lunes, 2 de julio de 2012

Perdonar para vivir – III – Xavier Pikaza Ibarrondo



El sistema político/religioso necesita un tipo de talión (¡a cada uno según su merecido!), controlando el perdón desde arriba (y puede ofrecer un tipo de amnistía al servicio del sistema). En contra de de eso, Jesús sitúa a los hombres y mujeres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de superar un tipo de justicia que, cerrada en sí, puede acabar destruyendo a todos los hombres.
Lo que algunos llaman actualmente justicia infinita (un tipo de “Ley” particular llevada hasta el extremo) puede conducir a la lucha de todos contra todos. En ese sentido podemos añadir, con el mismo Pablo, que la justicia de la Ley en cuanto tal destruye.
En esa línea, superando ese nivel de pura Ley, Jesús ha descubierto la importancia del perdón para la vida (para la superación de los conflictos sociales de su tiempo), como ha puesto de relieve H. Arendt. Ese perdón supera el nivel del sistema legal y de la justicia política, pero, una vez “proclamado”, puede y debe introducirse en la misma experiencia política y social de los hombres. Un tipo de Ley absoluta, cerrada en sí misma, puede convertirse en principio de lucha de unos contra otros (¡pues todos se creen dotados de derecho!) o de imposición del sistema legal sobre todos.

1. Siete afirmaciones

(1) En el principio de la iglesia está el perdón de las víctimas. Había perdón en el judaísmo del tiempo de Jesús, pero se encontraba controlado por los sacerdotes y el templo, al servicio de la justicia oficial que era, según Pablo, justicia de las obras, para bien del “buen” sistema, no perdón gratuito o de gracia, es decir, perdón de las víctimas, de los pobres y excluidos, de los expulsados y asesinados, que son los únicos que pueden perdonar de verdad, según el evangelio de Jesús. El perdón sagrado del templo se concedía a través de sacrificios rituales, regulados por los sacerdotes de Jerusalén, que monopolizaban la expiación por los pecados, elevándose así como autoridad sagrada sobre pueblo y asumiendo, de otra manera, pero en la misma línea, la política de Roma, diestra en “destruir a los soberbios y acoger a los sometidos” (Virgilio: “parcere subjectis et debellare superbos”), siempre desde arriba, con la autoridad del sistema sagrado.
Ese perdón del templo y del sistema puede ser más o menos políticamente correcto, pero en el fondo no es perdón, sino otra forma de justificación del poder y de dominio y control de los poderosos, otra forma de “violencia legítima o legal”. Jesús, en cambio, ofreció y pidió perdón desde los excluidos y negados, en nombre de las víctimas, que son las únicas que pueden perdonar de verdad, superando así el orden del sistema y viniendo a presentarse como signo de un Dios de Perdón. Jesús no apeló a un poder legal más alto, no quiso justificar ningún sistema, ningún estado político, ninguna forma de nación sagrada, sino que los hombres y mujeres se perdonaran gratuitamente, sin apelar al templo, por encima de las jerarquías de Jerusalén o Roma, desde los expulsados y excluidos de la comunidad sagrada, es decir, desde las víctimas, para iniciar con ellas un camino de Reino de Dios, es decir, de comunión de amor desde los pobres, no un sistema nuevo de poder político o sagrado.
Por eso, no pudo tomar el denario del César, porque allí donde la iglesia toma ese denario tiene que seguir los dictados del César, sea quien fuere quien se sienta en el sillón del Imperio. (Recordemos que al César le ha gustado y le gusta dar dinero a la Iglesia, para tenerla de esa forma sometida).
