(...) El Evangelio nos anima a ir incluso más lejos: la justicia debe prolongarse en el perdón, las sociedades humanas no pueden vivir sin él. En muchas partes del mundo, las heridas de la historia son profundas. Atrevámonos a poner fin a lo que puede terminarse hoy. Así un futuro de paz, preparado en el corazón de Dios, podrá desplegarse plenamente.
Creer en el perdón de Dios no significa olvidar la falta. El mensaje del perdón nunca puede utilizarse para sostener las injusticias. Al contrario, creer en el perdón nos hace libres para discernir nuestras propias faltas, así como las injusticias en nuestro entorno y en el mundo. Depende de nosotros reparar lo que puede arreglarse. Sobre este arduo camino, encontramos un apoyo vital: en la comunión de la Iglesia, el perdón de Dios puede otorgarse de nuevo.
Cada ser humano tiene tanta necesidad del perdón como del pan cotidiano. Dios lo da siempre gratuitamente, “Él que perdona todas tus ofensas”.Abrir las manos en la oración es un gesto muy simple que puede expresar nuestro deseo de acogerlo.
Cuando rezamos en el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos” su perdón ya nos toca. No son palabras en el aire: algo sucede cuando rezamos con estas palabras que Jesús mismo nos enseñó. Y estamos preparados para perdonar también nosotros y a no condenar definitivamente a otra persona cuando hemos sido ofendidos.
Cristo distingue entre la persona y la falta cometida. Hasta su último aliento sobre la cruz, ha rechazado condenar a nadie. Y lejos de minimizar la falta, la ha tomado sobre sí.
Hay situaciones en las que no conseguimos perdonar. La herida es demasiado grande. Entonces debemos recordar que el perdón de Dios no falla nunca. En cuanto a nosotros, a veces conseguimos perdonar sólo por etapas. El deseo de perdonar es ya un primer paso, incluso cuando este deseo permanezca sumergido en la amargura.
Al perdonar, Dios hace algo más que borrar nuestras faltas. Nos da una vida nueva en su amistad, animada día y noche por el Espíritu Santo.
Acoger y transmitir el perdón de Dios, ése es el camino que Cristo ha abierto. Nosotros avanzamos por él a pesar de nuestras fragilidades y de nuestras heridas. Cristo no hace de nosotros mujeres y hombres que han llegado ya a la meta.
Pobres del Evangelio, no tenemos, como cristianos, la pretensión de ser mejores que los demás. Lo que nos caracteriza es simplemente la opción de pertenecer a Cristo. Al hacer esta elección queremos ser totalmente consecuentes.
Y todos nosotros podemos hacer este descubrimiento: el perdón recibido o dado es creador de alegría. Saberse perdonado es quizás una de las alegrías más profundas, más liberadoras. Ahí está la fuente de la paz interior que Cristo quiere comunicarnos. Esta paz nos llevará lejos, irradiará para los demás y para el mundo.
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