para que sigan vivas y avancen también hoy. Asumir y actualizar los grandes objetivos de tantos héroes de la Patria, pero colocándose en la historia de la no-violencia, la búsqueda de la paz, la defensa de los derechos humanos y la dignidad propia y de otros; la historia de la democracia, de la libertad de expresión, la defensa de los excluidos y la promoción de la autonomía y el desarrollo de los pueblos. Todo ello recoge el esfuerzo de los grandes hombres y mujeres de la Historia, que tejieron con hilos de luz sus días y sus horas.
¿Cuál sería un distintivo de éstos respecto a otros hilos que configuran el devenir de las naciones? Que quien los inicia y los continúa no sólo arenga a los demás para ir en pos de un ideal, sino que está dispuesto a dar la vida por esa causa y sobre todo por esas personas, evitando lanzarlas a la muerte. Asume su tarea incluso con sacrificio, para que otros vivan, para que los amigos no mueran por ello. ¡Y son tantos los ejemplos! Voluntarios y trabajadores sociales, educadores y maestros convencidos, médicos y enfermeros realmente preocupados por la salud de los pacientes, mediadores culturales, y un interminable etcétera. Quien se entrega de verdad no sólo por una idea, sino por unas personas, hombres y mujeres con nombres y apellidos a quienes promueve y defiende para que puedan vivir y poder amar, teje su propia historia y la de ellos con hilos de oro.
El Bicentenario es una ocasión para seguir tejiendo hoy con hilos luminosos la historia de México. Justamente hoy, cuando más falta hace, es necesario hacerlo sin violencia, pero al mismo tiempo con decisión y arrojo. Con la apasionada generosidad de quien sabe que la vida tiene más sentido aún cuando es para dar vida a otros. Es una forma de transformar no sólo el presente, sino también el pasado: deja de ser archivo histórico, se actualiza y se lanza al futuro.
Leticia Soberón Mainero
Doctora en Ciencias Sociales
Fuente: Carta de la Paz
martes, 1 de noviembre de 2011
PERDÓN Y RECONCILIACIÓN
Son consideradas actividades ingenuas o imposibles por algunos.
Otros las consideran ilegítimas porque las vinculan con la injusticia.
Algunos aceptan el perdón colectivo, pero no el perdón individual. O a la inversa.
Otros piensan que se trata de cuestiones específicas de terapeutas, sacerdotes y pastores.
Sin embargo un número creciente de investigadores sostiene que el
Perdón y la Reconciliación son poderosos instrumentos para disminuir el
sufrimiento de las víctimas en su unidad bio - psico - espiritual - social: Worthington, Enright, North, Galtung, Thomas Moore...
El Perdón y la Reconciliación son herramientas poderosas para la construcción de
la democracia, la convivencia y la paz. Y para la existencia de cada persona. La realidad de la violencia en el mundo y en los espacios cotidianos que transitamos justifican apostar por la elección de este paradigma.
Desmond Tutu en Sudáfrica pronunció estas palabras: “El Perdón es una necesidad para la continuación de la existencia humana. Sin perdón y reconciliación no hay futuro”.
Sin Perdón y Reconciliación no hay posibilidad de paz personal ni social.
Otros las consideran ilegítimas porque las vinculan con la injusticia.
Algunos aceptan el perdón colectivo, pero no el perdón individual. O a la inversa.
Otros piensan que se trata de cuestiones específicas de terapeutas, sacerdotes y pastores.
Sin embargo un número creciente de investigadores sostiene que el
Perdón y la Reconciliación son poderosos instrumentos para disminuir el
sufrimiento de las víctimas en su unidad bio - psico - espiritual - social: Worthington, Enright, North, Galtung, Thomas Moore...
El Perdón y la Reconciliación son herramientas poderosas para la construcción de
la democracia, la convivencia y la paz. Y para la existencia de cada persona. La realidad de la violencia en el mundo y en los espacios cotidianos que transitamos justifican apostar por la elección de este paradigma.
Desmond Tutu en Sudáfrica pronunció estas palabras: “El Perdón es una necesidad para la continuación de la existencia humana. Sin perdón y reconciliación no hay futuro”.
Sin Perdón y Reconciliación no hay posibilidad de paz personal ni social.
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