lunes, 21 de noviembre de 2011

Importancia de la letra “Y” en la vida - Victor Codina.

No hay que ser lingüista para saber que la letra “y”, la penúltima letra del abecedario castellano, es una conjunción copulativa, una partícula que une diversos vocablos, muchas veces muy diferentes e incluso opuestos: noche y día, frío y calor, hombre y mujer, cuerpo y alma, cielo y tierra, presente y futuro, risa y llanto, silencio y palabra, trabajo y descanso, placer y dolor, jóvenes y ancianos, vida y muerte…El libro del Qohelet o Eclesiastés, con su sabiduría un poco amarga, nos ofrece una lista de tiempos para hacer cada cosa, para todo hay tiempo bajo el sol (Qo 3).

También a nivel religioso y cristiano la “y” une realidades diversas: Creador y criatura, espiritual y material, amor a Dios y amor al prójimo, libertad y gracia, pecado y salvación, Antiguo y Nuevo Testamento, pueblo elegido y universalidad de la salvación, sacerdotes y profetas, cruz y resurrección, Cristo y Espíritu, Dios uno y trino, Iglesia y Reino, Iglesia santa y pecadora, Palabra y sacramento, carisma e institución, antropocentrismo y cosmocentrismo, trigo y cizaña, razón y fe, ministros y laicos, bienaventuranzas de los pobres y ayes a los ricos, primado y colegialidad episcopal, Iglesia local e Iglesia universal, inmanencia y trascendencia, acción y contemplación, ascética y mística, ética y estética, historia y escatología, cristianismo y justicia, etc.

Muchas veces nos resulta difícil asumir la diversidad, pues nos exige una tensión constante y por esto tendemos a convertir la partícula copulativa “y” que une en una partícula disyuntiva que separa: dividimos, polarizamos y finalmente optamos por un solo término que acaba engulliendo y excluyendo al otro: racismo de la raza blanca que desprecia a las demás razas, machismo, antisemitismo, racionalismo, materialismo, espiritualismo, fundamentalismo, panteísmo, ateismo…Todas las divisiones y luchas políticas, culturales y sociales nacen de estas posturas excluyentes y parciales, que ven una amenaza en lo diverso. Lo mismo sucede en el ámbito religioso y eclesial: cruzadas, guerras religiosas, herejías y cismas, tienen su origen en esta intolerancia y falta de aceptación de lo diferente. Es Babel.

El Concilio de Calcedonia nos ofrece una buena solución cuando nos dice que en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, se unen la divinidad y la humanidad “sin división ni confusión”. Seguramente muchas tensiones y crispaciones, muchas polémicas y actitudes violentas en la sociedad y en la Iglesia cesarían si asumiéramos esta postura cristológica de no separar ni confundir. El “y” no separa ni confunde, une en comunidad y en comunión respetando las diferencias, es simbólico (que une), no diabólico (que divide y separa). Permite acentuar algún aspecto según lugares y tiempos, pero nunca excluye. Esto está conforme con el Espíritu de Pentecostés que acepta la diversidad en la unidad. Y el modelo último de está unión en la diversidad es la Trinidad, una comunidad en la cual la relación entre el Padre y el Hijo se da en la comunión del Espíritu Santo que es el “y” de Dios.

Quizás todo esto pueda parecer demasiado abstracto y elevado, alejado de la realidad de cada día. Pero ¿qué sucedería si aceptáramos e integráramos en nuestra vida personal, social, religiosa y eclesial términos que nos parecen contrapuestos? Sin duda anticiparíamos la utopía bíblica de que se haga justicia a los débiles, se defienda el derecho de los pobres y habiten juntos el lobo y el cordero, el niño y la víbora (Is 11, 4-8), es decir, comenzaríamos a vivir, ya ahora y aquí, los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17).

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