(2) Novedad cristiana. En esa línea, oponiéndose a un tipo de sistema sagrado de Jerusalén, Jesús radicalizó una experiencia propia de los grandes profetas de Israel, ofreciendo y pidiendo perdón, desde los pobres y expulsados del sistema, sobre el orden político del Cesar y sobre la jerarquía sagrada del templo. Frente a la ley del sistema, donde sigue rigiendo el talión (¡a cada uno según su merecido!), el evangelio sitúa a los hombres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de desactivar la bomba de violencia que amenaza con destruir la humanidad, como ha destacado la antropóloga judía H. Arendt: «El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular» (La condición humana, Paidós, Barcelona 2002).
Sólo un perdón como el de Jesús (y el de otros hombres y mujeres de diversas religiones y culturas, que también perdonan gratuitamente) es capaz de romper el círculo del eterno retorno de una justicia que se cierra en sí misma y perpetúa la ley de la fuerza. El perdón supera (¡no niega!) la lógica de la justicia (del talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por diente) y de esa manera puede liberar a los hombres y mujeres del automatismo de la violencia. Ese perdón sólo puede partir de los excluidos del sistema de poder y de aquellos que se solidarizan con ellos, permitiendo que su vida trascienda el nivel de una ley de violencia universal impuesta, donde nada se crea ni destruye, sino que se transforma en otras formas de violencia, dentro de un orden que es siempre “orden de fuerza” (siempre al servicio de los privilegiados del sistema).
Ciertamente, la violencia de la ley es mejor que una pura anarquía incontrolada o que la dictadura autocrática de aquellos que se proclaman salvadores y se sienten capaces de matar a los demás. Pero, al final, la pura ley sin gracia puede convertirse en dictadura del sistema, como está sucediendo en el modelo capitalista de occidente, que está dejando en el borde de la muerte y matando (¡con manos blancas!), sin necesidad de cámaras de gas o de tiros en la nuca, a millones y millones de personas. Mientras los pequeños rebeldes tienden a matar “suciamente”los poderes “legales” dejan morir limpiamente, legalmente, a millones de personas para bien del sistema.
(3) Paz de Jerusalén y Roma: conversión y sumisión. Sacerdotes y escribas de Israel perdonaban a los “convertidos”, que volvían a cumplir la Ley, como mandaban los ritos y las buenas tradiciones de la justicia social y religiosa. También los buenos romanos estaban dispuestos a perdonar, como proclamaba Virgilio y escenificaba Augusto, promotor del Ara de la Paz en Roma, después de haber sometido (¡y civilizado!) a cántabros y astures, pocos años antes del nacimiento de Jesús (el Senado encargó en el 13 a. C. la construcción del Ara Pacis Augustae, que se conserva todavía en Roma, no lejos del Vaticano, junto al Mausoleo de Augusto, a la vera del Tíber).
Pero esa era la paz de las legiones y para conseguirla había que seguir un “orden” bien claro: los manchados debían limpiar su impureza, los pecadores tenían que dejar el pecado y volver a la alianza del sistema; los “malos” rebeldes debían someterse al Imperio Divino, para acoger de esa manera los beneficios de la Sagrada Roma. La misma ley que condenaba a los pecadores (judaísmo) y sometía a los rebeldes (Roma) les abría, en un plano más alto, un camino de perdón, si se convertían y volvían al buen sistema, cumpliendo la debida penitencia, conforme a las leyes de los privilegiados del sistema, regulado y ratificado por los sacerdotes de Jerusalén y los soldados y comerciantes de Roma.

(4) Paz de Jesús, paz de las víctimas. En contra de lo anterior, Jesús no exigió a los pecadores que se convirtieran primero, para integrarse así en el buen sistema, sino que empezó ofreciéndoles el perdón y solidaridad del Dios que es amor para todos, no sistema al servicio de algunos. No exigió una conversión antecedente, porque ese tipo de conversión sólo sirve para justificar lo que ya existe, el orden de los poderosos que controlan la ley para su servicio. Jesús supo que sólo el perdón gratuito puede “convertir” y trasformar a todos, no para integrarse en la justicia del Sistema Sagrado, consagrado por el Ara de Roma y el Templo de Jerusalén, sino para crear un tipo diferente de vida compartida, donde caben todos, por encima de unas normas y leyes actuales que rigen la vida económica y política, religiosa e ideológica del gran orden capitalista y de sus naciones o estados sometidos, dejando fuera de esa vida, al borde de la muerte, a millones de personas.
