Hay una “justicia
bíblica” que, según el Antiguo Testamento, se identifica con la protección de
los débiles y la liberación de los oprimidos y, según el Nuevo Testamento
(sobre todo en San Pablo), con el perdón de los pecadores.
Aquí no hablo de
ella, sino de la justicia social (política), que se expresa en el equilibrio
racional del Estado de Derecho, que aparece ya de alguna forma en el
Código de Hammurabi (en torno al 1790
a . C.): “ojo por ojo y diente”, es decir “a cada uno
según su merecido”.
Esa es la justicia de
la Ley , que
regula las relaciones sociales, conforme a Derecho, como han formulado
filósofos y juristas (griegos y romanos) y como han precisado los grandes
ilustrados de los siglos XVIII y XIX, a quienes debemos en gran parte nuestra
concepción del Estado Legal (racional). Quiero empezar diciendo, desde ahora,
que acepto esa justicia racional y que no quiero un Estado teocrático. Pues
bien, esa justicia, en sí misma, no perdona, sino que se expresa en sistemas de
juicio o racionalidad conmutativa y distributiva.
Pero debo añadir que,
por tradición religiosa (cristiana) e ilustrada, los estados de occidente saben
que, por encima de la pura justicia legal, hay un valor más alto, un valor de
“humanidad” y que, en ese plano, sin negar la justicia, puede y debe hablarse
de la necesidad del perdón y de la gracia, como signos y principios de
pacificación humana. Como los mismos romanos ya sabían, cerrada en sí
misma, la justicia (siendo necesaria) puede terminar siendo injusta, allí donde
se cierra en sí misma (summum ius, summa injuria, frase atribuida a Cicerón).
En esa línea quiero insistir en la aportación del perdón cristiano para el despliegue
de la paz, no en contra de la justicia, sino a favor de ellas.
El riesgo de un
perdón interesado
Había perdón en el
judaísmo de tiempos de Jesús, tendía a estar controlado por sacerdotes y
políticos, al servicio del sistema. El perdón sagrado del templo se expresaba a
través de sacrificios rituales, celebrados por los sacerdotes, regulados según
Ley por los escribas, que monopolizaba la expiación por los pecados, a través
de una especie de «máquina de perdón», centrada el día de la Gran Expiación (Lev
16). El perdón de Roma (parcere subiectis, debellare superbos: VIRGILIO, Eneida
855) estaba al servicio del sistema imperial, con su orden político, no de los
hombres concretos. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón mesiánico a los
hombres y mujeres en concreto, buscando una nueva humanidad, más allá del orden
del templo y de sistema del imperio. En ese contexto, el perdón puede empezar
siendo un riesgo:
1. Puede haber un
perdón arbitrario y caprichoso, propio de dictadores o autócratas, que muestran
su “magnanimidad” indultando a quienes les parece de un modo irracional (sin
necesidad de justificaciones), y castigando también a quienes quieren (sin dar
tampoco razones ). Así castigan a unos para mostrarse soberanos e imponer su
terror sobre posibles rebeldes o contrarios y perdonan a otros para decir que
son magnánimos y aparecer como benefactores. Éste es un perdón arbitrario, que
está muy alejado de la justicia racional (y del perdón cristiano). En contra de
ese perdón interesado de los autócratas, que no es más que una imposición de su
dictadura, en línea de fortuna y de capricho de los pre-potentes, ofrece y
promueve Jesús un perdón que proviene de la gratuidad que no va en contra de la
justicia, sino que la desborda y fundamenta. Éste es un perdón que sólo pueden
ofrecer las víctimas (los ofendidos y humillados), sin que puedan hacerlo en su
nombre (en contra de ellos) unos dictadores o sacerdotes pretendidamente
superiores.
2. Puede haber un
perdón o amnistía al servicio de una política partidista. Casi todos los
vencedores del mundo han decretado amnistías, desde los asirios del siglo VIII
a. C. hasta los romanos del tiempo de Jesús o los revolucionarios franceses del
finales del siglo XVIII. Suelen ser amnistías políticamente calculadas, para gloria
de los soberanos o estados que las proclaman, al servicio de lograrse propia
estabilidad, como forma de justificar su victoria. No todos suelen estar de
acuerdo con esas amnistías, ni en plano legal, ni en plano personal, pero se
han ofrecido y pueden ofrecerse, sobre todo allí donde el poder resulta
suficientemente sólido como para permitir ciertas “excepciones” en el
cumplimiento de la Ley ,
en circunstancias de fuerte cambio social o político, que se interpretan como
principio de un nuevo régimen social. Este “perdón” puede ser provechoso, pero
que corre el riesgo de situar la oportunidad política (su racionalidad
partidista) por encima de la justicia legal.
