Walter Benjamin (1892-1940) pertenecía a una acaudalada familia judeo-alemana cuya mentalidad, común en aquellas épocas, soñaba para su descendencia un destino más elevado que el de hacer dinero o trabajar para conseguirlo.
El hijo pródigo no los defraudó y se convirtió en un intelectual inclasificable pero potente, un hombre de letras, un coleccionista incansable de libros, citas y observaciones que constituyen aún hoy uno de los más agudos acercamientos a los alcances y límites de la historia como disciplina científica.
Pero Benjamin pagó muy caro su carencia de sentido común para vivir en un tiempo tan difícil como el del nazismo. Aterrado por un improbable bombardeo a París, donde se había refugiado, huyó... hacia el frente: la frontera franco-española. Allí sí corría riesgo de ser deportado, con las consecuencias que ello le podía acarrear. Desesperado luego de un intento fallido de cruzar la frontera, decidió poner fin a su vida en el pueblito de Port-Bou.
Esos tiempos trágicos, a los que Benjamin nunca se adaptó y de los que huía perdiéndose en las acogedoras calles de París –“la capital del siglo XIX”, la llamaba–, debieron influir en su visión de la historia.
En su tesis número nueve, escribe: “Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus novus . Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe de tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso, se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve de espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hasta el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Si se quedó pensando en Kabul, en Trípoli o en Bagdad, no lo atribuya a su imaginación ni a la casualidad, sino a la increíble vigencia de esta dramática visión que el hombre, con sus actos, se ocupa de alimentar.
Sumerios, persas y cartagineses desaparecieron del mapa en esas ciudades, atacadas en tiempos remotos por los predecesores de los mismos que hoy quieren imponer su hegemonía a fuerza de desastres. Damasco, otra ciudad con historia, puede ser la próxima víctima.
Fuente: La Voz del Interior, Córdoba, Argentina
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