Por su forma de ofrecer perdón y de acoger a los expulsados del sistema, Jesús entró en conflicto con la Ley sagrada del Templo de Jerusalén y del Ara Pacis de Roma, pues recibió en su mesa de pan compartido y en su espacio de Reino a leprosos y hemorroisas, a publicanos y prostitutas (pecadores), lo mismo que a los pobres de la tierra, sin mandarles antes a la cárcel o pedirles primero conversión y sometimiento. Jesús acogió a los que hoy serían emigrantes ilegales, excluidos del sistema, para iniciar con ello un camino de pan común y vida compartida. Lógicamente le mataron los representantes del buen sistema sagrado, del Ara Pacis de Roma, del Templo de la Paz de Jerusalén. Sólo muriendo al servicio de su tarea de paz, llegando hasta el final en el camino de las víctimas (¡sin haberlo querido de un modo victimista, sino todo lo contrario, superando todo victimismo!), Jesús pudo seguir ofreciendo con ellas una paz superior, que no está hecha de venganza, sino de gracia y de mano abierta para todos, conforme a la experiencia de la resurrección cristiana.
(5) La nueva lógica de Jesús. No mantuvo discusiones sobre leyes o rituales: no quiso sustituir una sacralidad por otra, sino que suscitó, desde el centro de su pueblo y, de un modo especial, desde los expulsados y las víctimas de la sociedad (los que hoy serían parias sin derechos), un camino de gracia y vida compartida, conforme a lo que, a su juicio, era la voluntad de Dios Padre. No fue un profeta de conversión, no empezó pidiendo a los pobres manchados y pecadores que cambiaran de conducta, para recibir después (por ese cambio) el perdón de Dios, sino que ofreció comunión mesiánica o perdón precisamente a los que, según ley, seguían siendo pecadores o manchados, sin exigirles conversión antecedente, pues sabía que sólo el perdón ofrecido por gracia (¡sin decir “yo te perdono” desde arriba!) puede cambiar a los “pecadores”, no por cálculo de ley, sino por el poder de la misma gracia.
Cierta Iglesia actual, siguiendo la lógica del Estado más que la de Jesús, tiende a perdonar desde arriba, conforme a un esquema de poder, para servicio del sistema. Jesús, en cambio, descubrió y propagó el perdón que nace desde abajo, desde los mismos condenados. En ese contexto se sitúa su palabra clave:
«No juzguéis, y no seréis juzgados. No condenéis, y no seréis condenados. Perdonad, y seréis perdonados. Dad y se os dará» (Lc 6, 37-38). Estas palabras, que Jesús dirige precisamente a las víctimas (no a los representantes del sistema, que se reirían de él), son el corazón del evangelio, el único principio de acción de una Iglesia que pretenda vivir el evangelio.
Por eso, la Iglesia no se puede imponer sobre el Estado, ni utilizar el Estado para cumplir sus objetivos, sino sólo vivir y expresar de un modo testimonial la voz del evangelio, como germen de perdón y gratuidad sobre un mundo inclinado a la violencia. En el momento en que ella apela a un tipo de poderes políticos, con los que se manifiesta en la calle, en el momento en que quiere imponer una ley impositiva sobre todos (especialmente sobre los más pobres), en nombre de algún tipo de poder especial que habría recibido, ella deja de ser signo de evangelio.
(6) Palabra de iglesia, el Padrenuestro. No se trata de escribir documentos sobre la paz, sino de vivir el Perdón, en la línea del Padre-Nuestro. El orden social del Estado se rige por sus normas económicas y políticas, fundadas en un tipo de ley, donde se exige que las deudas se paguen y la seguridad se mantenga por la fuerza (por la violencia legítima), apelando para ello al ejército y a la policía, con penas de cárcel, que pueden impedir cierto tipo de violencia, pero que siempre lo hacen con otra violencia, sin resolver la raíz del problema.