3. Puede haber un
perdón sacral, controlado por los sacerdotes del templo, al servicio del propio
sistema, para mantener el orden establecido, como veremos más extensamente al
tratar de Jesús. También éste es un “perdón interesado”, propio de los
“fuertes”, al servicio del sistema. Éste era el perdón de los templos y de las
grandes instituciones religiosas, entendidas como instancia de control sobre
los pecados, como ha podido suceder den la religión de los Incas y en algunas
instituciones cristianas.
En contra de eso,
Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, no en contra, sino por encima
de la Ley ,
pidiendo a los ofendidos que perdonen a sus ofensores (¡ellos son los únicos
que pueden hacerlo desde Dios!), para abrir de esa manera un camino de
reconciliación más alta. El perdón sagrado del Templo (lo mismo que el perdón
del Imperio) estaba al servicio de los poderosos, que monopolizaban el orden
del sistema. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón de un modo mesiánico,
superando el sistema del templo y acogiendo de forma gratuita a los expulsados
y excluidos de la comunidad sagrada de Israel y del orden del imperio. Ésta es
la novedad del evangelio sobre todos los posibles sistemas religiosos o
sociales. El sistema político o religioso no puede perdonar, sino sólo buscar
su equilibrio o, a lo sumo, procurar una igualdad de Ley entre todos; los únicos
que pueden perdonar son los oprimidos, las víctimas.
Jesús, un perdón
gratuito
Los profetas de
Israel identificaban la justicia con la “liberación de los oprimidos”. Pues
bien, siguiendo en esa línea (cf. Lc 4, 18-19, con citas de Isaías), Jesús ha radicalizado
y universalizado la experiencia del perdón, ofreciéndolo en nombre de Dios y
pidiendo a los hombres que se perdonen entre sí, ellos mismos, desde abajo (sin
dejar el perdón en manos del templo o del sistema político).
El sistema
político/religioso necesita un tipo de talión (¡a cada uno según su merecido!),
controlando el perdón desde arriba. En contra de de eso, Jesús sitúa a los
hombres y mujeres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de
superar un tipo de justicia que, cerrada en sí, puede acabar destruyendo a
todos los hombres. Lo que algunos llaman actualmente justicia infinita (un tipo
de “Ley” particular llevada hasta el extremo) puede conducir a la lucha de
todos contra todos. En ese sentido podemos añadir, con el mismo Pablo, que la
justicia de la Ley
en cuanto tal destruye.
Pues bien, superando
ese nivel de pura Ley, Jesús ha descubierto la importancia del perdón para la
vida (para la superación de los conflictos sociales de su tiempo), como ha
puesto de relieve una antropóloga judía, H. Arendt: «El descubridor del papel
del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho
de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en
un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido
estrictamente secular» (La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 258).
Ese perdón supera el
nivel del sistema legal y de la justicia política, pero, una vez “proclamado”,
puede y debe introducirse en la misma experiencia política y social de los
hombres. Un tipo de Ley absoluta, cerrada en sí misma, puede convertirse en
principio de lucha de unos contra otros (¡pues todos se creen dotados de
derecho! ) o de imposición del sistema legal sobre todos. La Ley es buena y necesaria, pero
cerrada en sí misma, puede convertirse en principio de violencia y venganza.
1. Sólo el perdón
rompe la lógica de la venganza (del talión que siempre se repite: ojo por ojo,
diente por diente) y de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia
y permite que su vida trascienda el nivel de la Ley , donde nada se crea ni destruye, pues todo se
transforma, permaneciendo siempre idéntico. Sólo el perdón rompe la “clausura”
de la pura Ley y nos sitúa en un nivel de gratuidad, donde los hombres pueden
vivir y amarse por sí mismos (siendo así el valor supremo). El perdón es
gracia; de esa forma supera el pasado y abre de nuevo la vida allí donde la
vida se cerraba en sus contradicciones y luchas de poder.
2. Perdón gratuito,
no expiación. Expiar es “pagar” por la culpa: el que ha quebrantado la Ley tiene “pagarlo” y penar
(especialmente a través de la cárcel). Sin duda, es conveniente un tipo de
expiación, para que así se mantenga el orden del sistema, como saben las
religiones sacrificiales y los sistemas políticos donde domina un tipo de Ley
punitiva (como parece suceder en USA). Pero el evangelio sabe que Dios no exige
expiación o sometimiento, para afianzar de esa manera el poder, porque su poder
consiste en amar gratuitamente, siendo fuente de vida, creador de gracia. En
ese contexto ha de entenderse la actitud de Jesús, que ha perdonado a los
pecadores, sentándose a la mesa con ellos, para dialogar amistosamente (cf. Mc
2, 15-17 par; Mt 11, 29 par; Lc 15, 1).
