miércoles, 6 de julio de 2011

Incendies : el único objeto del perdón es lo imperdonable (Jacques Derrida)

Incendies, film de sobrecogedora potencia y vigoroso impacto emocional, apunta a una coyuntura en que colisionan la tragedia familiar, el drama personal acerca de los propios orígenes y los vestigios de un sangriento conflicto político-religioso en un imaginario país de Medio Oriente. Si éste no es identificado es porque el canadiense Denis Villeneuve prefiere abstraerse de la realidad histórica -un campo minado, según suele calificárselo- y aspirar a una dimensión mítica. Las atrocidades de las guerras civiles son las mismas; similares el odio que se retroalimenta, el encarnizamiento de la lucha entre fundamentalismos, las tragedias que viven los que son alcanzados por ellas, combatientes o no.

El film, que promueve la reconciliación sin ahorrar crudeza en la descripción de los enfrentamientos, intenta descubrir el origen del odio concentrándose en un caso personal. La historia -tomada de una pieza teatral del canadiense de origen libanés Majdi Mouawad- ofrece el siempre eficaz formato de una investigación detectivesca, que en este caso se duplica porque por una parte avanza del presente hacia el pasado tratando de reconstruir una vida de la que poco se sabe y por otro, se asiste paralelamente a la descripción cronológica de los hechos tal como sucedieron: la terrible trayectoria de una mujer que ha sido víctima y también verdugo, que algunos se niegan a recordar y en otros ha dejado el recuerdo de su inagotable capacidad de resistencia y el canto con que se acompañaba en las largas jornadas de cárcel, interrogatorios y torturas.

Una breve escena pone en marcha la historia. Dos gemelos canadienses asisten a la lectura del testamento de su madre y se enteran que les ha dejado dos cartas que los muchachos deberán entregar a sus destinatarios en el país donde ella nació y pasó gran parte de su vida. Una es para el padre, que ellos creían muerto; la otra para un hermano mayor del que jamás habían tenido noticia. La muchacha decide viajar de inmediato: confía que esa travesía podrá ayudarla a explicar los enigmas que rodeaban a su madre y desentrañar su oscuro pasado. Su hermano la seguirá tiempo después, cuando ya la investigación haya desentrañado los primeros enigmas.

Como en los films de detectives, cada paso (cada lugar de la región que los hijos visitan en busca de algún rastro o de algún testimonio sobre su madre, sobre la identidad y el paradero del padre, o sobre el destino del presunto hermano) trae una nueva revelación. El hilo se tensa cada vez más, los descubrimientos destapan otros frutos, cada vez más amargos y desgarradores, del odio, hasta que por fin se desemboca en la tragedia.

Villeneuve ha hecho un admirable trabajo de adaptación. Debió encontrar una traducción visual suficientemente potente y sugestiva para reemplazar la contundencia y el lirismo de las palabras de Mouawad y contó para ello con el magnífico trabajo de la cámara, la precisión del montaje y la impresionante máscara de Lubna Azabal, cuya sensibilidad hace transparentes los mil estados extremos por los que atraviesa su personaje, del amor al odio y del martirio a la fiereza, sin ocultar tampoco sus contradicciones ni perder la coherencia a lo largo de un retrato que abarca treinta años. También son notables los desempeños de Melissa Desormeaux-Poulin y de Rémy Girard, el recordado protagonista de Las invasiones bárbaras.

Fuente: Fernando López para La Nación

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