La iglesia, en cambio, no puede apelar (en cuanto iglesia) a ningún tipo de violencia legítima, a ninguna forma de justicia que se impone por la fuerza. Por eso, los cristianos ruegan: «Perdona nuestra deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12) (la traducción “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” es buena, pero no recoge la radicalidad del evangelio). Estas palabras centrales del Padrenuestro expresan la experiencia de Jesús y de sus seguidores, que se descubren perdonados y se sienten capaces (¡por gracia!) de perdonar a los demás, no sólo las «ofensas», como dice la traducción litúrgica actual, sino todas las deudas, como pide el texto original del Padrenuestro.

(7) Perdón de iglesia, perdón de las víctimas. La iglesia no puede imponer al Estado la experiencia de perdón del Padrenuestro, ni convertirla en ley social, pues, hecha norma impositiva, esa palabra dejaría de ser lo que es: experiencia y camino voluntario de gracia. Por eso, ella tiene que dejar que los representantes del Estado y los diversos partidos políticos tracen sus opciones, según ley, pidiendo a Dios que les ayude. Pero puede hacer algo más grande, algo propio de ella y de aquellos que aman el evangelio de la vida, sean o no cristianos: puede y debe animar a los creyentes, y con ellos a todas las víctimas, para que ofrezcan la respuesta del amor gratuito y del perdón, como experiencia de Dios y de esperanza.
Para eso, ella tiene que dejar el sillón de los poderosos, para habitar con las víctimas, como Jesús, profeta asesinado que perdona y abre un camino de perdón para todos, empezando por aquellos mismos que le han matado. No se honra cristianamente a las víctimas pidiendo venganza o un tipo de justicia, que en el fondo es venganza, sino abriendo un camino de paz para todos. El que pide venganza o pura justicia punitiva no cree en Jesús, víctima resucitada (no vengada), por más que lo pretenda.
La Iglesia no quiere dar lecciones de poder al estado, pero puede y debe ofrecer un testimonio del perdón de las víctimas, viviendo con ellas, desde el otro lado del sistema: desde aquellos que han sido expulsados y crucificados, como Jesús. La iglesia sólo puede elevar la voz de las víctimas que no exigen venganza, sino que quieren perdonar y perdonan, por impulso y ofrenda de gracia, es decir, de resurrección.
Sólo si asume la voz de las víctimas reales, rechazando de esa forma todo poder del sistema, la iglesia ofrecerá su fermento de Reino en ese mundo convulso, en el que ella (a veces) ha tendido a convertirse en principio de convulsión y norma de juicio, al servicio de unos intereses partidistas, en contra de la experiencia pascual, que se centra en el perdón gratuito de la víctima Jesús y de aquellos que se unen a su perdón.
La Iglesia no puede imponer su experiencia y vocación de perdón a la sociedad civil, pero debe ofrecerla, pues el ser humano es mucho más que aquello que puede que se puede encerrar en unos cauces puramente políticos. En esa línea, podemos desear que la Iglesia abra un camino de perdón desde las mismas víctimas que perdonan, como hizo y hace Jesús, sin demostraciones de poder (¡sin salir externamente a la calle, en clave impositiva!), sin atisbo de venganza ni resentimiento, sin complejos de inferioridad.
El tema esencial de la violencia no se resuelve con política y policía (aunque política y policía tienen sentido en un plano), sino con perdón y gratuidad, como han sabido incluso algunos políticos, conforme indicó hace poco, con cierta lucidez, una mujer SANDRINE LEFRANC, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando los casos Argentina, Sudáfrica o Irlanda del Norte. Abierto queda el tema, así lo dejo para reflexión de los lectores, de manera que ellos mismos puedan pasar del perdón de las víctimas (tema esencial del evangelio) a una política de perdón, que puede y debe ser ya tema de los grandes políticos, es decir, de aquellos que buscan la de los pobres y desde los pobres y no los privilegios de una casta o de una nación determinada, sea grande o pequeña, da lo mismo. Aquí nos hemos centrado en el perdón de las víctimas.