3. Perdón, antes de
conversión. Sacerdotes y políticos perdonaban a los convertidos, que volvían al
redil de la buena Ley. El proceso era claro: los manchados debían limpiar su
impureza, los pecadores reparar el pecado, los culpables arrepentirse. La misma
Ley que condenaba al pecador le ofrecía un camino de perdón, si se convertía y
volvía al buen orden. Jesús, en cambio, ha empezando perdonando y pidiendo a
los hombres que se perdonan. De esa forma ha invertido el camino de la Ley : no exige arrepentimiento
y expiación para perdonar después, sino que empieza perdonando, el
arrepentimiento vendrá después.
En este contexto
tenemos que hablar del perdón de las víctimas. Jesús no ratifica el poder de
perdón de los de arriba, sino que pide a los excluidos y pobres que perdonen,
en gesto que puede parecer sometimiento (¡deben humillarse y perdonar a quienes
les oprimen!), pero que, en el fondo, es la mayor de las “autoridades”. Ellos,
los oprimidos, son “sacerdotes” y portadores de perdón, es decir, de un nuevo
orden social que no se funda en el dominio de unos sobre otros, ni en la
revancha de los sometidos, sino en la gracia universal y creadora, desde abajo,
a partir de los marginados y ofendidos. Son precisamente ellos los que toman la
iniciativa y, sin luchar externamente contra los sacerdotes y jerarcas, asumen
su lugar como autoridad que perdona (sin necesidad de poder político o
religioso).
Según el evangelio,
los “ministros” o portadores del perdón son los mismos ofendidos (itinerantes,
pobres de Jesús, expulsados des orden social). Jesús les pide, precisamente a
ellos, que perdonen. No les puede obligar, pues el perdón no es Ley
obligatoria, sino gratuidad. Pero les puede invitar, les puede enseñar a
perdonar a los demás. Éste el principio de todo poder de la Iglesia : Jesús: no ha
creado unas nuevas autoridades políticas o sacrales, capaces de perdonar, sino
que ha ofrecido el perdón a los excluidos de la sociedad (a sus “itinerantes”),
haciéndoles “mensajeros del Reino”, capaces de perdonar a los demás. Éste es
uno de los descubrimientos máximos de la “third quest", es decir, de la
tercera investigación de la vida de Jesús, en la que colaboran por igual
católicos y protestantes, como ha puesto de relieve E. P. Sanders, Jesús y el
judaísmo, Trotta, Madrid 2004) y como he destacado en El Hijo del Hombre,
Tirant lo Blanch, Valencia 2007.
Jesús, los textos del
perdón
Están en el centro
del Sermón de la Montaña
y se vinculan a otras dos palabras esenciales de los evangelios: no juzgar,
amar a los enemigos. Sólo se puede perdonar allí donde, superando la Ley del talión (el puro juicio
legal), hombres y mujeres son capaces de amar de un modo activo, abriendo así
un futuro de vida para los posibles “enemigos”. Es evidente que Jesús no ha
trazado un programa político para sacerdotes o gobernantes, sino un camino de
humanidad, a partir de las víctimas, iniciando así un proceso de trasformación
humana, que puede influir en las mismas instituciones sociales y sacrales de la
sociedad establecida.
1. Principio: “No
juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados; perdonad y
seréis perdonados (Lc 6, 37; cf. Mt 7, 1). Esta es una sentencia universal. No
traza unos objetivos particulares, ni propone algunos casos en los que debe
aplicarse, sino que abre un camino universal de comportamiento, que sólo puede
recorrerse en amor, un proceso de vida para voluntarios, no un ordenamiento
legal para todos.
Esta palabra aparece en el evangelio como una “revelación”, una mutación antropológica radical. No puede probarse, pero se pueden probar sus consecuencias, en el caso de que los hombres no perdonen, porque «con el juicio con que juzguéis seréis juzgados». El “juicio” se sitúa y nos deja antela Ley del “talión” (ojo por
ojo…), en el nivel donde se aplica “la
Ley de la espada” (quien a hierro mata a hierro muere: Mt 26,
52), como sabe Pablo (Rom 13, 4). Por encima de ese nivel de juicio está el
Dios de la gracia, que no defiende la vida con espada, sino que la crea en
amor, partiendo del perdón (cf. Rom 13, 10).
