Existe disconformidad con la cuestión educativa, sobre todo con los énfasis y los resultados. Con los énfasis, porque muchas veces se coloca el acento en los medios y no en los fines; por ejemplo, cantidad de escuelas que se proyectan o realizan y menos en la calidad de los planes de estudio y de la enseñanza. Con los resultados, porque “producimos educandos” que en su mayor parte no trabajarán en aquello para lo cual se han formado. Estamos en la era del aprendizaje, cuya contracara será cada vez más la exclusión y la marginalidad.
El diagnóstico que hace unos años hicimos (“El revoltijo de la educación”, en La Voz del Interior , 29 de mayo de 2004) contemplaba tres aspectos: aumento de la agresividad, degradación de la convivencia y deterioro de la disciplina.
Este diagnóstico no ha variado mucho en el sector educativo. Las causas, según los padres, eran: “Nuestros hijos no nos hacen caso; se acuestan muy tarde, casi de madrugada, y el sistema educativo es ineficiente”. En tanto, los docentes decían que existía una “incompetencia o claudicación formativa” de las familias, que no sabían inculcar los mínimos hábitos de comportamiento a los futuros alumnos.
Comprensión. “Llega a ser el que eres”, recomendaba Píndaro, poeta griego. Lo específico de la sociedad humana es que sus miembros se conviertan en modelos para los más jóvenes de modo intencional y deseado.
Aunque a lo largo de la historia se dieron distintos modos de “ paideia ” (ideal educativo griego), se puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que de alguna manera todavía está entre nosotros: la que distingue en educación propiamente dicha, ejercida por un pedagogo, y la instrucción, ejercida por un maestro.
El pedagogo pertenecía al ámbito interno de la familia, era un educador en los valores de la ciudad, formaba el carácter y velaba por la integridad moral. Su educación era indispensable para ocupar roles en la polis , en la vida activa.
El maestro era un colaborador externo y enseñaba conocimientos instrumentales, necesarios para la vida productiva.
Hoy, esta contraposición entre educación e instrucción es obsoleta. No se puede educar sin instruir y viceversa.
En la familia, las cosas se aprenden de una manera diferente, en un clima de afectividad. La educación familiar funciona por vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por gestos humanos y compartidos, lo que llamo “hábitos del corazón”.
Por eso, sólo lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva que, en los casos favorables, sirve para fijar principios moralmente estimables y, en los desfavorables, prejuicios que más tarde serán imposibles de extirpar.
Para que una familia funcione educativamente, es imprescindible que alguien asuma el rol de adulto y ejerza la autoridad, que consiste en ayudar a crecer.
Revisando estos y otros intentos educativos, vemos que la crisis de la educación ya no proviene de la deficiente forma en que se cumplen los objetivos sino de “no saber” qué finalidad debe cumplir y hacia dónde orientar sus acciones, ya que no es lo mismo procesar información que comprender significados.
Qué podemos hacer. La desaparición de toda forma de autoridad en la familia no predispone a la libertad responsable sino a una forma de caprichosa inseguridad que, con los años, se refugia en formas colectivas de autoritarismo. En un aparente enredo de círculos viciosos y de culparse mutuamente, creemos no poder hacer nada, cuando sería mejor que pensáramos qué podemos hacer.
Hay que tomar conciencia de que lo que hace cada uno o deja de hacer repercute en el todo social, cuyos efectos pueden no ser inmediatos, pero sin duda se darán. Y así, en pocos años tendremos la sociedad que hoy estamos “fabricando”.
Lo que aparece como un rasgo común es la falta de exigencia y autoexigencia de los protagonistas educativos, salvo excepciones, a veces motivada por inseguridad, por inadecuadas condiciones, por miedo, por pereza, por estrés, etcétera.
Otro elemento es la mala pedagogía de los derechos que poco a poco nos ha conducido a una cultura del reclamo y de la protesta, en vez de la cultura de la responsabilidad y la participación.
Otro tema es el de los malos ejemplos recibidos desde la conducción de muchas organizaciones y la forma inadecuada de dirimir los conflictos.
En suma, un tema tan importante, tan manoseado, requiere la participación de todos los actores, bajo premisas claras que lleven no tanto a obtener más egresados, más diplomados, más profesionales, sino principalmente a que todos ejerzan el derecho a estudiar y a aprender.
Recuperar los valores es un tema que se enuncia con insistencia. Hay que profundizar los valores que en la historia hicieron grandes a hombres y países. El valor del “otro” como semejante; trabajo, honestidad, patriotismo, coraje, altruismo, solidaridad y autoexigencia son valores sobre cuya base tenemos que establecer las líneas fundamentales de la política educativa.
Hay que generar el clima para redescubrir el sentido de lo maravilloso de vivir. Pasar de nuestras potencialidades a la acción y de nuestra voluntad a las concreciones. Necesitamos ideas claras, comunicarnos para entendernos. Sólo así venceremos el escepticismo y recuperaremos la confianza en nosotros mismos y en los demás.
La educación de la comunidad, no sólo la de los jóvenes, necesita mucho más que las netbooks o las herramientas digitales. Necesita un consenso mínimo para dejar de lado enfoques limitados y alcanzar unos puntos básicos iniciales.
En los países avanzados, se habla de competencias clave, como comunicación en lengua materna, comunicación en una lengua extranjera, competencia matemática, científica y tecnológica, competencia digital, aprender a aprender, competencias interpersonales y cívicas, espíritu emprendedor y expresión cultural.
Urge definir qué nos interesa como sociedad deseada, para que la educación sea la clave de nuestro crecimiento.
Fuente: La Voz del Interior
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