No hay que ser lingüista para saber que la letra “y”, la penúltima letra del abecedario castellano, es una conjunción copulativa, una partícula que une diversos vocablos, muchas veces muy diferentes e incluso opuestos: noche y día, frío y calor, hombre y mujer, cuerpo y alma, cielo y tierra, presente y futuro, risa y llanto, silencio y palabra, trabajo y descanso, placer y dolor, jóvenes y ancianos, vida y muerte…El libro del Qohelet o Eclesiastés, con su sabiduría un poco amarga, nos ofrece una lista de tiempos para hacer cada cosa, para todo hay tiempo bajo el sol (Qo 3).
También a nivel religioso y cristiano la “y” une realidades diversas: Creador y criatura, espiritual y material, amor a Dios y amor al prójimo, libertad y gracia, pecado y salvación, Antiguo y Nuevo Testamento, pueblo elegido y universalidad de la salvación, sacerdotes y profetas, cruz y resurrección, Cristo y Espíritu, Dios uno y trino, Iglesia y Reino, Iglesia santa y pecadora, Palabra y sacramento, carisma e institución, antropocentrismo y cosmocentrismo, trigo y cizaña, razón y fe, ministros y laicos, bienaventuranzas de los pobres y ayes a los ricos, primado y colegialidad episcopal, Iglesia local e Iglesia universal, inmanencia y trascendencia, acción y contemplación, ascética y mística, ética y estética, historia y escatología, cristianismo y justicia, etc.
Muchas veces nos resulta difícil asumir la diversidad, pues nos exige una tensión constante y por esto tendemos a convertir la partícula copulativa “y” que une en una partícula disyuntiva que separa: dividimos, polarizamos y finalmente optamos por un solo término que acaba engulliendo y excluyendo al otro: racismo de la raza blanca que desprecia a las demás razas, machismo, antisemitismo, racionalismo, materialismo, espiritualismo, fundamentalismo, panteísmo, ateismo…Todas las divisiones y luchas políticas, culturales y sociales nacen de estas posturas excluyentes y parciales, que ven una amenaza en lo diverso. Lo mismo sucede en el ámbito religioso y eclesial: cruzadas, guerras religiosas, herejías y cismas, tienen su origen en esta intolerancia y falta de aceptación de lo diferente. Es Babel.
El Concilio de Calcedonia nos ofrece una buena solución cuando nos dice que en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, se unen la divinidad y la humanidad “sin división ni confusión”. Seguramente muchas tensiones y crispaciones, muchas polémicas y actitudes violentas en la sociedad y en la Iglesia cesarían si asumiéramos esta postura cristológica de no separar ni confundir. El “y” no separa ni confunde, une en comunidad y en comunión respetando las diferencias, es simbólico (que une), no diabólico (que divide y separa). Permite acentuar algún aspecto según lugares y tiempos, pero nunca excluye. Esto está conforme con el Espíritu de Pentecostés que acepta la diversidad en la unidad. Y el modelo último de está unión en la diversidad es la Trinidad, una comunidad en la cual la relación entre el Padre y el Hijo se da en la comunión del Espíritu Santo que es el “y” de Dios.
Quizás todo esto pueda parecer demasiado abstracto y elevado, alejado de la realidad de cada día. Pero ¿qué sucedería si aceptáramos e integráramos en nuestra vida personal, social, religiosa y eclesial términos que nos parecen contrapuestos? Sin duda anticiparíamos la utopía bíblica de que se haga justicia a los débiles, se defienda el derecho de los pobres y habiten juntos el lobo y el cordero, el niño y la víbora (Is 11, 4-8), es decir, comenzaríamos a vivir, ya ahora y aquí, los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17).
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