Esta palabra aparece en el evangelio como una “revelación”, una mutación antropológica radical. No puede probarse, pero se pueden probar sus consecuencias, en el caso de que los hombres no perdonen, porque «con el juicio con que juzguéis seréis juzgados». El “juicio” se sitúa y nos deja ante
2. Oración: “Perdona
nuestras deudas (ofensas), como nosotros perdonamos a nuestros deudores (a
quienes nos ofenden)” (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Estas palabras resumen todo el
evangelio. Jesús no pide directamente a los ricos y fuertes (gobernadores y
sacerdotes) que perdonen a los pobres (víctimas de diverso tipo), sino que les
dice a los pobres que perdonen a sus opresores; no sólo las ofensas, sino
incluso las “deudas”. Dentro del contexto galileo de aquel tiempo, Jesús se
está dirigiendo, ante todo, a los campesinos que han “perdido” sus tierras, a
los mendigos a quienes el “orden social” ha privado de todo; pues bien,
precisamente a ellos les pide que perdonen. Así lo ha destacado Mateo, más
cercano al original. Lucas, al traducir la experiencia galilea de Jesús en un
espacio de origen pagano, se atreve a introducir respecto a Dios un lenguaje
más sacral («perdona nuestros pecados»), conservando el lenguaje de las deudas
para el perdón entre los hombres («como nosotros perdonamos a todos los que nos
deben algo» (Lc 11, 4). Sea como fuere, ambos suponen que los ofendidos son los
que perdonan.
Estas palabras nos
sitúan en el centro de la paradoja del Reino. El perdón no es un atributo de
los poderosos (¡ellos no pueden perdonar, sólo imponer!), sino de los
pobres/ofendidos, que renuncian desde Dios a exigir lo que les deben, a buscar
venganza. La comunidad de Jesús tiene como Ley suprema el perdón, tanto en
plano religioso como social, personal como económico, pues la palabra «deudas»
lo incluye todo. Llevado hasta el final, este principio del perdón iguala a
judíos y gentiles, creyentes y no creyentes, religiosos y no religiosos,
ofreciendo y pidiendo que todos se perdonen unos a otros Ésta es la religión de
Jesús, éste su culto. No hay otro mandamiento ni otro rito, sino sólo el amor
mutuo expresado en el pan compartido y el perdón, a partir de los pobres
(ofendidos, víctimas), a quienes Jesús pide que empiecen perdonando, no en
nombre del Estado o de otro poder superior, sino del mismo Dios de las víctimas
(cf. Mc 11, 22-26).
Por encima de Leyes y
normas socio/religiosas, el Padrenuestro ha destacado el principio de perdón,
como experiencia de gracia y creatividad, que vincula a Dios con los hombres (y
a los hombres entre sí, partiendo de los pobres). El Padre de Jesús perdona por
sí mismo, antes de toda metanoia o conversión humana, sin necesidad de que le
ofrezcamos sacrificios. Nosotros le pedimos que perdone nuestras deudas
(opheilêmata), que incluyen varias cosas (pecados, ofensas, obligaciones). Le
decimos que no nos exija nada, que no utilice con nosotros ningún talión,
ninguna Ley, sino sólo su amor de Padre, atreviéndonos a añadir: «como nosotros
perdonamos».
3. Perdón que ama.
“Habéis oído que se ha dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo…
Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os
maldicen y orad por los que os calumnian” (Mt 5, 38; Lc 6, 27-28). El texto
supone que vivimos en un mundo dominado por la enemistad y el odio, la
maldición y la calumnia (Lc 6, 27-28); en un mundo de violencia donde cada uno
parece que se quiere imponer sobre los otros en un nivel de opresión física
(herir en la mejilla) o económica (quitar la capa, robar). ¡El mundo es así y
en él estamos! Pues bien, sobre ese mundo, por encima de una justicia que se
cierra en un círculo de “amigos interesados”, en clave de equivalencia
comercial (do ut des, doy para que me des), abre Jesús un camino de perdón y
gratuidad, que empieza precisamente desde los ofendidos y las víctimas: allí
donde ellos perdonan y aman puede empezar un mundo nuevo.
Éste es un perdón que
se expresa como amor y generosidad activa en relación con los «enemigos»; no
basta con decirles que le quiero, sino que debo mostrarlo, actuando bien con
ellos. Es un perdón religioso, que se manifiesta a través de la oración a favor
de los enemigos, y es también un perdón económico: no basta amar con el corazón
y orar con la mente; hay que ayudar económicamente a los enemigos. Por encima
del orden judicial (¡sin negarlo!), está el perdón de las ofensas, transmitido
y regalado por los mismos ofendidos. Así podemos decir que ellos, los
rechazados de la sociedad, son los “sacerdotes” del nuevo movimiento de Jesús,
que la tradición cristiana ha interpretado como “movimiento de perdón” (cf. Lc
24, 47; Hech 5, 31).
La justicia legal
mantiene lo que existe: acepta un orden y lo defiende, si hace falta, con
violencia. Por el contrario, la gracia del perdón suscita una vida de
gratuidad, por encima de la pura Ley social, desde lo expulsados de la sociedad
(los pobres, los ofendidos, las víctimas). El que perdona así no niega la Ley civil, sino que la supone
(¡dad al César lo que es del César!), pero se sitúa por encima ella, de manera
que la Ley no
puede dominarle. No actúa así para aprovecharse de la situación, de un modo
egoísta, sino todo lo contrario: para instaurar un nivel de gratuidad. Jesús
sabe que la pura Ley no puede trasformar al hombre, no puede convertirle,
haciéndole portador del Reino. Por eso no discute sobre Leyes concretas, como
los rabinos y juristas de su tiempo, sino que se sitúa y sitúa su vida en un
plano de gracia y perdón (que unifica a todos los hombres), antes de todas las
Leyes (que les distinguen y separan).
