Las guerras son incidentes psíquicos que tienen su origen en el alma humana. Nos gusta echarle la culpa a nuestro chivo expiatorio de turno, tanto si es el imperialismo, el nacionalismo, el comunismo o el capitalismo, todo lo que se nos antoje. Ninguna de estas cosas ni todas ellas son realmente responsables; somos nosotros, personas inofensivas que queremos pensar que odiamos la guerra y todos sus horrores.
Tal vez no hemos tenido nada que ver con las aguas fanganosas de la política o de la economía, tal vez ni hemos escrito artículos ni cartas para inflamar pasiones raciales, nacionales o comunitarias, pero todos compartimos esa responsabilidad.
Cada sentimiento de ira, odio, envidia o venganza que nos hemos permitido en el pasado, independientemente de la persona a la que iba dirigido y por más justificado que lo hayamos considerado, ha sido un puñado de pólvora arrojado al polvorín que, antes o después, tiene que estallar.
Pero no es la persona que encendió la cerilla la responsable de un mundo en llamas, sino nosotros, que hemos ayudado a engrosar el polvorín. Porque ¿Qué es lo que hemos hecho? Los sentimientos de odio, de miedo, etc., que han entrado en nuestro corazón y que hemos cobijado son, como siempre, invitados intolerables. Queremos expulsarlos en seguida, queremos dejarlos pegados, como un poster, en el primer muro que encontremos. Es cierto que ese muro tenía algo en su naturaleza que lo hacía apto para ese poster en particular, pero igualmente, el poster lo mandamos nosotros y fuimos nosotros los que lo pegamos allí.
Tanto si consideramos la psicología de los individuos como de esos grupos de individuos que llamamos estados nacionales, el proceso es el mismo. Lo que odiamos o tememos en nosotros lo proyectamos en nuestros vecinos.
Extracto de texto de Thomas Merton
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario