Desde Euzkadi: EL LOBO DE GUBBIO
Vuelve el otoño con su belleza dorada, con su paz y melancolía. Yo vuelvo con estos escritos, testigos de dudas, mucho más que de certezas. Pero es el signo de los tiempos complejos que nos toca vivir, y debemos amar este tiempo de tantos peligros, y habitarlo de paz. Amiga lectora, amigo lector: que tengas paz.
¿Has oído hablar del lobo de Gubbio? Es una deliciosa florecilla de Francisco de Asís, aquel hombre de paz que murió un sábado de otoño, el 3 de octubre de 1226, en su querida “Porciúncula”, porcioncita de tierra del valle dorado de Umbría. Hoy quiero honrar su memoria, la de un hombre que fue tan pobre que no tuvo enemigos. Tan pobre que todos fueron para él hermanas y hermanos, incluso el hermano lobo, y perdón por ese “incluso” que está de sobra.
En su vida itinerante, como la de Jesús, Francisco moró durante algún tiempo en la ciudad de Gubbio, que guarda todavía hoy su aire medieval. Y cuenta la florecilla que por ese tiempo apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz.
Entiéndase: algún terrible malhechor o, simplemente, el bando enemigo en un tiempo de luchas fratricidas. Lo que pasa es que las gentes sencillas que narraron esta historia o esta leyenda –una leyenda es una historia que espera todavía a ser verdadera–, compararon al temible criminal o al bando con un lobo feroz.
Como seguimos comparando al degradado con el perro, al carroñero con el buitre, al siniestro con la víbora, al vil con el gusano, al engreído con el gallo, al vanidoso con el pavo, o al feo con el oso y al necio con el burro... Algún día caeremos en la cuenta de que con tales comparaciones no solo ofendemos y herimos a esos pobres animales, sino sobre todo a este pobre animal humano que somos. Y reinventaremos el lenguaje, para mirarnos mejor.
Volvamos a Gubbio. Un lobo feroz –algún asesino o alguna banda más feroz que todos los lobos– tenía aterrorizados a todos los habitantes y todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad. Todo eso nos es familiar en nuestras ciudades atemorizadas, en nuestro planeta armado. Las armas no consiguen espantar al terror. Y no es porque falten armas, sino porque aún no hemos descubierto que sobran
Francisco ya lo sabía y, adelantándose a su tiempo y mucho más al nuestro, donde había armas puso compasión. Y compadecido de la pobre gente, pero también del pobre malhechor, salió a buscarlo, desatendiendo los consejos de toda la ciudad. “Hizo la señal de la cruz”, dicen las Florecillas. Es decir, se acordó del crucificado que murió indefenso y perdonando. Se armó únicamente de confianza en Dios, de confianza en sí, de confianza en el criminal.
En cuanto el lobo lo divisó, corrió a su encuentro con las fauces abiertas, para devorarlo. Pero entonces Francisco le habló mansamente y le dijo: “Ven aquí, hermano lobo!”. Y, ¡cosa admirable!, el terrible lobo se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de Francisco.
Y éste le siguió hablando con su revolucionaria mansedumbre: “Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso. Pero yo sé que tú no eres malo, sino que solo por hambre has hecho el mal que has hecho”. El lobo movía la cola y las orejas, y bajó la cabeza suavemente.
Y Francisco le propuso un trato: “Hermano lobo, yo te prometo que la gente de la ciudad te va a proporcionar todo lo que necesitas mientras vivas y que nunca más tendrás hambre. Y tú me prometes a cambio que ya no harás daño a ningún ser humano en el mundo ni a ningún animal. ¿Me lo prometes?”.
El lobo inclinaba la cabeza una y otra vez, diciendo que sí. Entonces Francisco le tendió la mano, y el lobo levantó la pata delantera, que es en realidad su mano, y la puso mansamente sobre la mano de Francisco.
Luego fueron juntos a la ciudad en el nombre de Dios, como dos buenos amigos, como dos hermanos. La gente del burgo acudió en masa, entre atónita y curiosa.
Y Francisco, con aquel pobre porte que tenía, pues no pasaba de un metro cincuenta, y con sus humildes palabras inspiradas, les predicó sobre los terribles daños que nos hacemos los humanos cuando nos miramos los unos a los otros como enemigos y nos tratamos como se tratan los cazadores y los lobos:
“Hermanas mías, hermanos míos, ¿no veis que el mundo no puede seguir así? ¿No veis que todas las armas no sirven de nada, ni todos los castigos, que todos los imperios hasta ahora han caído, que seguirán cayendo y que tienen que caer? ¿Acaso no creéis en Dios, que es el Inmenso Corazón bueno en el que habitamos y en el que somos hermanos, el Inmenso Corazón de ternura que habita en nuestro pequeño corazón, tan incierto y temeroso? Mirad mejor, hermanas y hermanos míos. Basta mirar mejor para ser mejores, para llenarlo todo de Dios”.
Y con su evangélica y poderosa ingenuidad, hecha de fe irreductible en la bondad, es decir, en Dios, les habló de la santidad de todos los seres, y de que el lobo y la víbora no son malos, y que el gusano es todo menos vil. Y que nadie, por siniestro y malhechor que parezca, lo es en su fondo. Y que el delincuente más feroz y asesino es en verdad un pobre ser humano lleno de necesidades, errores y heridas sin curar.
Muchos lloraban de dolor y de consuelo en la hermosa plaza de Gubbio. Otros hacían ademanes escépticos, como diciendo: “Ya, ya…”.
Algunos, sobre todo entre los principales del burgo, se rebelaron: “Francesco, estás hablando como el hijo de papá que eres y que nunca has tenido que luchar para ganarte la vida. Este mundo no se arregla sino con la ley en la mano y el castigo de los delitos. El bosque sigue estando lleno de lobos feroces y más vale prevenir que lamentar”.
Francisco calló, indeciso y triste. Y se dijo: “Si yo me encontrara en el lugar del malhechor, yo sería el peor malhechor”. Sintió ganas de gritarles: “¡Y vosotros también, hermanos! Creéis acaso que el orden del emperador al que servís es más justo que el orden que reina en el bosque?”. Pero se contuvo.
A punto estuvo, sin embargo, de preguntarles sencillamente: “Decidme, hermanos, ¿pensáis que alguna vez los malos se convertirán en buenos mientras tengan enemigos y sean perseguidos?”. Pero también se calló. Y miró al lobo, que le miraba con ojos muy vivos y mansos, como dos torrentes de paz.
José Arregi
Mi plegaria es un cielo azul,
el calor del sol,
el grillo de las praderas
los trigales del valle.
Quisiera vestir mi alma
con la desnudez pura de la gracia,
para que mis melodías llenen
de ecos de Dios el futuro.
Mi plegaria es canto de estrellas,
su nombre es ternura,
voz silenciosa de las luciérnagas,
melodía sonora del agua.
Quisiera sentir en mi corazón
el aguijón del candil.
para que la oscuridad
no fuera el final de nuestra lucha.
El amanecer es mi plegaria,
explosión de las primeras luces,
oportunidad para los comienzos claros,
abrazo compasivo.
Quisiera vivir paso a paso
el impulso del perdón,
y que nuestro corazón nuevo
fuera latido de esperanza.
Patxi Ezkiaga
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