El perdón despliega
una experiencia más alta de comunicación, superando el orden de un sistema
judicial, que es bueno en su plano, pero que separa a los hombres, imponiendo a
unos sobre otros; así capacita a los hombres y mujeres para comunicarse
gratuitamente, por despliegue de vida y amor creador, por generosidad, no por
imposición. Ciertamente, en un primer momento, puede parecer que ese perdón
(que permite que en su plano siga dominando el orden del sistema) se
despreocupa en concreto de los hombres, especialmente de las víctimas,
dejándolas indefensas en manos de aquellos que no perdonan y que así pueden
seguir oprimiendo o matando a su antojo.
Muchos afirman que,
en una situación de violencia, el perdón deja a los asesinos sueltos y, en un
sentido, eso es cierto. Ese perdón produce miedo, quizá vértigo, de manera que
muchos reaccionan pidiendo más justicia, policía y cárcel. Legalmente, ellos
pueden tener razón, como muestra el crecimiento de los “estados de seguridad
nacional” que están surgiendo por doquier (con más policías, con más cárceles).
Pero, en contra de eso, Jesús supone y dice que allí donde los hombres perdonan
pueden trasformar a los mismos ofensores, trasformando así el sistema de
violencia de este mundo. Entendido de esa forma, el perdón es “milagro”:
aquellos que perdonan supera por gracia la dinámica de un poder entendido
violencia legal. Sólo el perdón de los ofendidos puede cambiar la violencia de
los ofensores
Del perdón de las
víctimas al perdón de la
Iglesia (y del Estado)
El perdón del
evangelio es el perdón de las víctimas, no de los poderes establecidos. Sólo
desde aquí se puede hablar del perdón de la Iglesia (que quiere ponerse de parte de las
víctimas, hablando en nombre de ellas) y del perdón del Estado (que puede
asumir, en un momento dado, el gesto de las víctimas, perdonando con ellas).
Pero hay una diferencia: la
Iglesia , si quiere ser cristiana, debe asumir el perdón de
las víctimas (como Jesús), pues sin eso no puede ser Iglesia. El Estado, en
cambio, para ser Estado, puede negarse a perdonar, quedando en plano de pura
Ley.
Desde aquí se plantea
la pregunta decisiva: ¿La
Iglesia católica puede hablar en nombre de las víctimas,
ofreciendo así, con ellas, el perdón de Jesús? ¿Ella es de verdad representante
de las víctimas? Me gustaría responde que sí, añadiendo que la jerarquía de la Iglesia (en especial, la
española) se ha situado siempre de parte de las victimas, respetando a todas,
pero elevando de un modo especial el testimonio privilegiado de aquellas que
perdonan, de manera que pueden cambiar la sociedad con el perdón, en la línea
de Jesús. Ciertamente, la
Iglesia no puede hablar en nombre de toda la sociedad, ni
imponer sus criterios sobre el conjunto de las víctimas, ni dar lecciones de
justicia a los jueces civiles, pero ella puede y debe decir una palabra de
evangelio, como Jesús, en nombre de todas las víctimas (cf. Ap 18, 24).
Por eso, los
cristianos en cuanto tales (y en su nombre los obispos) no pueden ir por ahí
imponiendo su política, pues esa no es tarea de ellos, sino de todos los
ciudadanos, que no necesitan a ese nivel de los obispos. Pero ellos, los
cristianos pueden ser signo de evangelio, es decir, fermento de perdón,
reasumiendo la voz de las víctimas y superando así (¡no negando!) la justicia
de la pura Ley. La sociedad civil tiene sus principios y su autonomía (¡dad al
César lo que es del César!), de tal forma que, en principio, ella debe buscar
su justicia, y no tiene por qué dejarse dirigir por los “postulados” de perdón
de los cristianos (de la
Iglesia ). Pero los cristianos son también ciudadanos y, si
aportan su experiencia de perdón, el Estado tiene obligación de escuchar
también su voz.
El Estado no tiene por qué dejarse dirigir por unos principios particulares dela Iglesia , pero hará bien en
escucharla, como hará bien escuchando las voces de otros grupos sociales
significativos. En esa línea, queremos que la Iglesia sea inspiradora de
una “política social de perdón”, de tal manera que pueda presentarse como voz
de las víctimas que perdonan, en la línea de Jesús, sin demostraciones de
poder, sin atisbo de venganza ni resentimiento, pero sin complejos de
inferioridad. Hay que dejar el César (a jueces y políticos) las cosas del
César, pero al lado de ellas (o en su fondo) hay unas cosas de Dios y entre
ellas se encuentra el perdón.