2. Un camino arriesgado. Los malos perdones
Como he dicho, había perdón en el judaísmo de tiempos de Jesús, pero tendía a estar controlado por sacerdotes y políticos, al servicio del sistema. a. El perdón sagrado del templo se expresaba a través de sacrificios rituales, celebrados por los sacerdotes, regulados según Ley por los escribas, que monopolizaba la expiación por los pecados, a través de una especie de «máquina de perdón», centrada el día de la Gran Expiación (Lev 16). b. El perdón de Roma (parcere subiectis, debellare superbos: VIRGILIO, Eneida 855) estaba al servicio del sistema imperial, con su orden político. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón mesiánico a los hombres y mujeres en concreto, buscando una nueva humanidad, más allá del orden del templo y de sistema del imperio. En ese contexto, el perdón puede implicar un riesgo, como he dicho:
1. Puede haber un perdón arbitrario y caprichoso, propio de dictadores o autócratas, que muestran su “magnanimidad” indultando a quienes les parece de un modo irracional (sin necesidad de justificaciones), y castigando también a quienes quieren (sin dar tampoco razones). Éste es un perdón arbitrario, que está muy alejado de la justicia racional (y del perdón cristiano). En contra de ese perdón interesado de los autócratas, que no es más que una imposición de su dictadura, en línea de fortuna y de capricho de los prepotentes, ofrece y promueve Jesús un perdón que proviene de la gratuidad que no va en contra de la justicia, sino que la desborda y fundamenta. Éste es un perdón que sólo pueden ofrecer las víctimas (los ofendidos y humillados), sin que puedan hacerlo en su nombre (en contra de ellos) unos dictadores o sacerdotes pretendidamente superiores.
2. Puede haber un perdón o amnistía al servicio de una política partidista. Casi todos los vencedores del mundo han decretado amnistías, desde los asirios del siglo VIII a. C. hasta los romanos del tiempo de Jesús o los revolucionarios franceses del finales del siglo XVIII. Suelen ser amnistías políticamente calculadas, para gloria de los soberanos o estados que las proclaman, al servicio de lograrse propia estabilidad, como forma de justificar su victoria. No todos suelen estar de acuerdo con esas amnistías, ni en plano legal, ni en plano personal, pero se han ofrecido y pueden ofrecerse, sobre todo allí donde el poder resulta suficientemente sólido como para permitir ciertas “excepciones” en el cumplimiento de la Ley, en circunstancias de fuerte cambio social o político, que se interpretan como principio de un nuevo régimen social. Este “perdón” puede ser provechoso, pero que corre el riesgo de situar la oportunidad política (su racionalidad partidista) por encima de la justicia legal.
3. Puede haber un perdón sacral, controlado por los sacerdotes del templo, al servicio del propio sistema, para mantener el orden establecido, como veremos más extensamente al tratar de Jesús. También éste es un “perdón interesado”, propio de los “fuertes”, al servicio del sistema. Éste era el perdón de los templos y de las grandes instituciones religiosas, entendidas como instancia de control sobre los pecados, como ha podido suceder en la religión de los Incas y en algunas instituciones cristianas.
