martes, 22 de noviembre de 2011

¿Me repite la pregunta? - Marcelo Polakoff

Dejarla a un costado suele ser señal de poca sustancia. Postergarla para más adelante, aunque a veces ello sea apreciado como una actitud responsable, puede demostrar un gran cúmulo de incómodas incertezas. Hacer de cuenta que no existe, reviste de por sí un desparpajo existencial, evidencia cruel de mentes muy chiquitas.

Ahora bien, acariciarla con sosiego, sopesarla suavemente y acunarla confiados, es volver a dotar a la pregunta de la maravilla intrínseca que acostumbra a poseer, toda vez que se le dispense el respeto adecuado.

Es que la pregunta, lejos de constituirse en una amenaza, debe tornarse en una de las llaves más propicias para persistir en la apertura de nuevos senderos que conduzcan a mayores resplandores de verdad.

Y cuando los interrogantes acechan y hasta la mismísima justicia divina es cuestionada, no hay que temerle a ello. Al contrario, acallar semejantes atolladeros –aun cuando se los silencie so pretexto de entenderlos como pequeñas o enormes herejías– es sólo un poco más de combustible incendiario en manos de los extremistas de siempre, nada ausentes de los diversos territorios eclesiales.

Aprendamos de Abraham, padre del monoteísmo y patriarca en la fe judía, cristiana e islámica. Entre sus virtudes, tuvo el mérito de ser el primer ser humano registrado por la historia que se plantó ante el Creador, vehemente y humilde a la vez, para increparlo con una pregunta feroz: “¿Acaso el juez de toda la tierra no hará justicia?”

El contexto de la pregunta era inmejorable. Estamos en el capítulo 18 del libro del Génesis. Dios había decidido la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, pues habían llegado a la cumbre de toda perversión, y cuando le comenta lo planeado al primer hebreo, Abraham no resiste la duda de saber si Dios va “a destruir al justo junto con el impío”.

¿La pregunta es legítima? Más vale. ¿Tiene lugar? Por supuesto. ¿Y quién tiene derecho a hacerla? Pues he aquí el quid de la cuestión. No es que haya de entrada una imposibilidad de pertenecer al club de los que preguntan por la justicia divina.

En principio, cualquier ser humano estaría habilitado a hacerlo. Sin embargo, me permito reservarme la duda y postular que para tener la chance de realizar tamaño cuestionamiento es menester haber contestado antes (y de manera coherente) las dos preguntas que el propio Dios había dejado registradas unas cuantas páginas antes. No son menores.

La primera fue para Adán, cuando pretendía esconderse de la presencia divina en pleno Jardín del Edén después de haber probado del árbol del conocimiento del bien y del mal. Fue muy sencilla: “¿Dónde estás?”. No hace falta explicar que no se trataba de una pregunta geográfica, sino más bien de una cuestión de ubicación existencial.

La segunda fue dirigida a Caín, instantes después del fratricidio: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Otra vez la simpleza de lo más profundo. Una nueva pregunta divina donde la localización nada tiene que ver con latitudes y altitudes. Sí con actitudes...

Relegar aquellas dos preguntas primigenias tan sólo a Adán y a Caín es, por lo menos, infantil. Son interrogantes que debieran resonar a diario en nuestros oídos. Saber dónde uno está para responder por ello y saber dónde uno está parado frente a su prójimo son requisitos necesarios para tener el tupé de cuestionar la justicia divina. Abraham ya había dado muestras cabales de su responsabilidad, que no es más ni menos que la habilidad para responder. ¿Podemos nosotros?

Fuente: La Voz del Interior

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