El Estado no tiene por qué dejarse dirigir por unos principios particulares de
En este contexto y
pasando al nivel de la política, queremos recordar que la violencia (expresada
en las diversas opresiones y en los terrorismos de diverso tipo) no se resuelve
sólo apelando a la justicia legal, con más armas, más policía y cárcel (aunque
la justicia legal y la policía son importantes en su plano), sino también,
cuando llega el momento, con perdón y gratuidad, como han sabido y saben muchos
políticos, y como indicó con lucidez, SANDRINE LEFRANC, Políticas del perdón,
Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando las
“políticas de perdón”, en países como Argentina y Sudáfrica, Chile o Irlanda
del Norte.
S. Lefranc no habla
directamente de las experiencias cristianas, que siguen siendo fundamentales
sino de las políticas del perdón. Dentro de países “tradicionalmente”
cristianos, como los arriba indicados o España, esas “políticas” sólo son
posibles allí donde una parte significativa de la población, sin negar el valor
parcial de la Ley
y la justicia punitiva, quiere poner y pone en marcha un “movimiento de
gratuidad y reconciliación”, que supera la Ley sin negarla. En ese contexto hay que añadir
que el Estado no es la única instancia social, sino que, conservando y
promoviendo su función de mediador y árbitro ”racional”, es capaz de escuchar y
de acoger las voces y experiencias de grupos que, como la Iglesia , abran caminos
especiales de humanidad (en línea de perdón).
Ciertamente, el
Estado legal no puede renunciar a su responsabilidad, en línea de justicia;
pero tampoco puede convertirse en única instancia ideológica o práctica de
vida. Un buen Estado sabe que no todo se resuelve en plano de sistema
(administración legal, justicia impositiva), sino que hay “cosas importantes”
que pertenecen al “mundo de la vida”, en línea de gratuidad, de perdón. Un buen
Estado, fiel a sus tradiciones humanistas y religiosas, ha de estar dispuesto a
respetar esas tradiciones, siempre que no vayan en contra de la Ley (aunque la desborden),
como supone, por ejemplo, la misma Constitución Española cuando dice: “Las
penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas
hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos
forzados” (num 25, 2).
Eso significa que la Ley (en este caso, la cárcel)
no está al servicio de una exigencia punitiva o de un talión (castigar al
delincuente, ojo por ojo…), sino al servicio de unos valores humanos más altos
(reeducación y reinserción), en línea de humanidad. Ciertamente, esa “exigencia
humanista” ha de ser respetuosa con los “derechos de las víctimas” (aunque no
todas sean iguales). En ese sentido, el Estado representa a los asesinados y a
sus familiares, pero también a los asesinos, a quienes se compromete a reeducar
y reinsertar, en un camino que es, sin duda difícil, pero que sigue siendo
esencial para una paz duradera. La Constitución sitúa al Estado ante una exigencia
difícil de cumplir (reeducar, reinsertar). Pues bien, en este campo pueden
ofrecer su aportación instituciones con experiencia de perdón, como la Iglesia , no para sustituir
al Estado, sino para ofrecerle inspiraciones y estímulos.
Justicia y perdón
Situándome en la
línea de la tradición greco-romana y de las aportaciones de la Ilustración del siglo
XVIII, estoy convencido de la Ley
es buena y necesaria. Pero (utilizando quizá un lenguaje cristiano de San
Pablo) debo añadir que la Ley
en cuanto tal no consigue “salvar” a los hombres. Sin Ley, corremos el riesgo
de caer en manos de la anarquía violenta, de la lucha de todos contra todos;
por eso seguimos apoyando el denario (cf. Mc 12, 17) y la espada del César (cf.
Rom 13, 4). Pero sólo con la Ley ,
sin amor gratuito y perdón, corremos el riesgo destruir la humanidad.
Quiero que haya un
buen sistema económico y judicial, con su autonomía, en plano de razón, pero
sin divinizarse, porque temo que la pura justicia, cerrada en sí misma, sin
gracia más alta nos termine cerrando en un laberinto infinito de luchas. Me da
miedo un mundo sin justicia racional, pero también un mundo donde la última
palabra sea la pura justicia, que intenta imponerse por la fuerza. Ciertamente,
hay otros que tienen menos miedo, como muestran sus intervenciones en un blog
que vengo manteniendo hace algún tiempo sobre estos temas (cf.http://blogs.periodistadigital. com/xpikaza.php).