3. El buen perdón
En contra de eso, Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, no en contra, sino por encima de la Ley, pidiendo a los ofendidos que perdonen a sus ofensores (¡ellos son los únicos que pueden hacerlo desde Dios!), para abrir de esa manera un camino de reconciliación más alta. El perdón sagrado del Templo (lo mismo que el perdón del Imperio) estaba al servicio de los poderosos, que monopolizaban el orden del sistema. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón de un modo mesiánico, superando el sistema del templo y acogiendo de forma gratuita a los expulsados y excluidos de la comunidad sagrada de Israel y del orden del imperio. Ésta es la novedad del evangelio sobre todos los posibles sistemas religiosos o sociales. El sistema político o religioso no puede perdonar, sino sólo buscar su equilibrio o, a lo sumo, procurar una igualdad de Ley entre todos; los únicos que pueden perdonar son los oprimidos, las víctimas.
La Ley es buena y necesaria, pero cerrada en sí misma, puede convertirse en principio de violencia y venganza.
1. Sólo el perdón rompe la lógica de la venganza (del talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por diente) y de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia y permite que su vida trascienda el nivel de la Ley, donde nada se crea ni destruye, pues todo se transforma, permaneciendo siempre idéntico. Sólo el perdón rompe la “clausura” de la pura Ley y nos sitúa en un nivel de gratuidad, donde los hombres pueden vivir y amarse por sí mismos (siendo así el valor supremo). El perdón es gracia; de esa forma supera el pasado y abre de nuevo la vida allí donde la vida se cerraba en sus contradicciones y luchas de poder.

2. Perdón gratuito, no expiación. Expiar es “pagar” por la culpa: el que ha quebrantado la Ley tiene “pagarlo” y penar (especialmente a través de la cárcel). Sin duda, es conveniente un tipo de expiación, para que así se mantenga el orden del sistema, como saben las religiones sacrificiales y los sistemas políticos donde domina un tipo de Ley punitiva (como parece suceder en USA). Pero el evangelio sabe que Dios no exige expiación o sometimiento, para afianzar de esa manera el poder, porque su poder consiste en amar gratuitamente, siendo fuente de vida, creador de gracia. En ese contexto ha de entenderse la actitud de Jesús, que ha perdonado a los pecadores, sentándose a la mesa con ellos, para dialogar amistosamente (cf. Mc 2, 15-17 par; Mt 11, 29 par; Lc 15, 1).

3. Perdón, antes de conversión… pero un perdón que lleva a la conversión. Sacerdotes y políticos perdonaban a los convertidos, que volvían al redil de la buena Ley. El proceso era claro: los manchados debían limpiar su impureza, los pecadores reparar el pecado, los culpables arrepentirse. La misma Ley que condenaba al pecador le ofrecía un camino de perdón, si se convertía y volvía al buen orden. Jesús, en cambio, ha empezando perdonando y pidiendo a los hombres que se perdonan. De esa forma ha invertido el camino de la Ley: no exige arrepentimiento y expiación para perdonar después, sino que empieza perdonando, pero lo hace de tal forma que la conversión vendrá después.
En este contexto debemos insistir en el perdón de las víctimas. Jesús no ratifica el poder de perdón de los de arriba, sino que pide a los excluidos y pobres que perdonen, en gesto que puede parecer sometimiento (¡deben humillarse y perdonar a quienes les oprimen!), pero que, en el fondo, es la mayor de las “autoridades”. Ellos, los oprimidos, son “sacerdotes” y portadores de perdón, es decir, de un nuevo orden social que no se funda en el dominio de unos sobre otros, ni en la revancha de los sometidos, sino en la gracia universal y creadora, desde abajo, a partir de los marginados y ofendidos. Son precisamente ellos los que toman la iniciativa y, sin luchar externamente contra los sacerdotes y jerarcas, asumen su lugar como autoridad que perdona (sin necesidad de poder político o religioso).
Según el evangelio, los “ministros” o portadores del perdón son los mismos ofendidos (itinerantes, pobres de Jesús, expulsados des orden social). Jesús les pide, precisamente a ellos, que perdonen. No les puede obligar, pues el perdón no es Ley obligatoria, sino gratuidad. Pero les puede invitar, les puede enseñar a perdonar a los demás. Éste el principio de todo poder de la Iglesia.

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