Mostraré un ejemplo:
La justicia que yo
exijo es paz auténtica para mi país, porque sé muy bien lo que puede ocurrir si
dejan en la calle a los que han asesinado o apoyado a asesinos y no están
arrepentidos de ello. Porque sé que mientras el mal anide en sus corazones, hay
que proteger a toda la sociedad de su maldad. Porque sé que muchos de los que
han sufrido lo mismo que yo no dudarán en tomarse la justicia por su mano si se
sienten traicionados por el gobierno... Pido justicia porque sé que mi padre
[asesinado por ETA] haría lo mismo si hubiera sido yo el asesinado. Pido
justicia y dignidad porque creo que honro su memoria exigiendo que sus asesinos
no salgan libres y no obtengan aquello que querían lograr asesinándole. De lo
contrario su muerte habría sido inútil pues él no se ofreció como víctima
propiciatoria de los pecados de nadie. Y pido justicia porque sé que la gracia
que pueda conceder el hombre a quien no está dispuesto a cambiar no será sino
la excusa perfecta para volver a causar daño y terror… La justicia humana, a
pesar de todas sus imperfecciones, ha de ser respetada si queremos vivir en un
país justo.
Esta voz es ejemplar
y guiará nuestras reflexiones, porque es una llamada a la justicia (aunque
pensamos que ella en sí resulta insuficiente). De todas maneras, otros se
sienten menos seguros, de manera que no reconocen el perdón de la Iglesia , pero tampoco la
justicia del Estado. Según ellos, el perdón de la Iglesia resulta no sólo
inútil, sino contra-producente, pues ella no puede hablar en nombre de las
víctimas, a quienes no representa, sino que se ha convertido en un engranaje
más de la máquina del poder. Pero el Estado no puede tampoco perdonar, pues
nadie le ha dado licencia ni derecho para ello. Así estamos, en manos de una
Iglesia inoperante (¡no tiene derecho a perdonar!) y un Estado in-humanizado,
que sólo conoce la lucha entre todos y sólo puede ofrecer una amnistía (¡no
perdón!) de los culpables, en caso de que le resulta conveniente, por pura
política. (Este argumento ha sido desarrollado con agudeza y extensión por
varios ponentes, en http://www.atrio. org/?p=127).
En esa línea, estaríamos condenados a vivir bajo una justicia estatal injusta y
un perdón eclesial imposible.
Son muchos los que
creen que la Iglesia
no tiene ninguna función en este campo: “No creo que la Iglesia debe asumir ningún
papel en un proceso socio-político de pacificación… Sigo pensando que el perdón
es un acto individual, y por lo tanto, no debería tener trascendencia en la
aplicación de la Ley
ni en otros ámbitos del juego político” (Ibid). Pues bien, a pesar de esa
opinión, creo que la Iglesia
en cuanto tal tiene no sólo el derecho, sino el deber de ofrecer un testimonio
de perdón, no en contra de la justicia del Estado, sino a favor de ella (es
decir, a favor del conjunto de la población y de la humanidad).
Ciertamente, hace
falta un buen análisis de la justicia y el derecho, en nivel político y social,
superando los posibles “partidismos” de los partidos y grupos, de un lado y de
otro. Pero ante nosotros se abre un arduo y hermoso camino de humanidad, por
encima del puro derecho, al servicio de los hombres, sin más límites que el
bien de los mismos hombres. En ese campo puede ser importante la aportación de
las religiones (que han sido y son expertas en humanidad) y, de un modo
especial, entre nosotros, la aportación de la Iglesia cristiana, como
decía un participante de mi blog:
Estamos hablando de
una «política del perdón» y del «perdón como tarea». Eso significa que el
perdón puede y debe tener un efecto “razonable”, una concreción o, si quieres,
una huella, en medio de nuestra comunidad secular. Ciertamente, el perdón no es
algo que se puede programar o deducir o demostrar, sino expresión y signo de
una transformación del hombre, vista desde el Reino. En ese sentido, el perdón
es un milagro, pero debe encontrar cauces, unas veces más grandes, otras veces
más pequeños, que nos permitan decir que es más “razonable” perdonar que
devolver mal por mal. Pienso que aquí está el sentido de la práctica
penitencial de la Iglesia ,
que también tiene una expresión política: la de permitir que una comunidad en
riesgo de desconfianza y quiebra pueda trabarse de nuevo”.
Se trata, sin duda,
de un camino exigente, de un milagro, en el mejor sentido de la palabra, un
camino de gracia (el perdón se ofrece) y de arrepentimiento (el perdón cambia y
trasforma a la personas). El que perdona está dispuesto a cambiar y cree en la
posibilidad de cambio (reinserción y reeducación) de aquellos a los que
perdona, como supone la misma Constitución española. Eso es lo que ha querido
expresar y realizar la Iglesia ,
a través de su “práctica de perdón penitencial”, durante muchos siglos. Eso es
lo que ella puede y debe realizar de nuevo, encontrando y desplegando espacios
donde se visibilice el perdón y la reconciliación, no para decir a los demás,
desde arriba, lo que han de hacer, sino para ofrecer el testimonio de lo que
ella siente y del perdón que ofrece a los hombres que la asumen.
Quizá ha llegado el
momento de que la Iglesia
hable menos del perdón, redactando “buenos” documentos y diciendo a la sociedad
civil lo que ha de hacer, para ofrecer de hecho un testimonio especial y un
espacio abierto de perdón, para el conjunto de la sociedad civil. Sólo en este
contexto ella podrá hablar de un perdón que, siendo “don, regalo de vida”
(milagro), puede volverse y se vuelve razonable, esto es, real, capaz de
suscitar nuevas formas de “racionalidad” o encuentro personal entre los
hombres, siempre propensos a la violencia. En este contexto, he querido decir
que el perdón es un milagro, pues nos sitúa en un lugar donde acontece aquello
que parece imposible: la
Iglesia está llamada a encarnar y expresar socialmente el
perdón, sin negar la justicia, pero desbordándola
Hacia una tipología del perdón
En un nivel de pura
Ley sólo existe la fatalidad de lo que siempre ha sido y se mantiene siempre
igual. Las cosas son simplemente como son, no pueden cambiar: los buenos son
buenos, los malos son malos para siempre y para mantener las diferencias se
eleva la Ley , la
policía y la cárcel. Pero, superando ese nivel, apelo al “perdón del evangelio”:
las cosas no son como son, sino como las vamos haciendo, en un proceso donde
todos podemos cambiar, incluso los llamados“ terroristas”. Pues bien, para
ofrecer un testimonio de ese perdón hemos querido apelar al “sacramento” de la Iglesia.
La justicia se sitúa
en una línea de racionalidad y de esa forma puede programarse, incluso
políticamente. El perdón, en cambio, no puede programarse ni fijarse en línea
racional, pues surge por “gracia” y se despliega como una “mutación” social. La
justicia permite organizar la realidad y mantener lo que existe, conforme a la
lógica de lo mismo (¡siempre igual, esto es lo que hay y debe haber!). En ese
contexto no había (ni hay) lugar para perdón y cambio, a no ser de un modo
partidista, al servicio del propio sistema. Pues bien, superando ese nivel, la Iglesia cristiana puede y
debe presentarse como un testimonio social de perdón.
Al llegar aquí,la Iglesia ,
no tiene que decir nada, sino decirse a sí misma: mostrar con su vida el
milagro de perdón encarnado en una comunidad donde los hombres y mujeres pueden
perdonarse y vivir reconciliados, partiendo de los rechazados de la sociedad
civil (de las víctimas). Allí donde el evangelio dice que “la Palabra se ha hecho carne”
(Jn 1, 14), podemos añadir que el Perdón de Dios se encarnado por Jesús en la Iglesia , de manera que
ella puede y debe presentarse como beneficiaria y portadora de un perdón
abierta (no impuesto) a todos los hombres.
Al llegar aquí,
En este contexto
debemos hablar de «mutación». Las mutaciones biológicas abren espacios que
antes no existían, de manera que la vida encuentra en ellos unas posibilidades
distintas de estabilizarse y expresarse. Pues bien, la mutación de Jesús no se
expresa en un plano militar, político o económico, sino que abre un espacio de
reconciliación humana, como puso de relieve, de manera emocionada, la carta a
los Efesios: los antes divididos y enfrentados, separados por un muro de
enemistad, podemos perdonarnos y dialogar, aprendiendo a vivir juntos (cf. Ef
2, 14).
Jesús no quiso
introducir un pequeño cambio en lo que existía (en línea de Ley), sino que
introdujo (fue) una nueva dimensión, no en el nivel de la justicia del César
(que sigue teniendo valor en su plano), sino en un nivel de humanidad
reconciliada. Esta fue su “meta-noia” (conversión, cambio de mente; cf. Mc 1,
14-15): la experiencia de una vida de concordia, partiendo del perdón de las
víctimas y de los excluidos de la sociedad. Eso es lo que la Iglesia puede ofrecer al
Estado: la experiencia de reconciliación de unos hombres (incluso terroristas),
en línea de perdón y gratuidad.
En este campo ha llegado la hora dela Iglesia , que no es hora de triunfo de algunos, ni
de imposición del sistema, sino de testimonio de una vida “pacificada”. La Iglesia no puede imponer
el perdón, ni dictar lecciones abstractas de justicia, sino sólo ofrecer
espacios de perdón, concretados en su signo (sacramento) de reconciliación.
Ella no puede resolverlo todo, pero puede y debe ofrecer ese signo al conjunto
de la sociedad (incluido el Estado). No sé cómo irán las cosas en el futuro,
pero estoy convencido de que, en parte, el futuro dependerá de ese signo.
En este campo ha llegado la hora de
No hay comentarios:
Publicar un comentario